tag:blogger.com,1999:blog-43979410541044778932024-03-14T07:55:55.428+01:00Revista AL OTRO LADO DEL ESPEJOAnonymoushttp://www.blogger.com/profile/04647231108729218748noreply@blogger.comBlogger519125tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-38158309660607639722013-12-14T22:00:00.000+01:002013-12-14T22:00:00.625+01:00Hombre del sur<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://1.bp.blogspot.com/-ExBZUkmZ_po/UqRLkYgbmuI/AAAAAAAAECQ/zclMvPf5sJg/s1600/dahl-en-breve.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://1.bp.blogspot.com/-ExBZUkmZ_po/UqRLkYgbmuI/AAAAAAAAECQ/zclMvPf5sJg/s1600/dahl-en-breve.jpg" /></a></div>
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Eran cerca de las seis. Fui al bar a pedir una cerveza y me tendí en una hamaca a tomar un poco el sol de la tarde.</div>
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Cuando me trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el jardín.</div>
<div style="text-align: justify;">
Era muy bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas.</div>
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Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como me-sitas y toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol estaban sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban, gritando y jugando al water-polo, un poco en serio y un poco en broma.</div>
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Me quedé mirándolos. Las chicas eran unas inglesas del hotel en que me hospedaba. A los chicos no los conocía, pero parecían americanos, seguramente cadetes navales llegados en un barco militar que había anclado en el puerto aquella mañana.</div>
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Llegué hasta allí y me metí bajo un toldo amarillo donde había cuatro asientos vacíos, me serví la cerveza y me arrellané cómodamente con un cigarrillo entre los dedos.</div>
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Los marinos americanos congeniaban bien con las inglesas. Buceaban juntos bajo el agua y las hacían subir a la superficie cogiéndolas por las piernas.</div>
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En aquel momento distinguí a un hombrecillo de edad, que caminaba rápidamente por el mismo borde de la piscina. Llevaba un traje blanco, inmaculado, y caminaba muy aprisa, dando un saltito a cada paso. Llevaba en la cabeza un gran sombrero de paja e iba a lo largo de la piscina mirando a la gente y a las hamacas.</div>
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Se paró frente a mí y me sonrió, enseñándome dos hileras de dientes pequeños y desiguales, ligeramente deslustrados.</div>
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Yo también le sonreí.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Perdón. ¿Me puedo sentar aquí?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Claro —dije yo—, tome asiento.</div>
<div style="text-align: justify;">
Dio la vuelta a la silla y la inspeccionó para su seguridad. Luego se sentó y cruzó las piernas. Llevaba sandalias de cuero, abiertas, para evitar el calor.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Una tarde magnífica —dijo—; las tardes son maravillosas aquí, en Jamaica.</div>
<div style="text-align: justify;">
No estaba yo seguro de si su acento era italiano o español, pero lo que sí sabía de cierto era que procedía de Sudamérica, y además se le veía viejo, sobre todo cuando se le miraba de cerca. Tendría unos sesenta y ocho o setenta años.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sí —dije yo—, esto es estupendo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Y quiénes son ésos?, pregunto yo. No son del hotel, ¿verdad?</div>
<div style="text-align: justify;">
Señalaba a los bañistas de la piscina.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Creo que son marinos americanos —le expliqué—, mejor dicho, cadetes.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Claro que son americanos! ¿Quiénes si no iban a hacer tanto ruido? Usted no es americano, ¿verdad?</div>
<div style="text-align: justify;">
—No —dije yo—, no lo soy.</div>
<div style="text-align: justify;">
De repente uno de los cadetes americanos se detuvo frente a nosotros. Estaba completamente mojado porque acababa de salir de la piscina. Una de las inglesas le acompañaba.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Están ocupadas estas sillas? —preguntó.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No —contesté yo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Les importa que nos sentemos?</div>
<div style="text-align: justify;">
—No.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Gracias —dijo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Llevaba una toalla en la mano, y al sentarse sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor. Le ofreció a la chica, pero ella rehusó; luego me ofreció a mí y acepté uno. El hombrecillo, por su parte, dijo:</div>
<div style="text-align: justify;">
—Gracias, pero creo que tengo un cigarro puro.</div>
<div style="text-align: justify;">
Sacó una pitillera de piel de cocodrilo y cogió un purito. Luego sacó una especie de navaja provista de unas tijerillas y cortó la punta del cigarro puro.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Yo le daré fuego —dijo el muchacho americano, tendiéndole el encendedor.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No se encenderá con este viento.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Claro que se encenderá. Siempre ha ido bien. El hombrecillo sacó el cigarro de su boca y dobló la cabeza hacia un lado, mirando al muchacho con atención.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Siempre? —dijo casi deletreándolo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Claro! Nunca falla, por lo menos a mí nunca me ha fallado.</div>
<div style="text-align: justify;">
El hombrecillo continuó mirando al muchacho.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Bien, bien, así que usted dice que este encendedor no falla nunca. ¿Me equivoco?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Eso es —dijo el muchacho.</div>
<div style="text-align: justify;">
Tendría unos diecinueve o veinte años y su rostro, al igual que su nariz, era alargado. No estaba demasiado bronceado y su cara y su pecho estaban completamente llenos de pecas. Tenía el encendedor en la mano derecha, preparado para hacerlo funcionar.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Nunca falla —dijo sonriendo porque ahora exageraba su anterior jactancia intencionadamente—, le prometo que nunca falla.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Un momento, por favor.</div>
<div style="text-align: justify;">
La mano que sostenía el cigarro se levantó como si estuviera parando el tráfico. Tenía una voz suave y monótona; miraba al muchacho con insistencia.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Qué le parece si hacemos una pequeña apuesta? —le dijo sonriendo—. ¿Apostamos sobre si enciende o no su mechero?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Apuesto —dijo el chico—. ¿Por qué no?</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Le gusta apostar?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sí, siempre lo hago.</div>
<div style="text-align: justify;">
El hombre hizo una pausa y examinó su puro y debo confesar que a mí no me gustaba su manera de comportarse. Parecía querer sacar algo de todo aquello y avergonzar al muchacho. Al mismo tiempo, me pareció que se guardaba algún secreto para sí mismo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Miró de nuevo al americano y dijo despacio:</div>
<div style="text-align: justify;">
—A mí también me gusta apostar. ¿Por qué no hacemos una buena apuesta sobre esto? Una buena apuesta —repitió recalcándolo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Oiga, espere un momento —dijo el cadete—. Le apuesto veinticinco centavos o un dólar, o lo que tenga en el bolsillo; algunos chelines, supongo.</div>
<div style="text-align: justify;">
El hombrecillo movió su mano de nuevo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Óigame, nos vamos a divertir: hacemos la apuesta. Luego subimos a mi habitación del hotel al abrigo del viento y le apuesto a que usted no puede encender su encendedor diez veces seguidas sin fallar.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Le apuesto a que puedo —dijo el muchacho americano.</div>
<div style="text-align: justify;">
—De acuerdo, entonces..., ¿hacemos la apuesta?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Bien, le apuesto cinco dólares.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No, no, hay que hacer una buena apuesta. Yo soy un hombre rico y deportivo. Ahora, escúcheme. Fuera del hotel está mi coche. Es muy bonito. Es un coche americano, de su país, un Cadillac...</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Oiga, oiga, espere un momento! —El chico se recostó en la hamaca y sonrió—. No puedo consentir que apueste eso, es una locura.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No es una locura. Usted enciende su mechero y el Cadillac es suyo. Le gustaría tener un Cadillac, ¿verdad?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Claro que me gustaría tener un Cadillac. —El cadete seguía sonriendo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—De acuerdo, yo apuesto mi Cadillac.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Y qué apuesto yo? —preguntó el americano.</div>
<div style="text-align: justify;">
El hombrecillo quitó cuidadosamente la vitola del cigarro todavía sin encender.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Yo no le pido, amigo mío, que apueste algo que esté fuera de sus posibilidades. ¿Comprende?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Entonces, ¿qué puedo apostar?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Se lo voy a poner fácil. ¿De acuerdo?</div>
<div style="text-align: justify;">
—De acuerdo, póngamelo fácil.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Tiene que ser algo de lo cual usted pueda desprenderse y que en caso de perderlo no sea motivo de mucha molestia. ¿Le parece bien?</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Por ejemplo?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Por ejemplo, el dedo meñique de su mano izquierda.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Mi qué? —dejó de reír el muchacho.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sí. ¿Por qué no? Si gana se queda con mi coche. Si pierde, me quedo con su dedo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No le comprendo. ¿Qué quiere decir quedarse con mi dedo?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Se lo corto.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Rayos y truenos! ¡Eso es una locura! Apuesto un dólar. El hombrecillo se reclinó en su asiento y se encogió de hombros.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Bien, bien, bien —dijo—. No lo entiendo. Usted dice que su mechero se enciende, pero no quiere apostar. Entonces, ¿lo olvidamos?</div>
<div style="text-align: justify;">
El muchacho se quedó quieto mirando a los bañistas de la piscina. De repente se acordó de que tenía el cigarrillo entre sus dedos. Lo acercó a sus labios, puso las manos alrededor del encendedor y lo encendió. Al momento, apareció una pequeña llama amarillenta. El americano ahuecó las manos de tal forma que el viento no pudiera apagar la llama.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Me lo deja un momento? —le dije.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Oh, perdón! Me olvidé de que usted también tenía el cigarrillo sin encender.</div>
<div style="text-align: justify;">
Alargué la mano para coger el encendedor, pero se incorporó y se acercó para encendérmelo él mismo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Gracias —le dije. El volvió a su sitio.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Se divierte? ¿Lo pasa bien? —le pregunté.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Estupendo —me contestó—, esto es precioso.</div>
<div style="text-align: justify;">
Hubo un silencio. Me di cuenta de que el hombrecillo había logrado perturbar al chico con su absurda proposición. Estaba sentado muy quieto, y era evidente que la tensión se iba apoderando de él. Empezó a moverse en su asiento, a rascarse el pecho, a acariciarse la nuca y finalmente puso las manos en las rodillas y empezó a tamborilear con los dedos. Pronto empezó a dar golpecitos con un pie, incómodo y nervioso.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Bueno, veamos en qué consiste esta apuesta —dijo al fin—, usted dice que vamos a su cuarto y si mi mechero se enciende diez veces seguidas, gano un Cadillac. Si me falla una vez, entonces pierdo el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Es eso?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Exactamente, ésa es la apuesta.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Qué hacemos si pierdo? ¿Deberé sostener mi dedo mientras usted lo corta?</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Oh, no! Eso no daría resultado. Podría ser que usted no quisiera darme su dedo. Lo que haríamos es atar una de sus manos a la mesa antes de empezar y yo me pondría a su lado con una navaja, dispuesto a cortar en el momento en que su encendedor fallase.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿De qué año es el Cadillac? —preguntó el chico.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Perdón, no le entiendo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿De qué año..., cuánto tiempo hace que tiene usted ese Cadillac?</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Oh! ¿Cuánto tiempo? Sí, es del año pasado, está completamente nuevo, pero veo que no es un jugador. Ningún americano lo es.</div>
<div style="text-align: justify;">
Hubo una pausa. El muchacho miró primero a la inglesa y luego a mí.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sí —dijo de pronto—. Apuesto.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Magnífico! —El hombrecillo juntó las manos por un momento—, ¡Estupendo! Ahora mismo. Y usted, señor —se volvió hacia mí—, será tan amable de hacer de... ¿Cómo lo llaman ustedes? ¿Arbitro? ¿Juez?</div>
<div style="text-align: justify;">
Tenía los ojos muy claros, casi sin color, y sus pupilas eran pequeñas y negras.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Bueno —titubeé yo—, esto me parece una tontería. No me gusta nada.</div>
<div style="text-align: justify;">
—A mí tampoco —dijo la inglesa. Era la primera vez que hablaba—. Considero esta apuesta estúpida y ridícula.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Le cortará de veras el dedo a este chico si pierde? —pregunté yo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Claro que sí! Yo le daré el Cadillac si gana. Bueno, vamos a mi habitación. Se levantó.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Quiere vestirse antes? —le preguntó.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No —contestó el chico—. Iré tal como voy.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Consideraría un favor que viniera usted con nosotros y actuara como arbitro. Se volvió hacia mí.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Muy bien, iré. Pero no me gusta nada esta apuesta.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Venga usted también —dijo a la chica—. Venga y mirará.</div>
<div style="text-align: justify;">
El hombrecillo se dirigió por el jardín hacia el hotel. Se le veía animado y excitado y al andar daba más saltitos que nunca.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Vivo en el anexo —dijo—. ¿Quieren ver primero el coche? Está aquí.</div>
<div style="text-align: justify;">
Nos llevó hasta el aparcamiento del hotel y nos señaló un elegante Cadillac verde claro, aparcado en el fondo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Es aquel verde. ¿Le gusta?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Es un coche precioso —contestó el cadete.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Muy bien, vamos arriba y veamos si lo gana.</div>
<div style="text-align: justify;">
Le seguimos al anexo y subimos las escaleras. Abrió la puerta y entramos en una habitación doble, espaciosa, agradable. Había una bata de mujer a los pies de una de las camas.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Primero tomaremos un martini —dijo tranquilamente.</div>
<div style="text-align: justify;">
Las bebidas estaban en una mesilla, dispuestas para ser mezcladas. Había una coctelera, hielo y muchos vasos. Empezó a preparar el martini.</div>
<div style="text-align: justify;">
Mientras tanto había hecho sonar la campanilla; se oyeron unos golpecitos en la puerta y apareció una doncella negra.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Ah! —exclamó é! dejando la botella de ginebra.</div>
<div style="text-align: justify;">
Sacó del bolsillo una cartera y le dio una libra a la doncella.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Me va a hacer un favor. Quédese con esto. Vamos a hacer un pequeño juego aquí. Quiero que me consiga dos..., no, tres cosas. Quiero algunos clavos; un martillo y un cuchillo de los que emplean los carniceros. Lo encontrará en la cocina. ¿Podrá conseguirlo?</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Un cuchillo de carnicero! —La doncella abrió mucho los ojos y dio una palmada con las manos—. ¿Quiere decir un cuchillo de carnicero de verdad?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sí, exactamente. Vamos, por favor, usted puede encontrarme esas cosas.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sí, señor, lo intentaré. Haré todo lo posible por conseguir lo que pide.</div>
<div style="text-align: justify;">
Después de estas palabras salió de la habitación.</div>
<div style="text-align: justify;">
El hombrecillo fue repartiendo los martinis. Los bebimos con ansiedad, el muchacho delgado y pecoso, vestido únicamente con el traje de baño; la chica inglesa, rubia y esbelta, que vestía un bañador azul claro y no dejaba de mirar al muchacho por encima de su vaso; el hombrecillo de ojos claros, con su traje blanco, inmaculado, que miraba a la chica del traje de baño azul claro. Yo no sabía qué hacer. La apuesta iba en serio y el hombre estaba dispuesto a cortar el dedo de su rival en caso de que perdiera. Pero, ¡diablos!, ¿y si el chico perdía? Tendríamos que llevarlo urgentemente al hospital en el Cadillac que no había podido ganar. Tendría gracia, ¿no es cierto?</div>
<div style="text-align: justify;">
En mi opinión, no habría por qué llegar a ese extremo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿No les parece una apuesta muy tonta? —dije yo.</div>
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—Yo creo que es una buena apuesta —contestó el chico. Ya se había tomado un martini doble.</div>
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—Me parece una apuesta estúpida y ridícula —dijo la chica—. ¿Qué pasará si pierdes?</div>
<div style="text-align: justify;">
—No importa. Pensándolo un poco, no recuerdo haber usado jamás en mi vida el dedo meñique de mi mano izquierda. Aquí está. —El chico se cogió el dedo—. Y todavía no ha hecho nada por mí. ¿Por qué no voy a apostármelo? Yo creo que es una apuesta estupenda.</div>
<div style="text-align: justify;">
El hombrecillo sonrió y tomó la coctelera para volver a llenar los vasos.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Antes de empezar —dijo— le entregaré al arbitro la llave del coche.</div>
<div style="text-align: justify;">
Sacó la llave de su bolsillo y me la dio.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Los papeles de propiedad y del seguro están en el coche —añadió.</div>
<div style="text-align: justify;">
La doncella volvió a entrar. En una mano llevaba un cuchillo de los que usan los carniceros para cortar los huesos de la carne, y en la otra un martillo y una bolsita con clavos.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Magnífico! ¿Lo ha conseguido todo? ¡Gracias, gracias! Ahora puede marcharse.</div>
<div style="text-align: justify;">
Esperó a que la doncella cerrara la puerta y entonces puso los objetos en una de las camas y dijo:</div>
<div style="text-align: justify;">
—Ahora nos prepararemos nosotros. Luego se dirigió al muchacho:</div>
<div style="text-align: justify;">
—Ayúdeme, por favor, a levantar esta mesa. La vamos a correr un poco.</div>
<div style="text-align: justify;">
Era una mesa de escritorio del hotel, una mesa corriente, rectangular, de metro veinte por noventa, con papel secante, plumas y papel. La pusieron en el centro de la habitación y retiraron las cosas de escribir.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Ahora —dijo— lo que necesitamos es un cordel, una silla y los clavos.</div>
<div style="text-align: justify;">
Cogió la silla y la puso junto a la mesa. Estaba tan animado como la persona que organiza juegos en una fiesta infantil.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Ahora hay que colocar los clavos.</div>
<div style="text-align: justify;">
Los clavó en la mesa con el martillo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Ni el muchacho ni la chica ni yo nos movimos de donde estábamos. Con nuestros martinis en las mano?, observábamos el trabajo del hombrecillo. Le vimos clavar dos clavos en la mesa a quince centímetros de distancia.</div>
<div style="text-align: justify;">
No los clavó del todo; dejó que sobresaliera una pequeña parte. Luego comprobó su firmeza con los dedos.</div>
<div style="text-align: justify;">
«Cualquiera diría que este hijo de puta ya lo ha hecho antes —pensé yo—. No duda un momento. La mesa, los clavos, el martillo, el cuchillo de cocina. Sabe exactamente lo que necesita y cómo arreglarlo.»</div>
<div style="text-align: justify;">
—Ahora el cordel —dijo alargando la mano para cogerlo—, Muy bien, ya estamos listos. Por favor, ¿quiere sentarse? —le dijo al chico.</div>
<div style="text-align: justify;">
El muchacho dejó su vaso y se sentó.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Ahora ponga la mano izquierda entre esos dos clavos para que pueda atársela donde corresponda. Así, muy bien. Bueno, ahora le ataré la mano a la mesa.</div>
<div style="text-align: justify;">
Puso el cordel alrededor de la muñeca del chico, luego lo pasó varias veces por la palma de la mano y lo ató fuertemente a los clavos. Hizo un buen trabajo. Cuando hubo terminado, al muchacho le era imposible despegar la mano de la mesa, pero podía mover los dedos.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Por favor, cierre el puño, excepto el dedo meñique. Tiene que dejar ese dedo alargado sobre la mesa. ¡Excelente! ¡Excelente! Ahora ya estamos dispuestos. Coja el encendedor con su mano derecha..., pero ¡espere un momento, por favor!</div>
<div style="text-align: justify;">
Fue hacia la cama y cogió el cuchillo. Volvió y se puso junto a la mesa, empuñando con firmeza el arma cortante.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Preparados? —dijo—. Señor arbitro, puede dar la orden de comenzar.</div>
<div style="text-align: justify;">
La inglesa estaba de pie, justo detrás del muchacho, sin decir una palabra. El chico estaba sentado sin moverse, con el encendedor en la mano derecha mirando el cuchillo. El hombrecillo me miraba.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Está preparado? —le pregunté al muchacho.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Preparado.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Y usted? —al hombrecillo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Preparado también.</div>
<div style="text-align: justify;">
Levantó el cuchillo al aire y lo colocó a cierta distancia del dedo del chico, dispuesto a cortar. El muchacho le observaba sin mover un miembro de su cuerpo. Simplemente frunció las cejas y le miró ceñudamente.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Muy bien —dije yo—, empiecen.</div>
<div style="text-align: justify;">
El muchacho me hizo una petición antes de comenzar:</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Quiere contar en voz alta el número de veces que lo enciendo? Por favor.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sí, lo haré.</div>
<div style="text-align: justify;">
Levantó la tapa del mechero y con el mismo dedo dio una vuelta a la ruedecita. La piedra chispeó y apareció una llama amarillenta.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Uno! —dije yo.</div>
<div style="text-align: justify;">
No apagó la llama, sino que colocó la tapa en su sitio y esperó unos segundos antes de volverlo a encender.</div>
<div style="text-align: justify;">
Dio otra fuerte vuelta a la rueda y de nuevo apareció la pequeña llama al final de la mecha.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Dos!</div>
<div style="text-align: justify;">
El silencio era total. El muchacho tenía los ojos puestos en el encendedor. El hombrecillo tenía el cuchillo en el aire y también miraba al encendedor.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Tres!</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Cuatro!</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Cinco!</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Seis!</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Siete!</div>
<div style="text-align: justify;">
Desde luego era un mechero de los que funcionan a la perfección. La piedra chisporroteó y la mecha se encendió. Observé el pulgar bajar la tapa y apagar la llama. Luego, una pausa. El pulgar volvió a subirla otra vez. Era una operación de pulgar, este dedo lo hacía todo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Respiré, dispuesto a decir ocho. El pulgar accionó la rueda, la piedra chispeó y la pequeña llama brilló de nuevo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Ocho! —dije yo al tiempo que se abría la puerta. Nos volvimos todos a la vez y vimos a una mujer en la puerta, una mujer pequeña y de pelo negro, bastante vieja, que se precipitó gritando:</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Carlos, Carlos!</div>
<div style="text-align: justify;">
Le agarró la muñeca y le cogió el cuchillo, lo arrojó a la cama, aferró al hombrecillo por las solapas de su traje blanco y lo sacudió vigorosamente, hablando al mismo tiempo aprisa y fuerte en un idioma que parecía español. Lo sacudía tan fuerte que no se le podía ver. Se convirtió en una línea difusa y móvil como el radio de una rueda.</div>
<div style="text-align: justify;">
Cuando paró y volvimos a ver al pequeño hombrecillo, ella le dio un empujón y lo tiró a una de las camas como si se tratara de un muñeco. El se sentó en el borde y cerró los ojos, moviendo la cabeza para ver si todavía podía torcer el cuello.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Lo siento —dijo la mujer—, siento mucho que haya pasado esto.</div>
<div style="text-align: justify;">
Hablaba un inglés bastante correcto.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Es horrible —continuó ella—. Supongo que todo ha ocurrido por mi culpa. Le he dejado solo durante diez minutos para lavarme el cabello y ha vuelto a hacer de las suyas.</div>
<div style="text-align: justify;">
Se la veía disgustada y preocupada.</div>
<div style="text-align: justify;">
El muchacho se estaba desatando la mano de la mesa. La inglesa y yo no decíamos ni una palabra.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Es una seria amenaza —dijo la mujer—. Donde nosotros vivimos ha cortado ya cuarenta y siete dedos a diferentes personas y ha perdido once coches. Últimamente le amenazaron con quitarle de en medio. Por eso lo traje aquí.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sólo habíamos hecho una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo desde la cama.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Supongo que habrá apostado un coche —dijo la mujer.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sí —contestó el cadete—, un Cadillac.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No tiene coche. Ese es el mío, y esto agrava las cosas —dijo ella—, porque apuesta lo que no tiene. Estoy avergonzada y lo siento muchísimo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Parecía una mujer muy simpática.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Bueno —dije yo—, aquí tiene la llave de su coche. La puse sobre la mesa.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sólo estábamos haciendo una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No le queda nada que apostar —dijo la mujer—, no tiene nada en este mundo, nada. En realidad, yo se lo gané todo hace ya muchos años. Me llevó mucho, mucho tiempo, y fue un trabajo muy duro, pero al final se, lo gané todo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Miró al muchacho y sonrió tristemente. Luego alargo la mano para coger la llave que estaba encima de la mesa.</div>
<div style="text-align: justify;">
Todavía ahora recuerdo aquella mano: sólo le quedaba un dedo y el pulgar.</div>
<br />
Cuento publicado en “Relatos de lo inesperado”<br />
(Tales of the Unexpected, 1979; adaptado por Hitchcock para su serie televisiva; y reelaborado por Q. Tarantino con distinto final en “Four Rooms”)<br />
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Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com13tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-10113995583263684022013-12-07T22:00:00.000+01:002013-12-07T22:00:03.143+01:00Los alfileres de Slater no tienen punta<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://3.bp.blogspot.com/-dsFwg5zC6PA/UpsMYmoeg1I/AAAAAAAAEB0/Qjta6vsDbHg/s1600/woolf-en-breve.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://3.bp.blogspot.com/-dsFwg5zC6PA/UpsMYmoeg1I/AAAAAAAAEB0/Qjta6vsDbHg/s1600/woolf-en-breve.jpg" /></a></div>
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«Los alfileres de Slater no tienen punta, ¿no te has fijado?», dijo la señorita Craye volviéndose, cuando la rosa se desprendió del vestido de Fanny Wilmot, y Fanny se inclinó, con los oídos rebosantes de música, para buscar el alfiler en el suelo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Estas palabras impresionaron en gran manera a Fanny, mientras la señorita Craye tocaba el último acorde de una fuga de Bach. ¿Acaso la señorita Craye iba realmente a la tienda de Siater a comprar alfileres?, se preguntó Fanny Wilmot, traspuesta durante un instante. ¿Esperaba en pie, la señorita Craye, ante el mostrador, igual que todos los demás, y le daban un recibo, con la calderilla envuelta en él, y se metía la calderilla en el bolso, y después, una hora más tarde, delante de su mesa tocador, sacaba los alfileres? ¿Para qué necesitaba alfileres la señorita Craye? A fin de cuentas bien se podía decir que, más que ir vestida, iba enfundada, como una cucaracha, prietamente ceñida por su caparazón, de azul en invierno y de verde en verano. ¿Qué necesidad de alfileres tenía — Julia Craye—, quien, al parecer, vivía en el fresco y vitreo mundo de las fugas de Bach, tocando para sí lo que le diera la gana, y accediendo a tener sólo una o dos alumnas, en la Escuela de Música de Archer Street (eso decía la directora, la señorita Kingston), como favor especial a la directora, quien «la tenía en la mayor admiración, desde todos los puntos de vista»? La señorita Craye quedó en muy mala situación, mucho temía la señorita Kingston, al morir su hermano. Oh, sí, tenían cosas muy hermosas, cuando vivían en Salisbury, y su hermano Julius era, desde luego, un hombre muy conocido: un famoso arqueólogo. Era un gran privilegio poder estudiar con ellos, decía la señorita Kingston («Mi familia los conocía de toda la vida, eran gente típica de Canterbury», decía la señorita Kingston), pero a una niña le daba siempre un poco de miedo; una tenía que procurar no dar portazos, ni entrar de sopetón en un cuarto. La señorita Kingston, que siempre hacía esbozos de personalidades, el primer día del curso, mientras recibía cheques y escribía los correspondientes recibos, esbozó, en este instante, una sonrisa. Sí, ciertamente, de chica había sido revoltosa y un tanto bruta; había entrado pegando un salto, con lo que hizo saltar todas aquellas verdes jarras romanas y demás cosas que había en las vitrinas. Los Craye no estaban acostumbrados a tratar con niños. Ningún Craye se casó. Tenían gatos; y los gatos, pensaba una, saben tanto acerca de urnas romanas y cosas parecidas, como el que más. </div>
<div style="text-align: justify;">
«¡Mucho más de lo que yo sabía!», dijo alegremente la señorita Kingston, mientras escribía su nombre al pie del recibo, con su caligrafía alegre y ampulosa, debido a que siempre había sido mujer con sentido práctico. A fin de cuentas, de eso vivía.</div>
<div style="text-align: justify;">
En este caso, pensó Fanny Wilmot, mientras buscaba el alfiler, bien podía ser que la señorita Craye hubiera dicho «los alfileres de Slater no tienen punta» al azar. Ningún Craye se había casado. La señorita Craye nada sabía de alfileres, nada de nada. Pero quiso romper el hechizo que dominaba la casa; quiso romper el vidrio que la separaba de todos los demás. Cuando Polly Kingston, aquella alegre jovencita, había dado el portazo, haciendo saltar las jarras romanas, Julius, después de comprobar que no se habían producido desperfectos (éste fue su primer impulso), miró, ya que las vitrinas se encontraban junto a la ventana, a Polly corriendo hacia su casa a través del campo; miró con la mirada que su hermana a menudo tenía, aquella mirada sostenida y dominante.</div>
<div style="text-align: justify;">
«Estrellas, sol, luna», parecía decir la mirada, «la margarita en la hierba, fuegos, hielo en los cristales de la ventana, mi corazón está con vosotros. Pero», siempre parecía añadir, «os quebráis, pasáis, os vais.» Y, al mismo tiempo, cubría la intensidad de ambos estados mentales con «No puedo alcanzaros, nó puedo llegar hasta vosotros», en tono de deseo frustrado. Y las estrellas se desvanecían, y los niños se iban. Este era el hechizo, ésta era la vitrea superficie que la señorita Craye quiso romper, para demostrar, después de interpretar con gran belleza a Bach, a modo de recompensa a una alumna favorita (Fanny sabía que era la alumna favorita de la señorita Craye), que también ella, al igual que todas las demás, entendía en alfileres. Los alfileres de Slater no tenían punta.</div>
<div style="text-align: justify;">
Sí, el «famoso arqueólogo» también había tenido aquella mirada. «El famoso arqueólogo »... cuando dijo estas palabras, firmando cheques, comprobando el día del mes, hablando tan alegre y francamente, hubo en la voz de la señorita Kingston un matiz indescriptible indicativo de la existencia de algo raro; algo raro en Julius Craye; y quizá fuera exactamente la misma cosa que también era rara en Julia. Una hubiera jurado, pensó Fanny Wilmot, mientras buscaba el alfiler, que en fiestas y reuniones (el padre de la señorita Kingston era clérigo), a los oídos de la señorita Kingston llegó algún comentario, o quizá fue sólo una sonrisa, o un matiz, cuando el nombre de Julius era mencionado, que le había dado cierta «impresión » con respecto a Julius ¿raye. Huelga decir que jamás había hablado de ello a nadie. Pero, siempre que la señorita Kingston hablaba de Julius u oía mencionar su nombre, esto era lo primero que acudía a la mente; y resultaba una idea seductora; algo raro había habido en Julius Craye.</div>
<div style="text-align: justify;">
Y esto mismo se daba también en Julia, medio vuelta hacia atrás, sentada en el taburete del piano, sonriendo. Está en el campo, está en el vidrio de la ventana, está en el cielo —la belleza; y no puedo alcanzarla; no puedo poseerla—, yo, parecía añadir con aquella leve crispación de la mano tan característica en ella, que la adoro apasionadamente, ¡la daría al mundo entero, para que la poseyera! Y cogió el clavel que había caído al suelo, mientras Fanny buscaba el alfiler. Lo oprimió, a juicio de Fanny, voluptuosamente, con sus manos de suaves venas, en las que destacaban los anillos de color de agua, con perlas. La presión de las manos de la señorita Craye parecía aumentar cuanto de más brillante había en la flor; resaltarlo; hacerla más rizada, más fresca, más inmaculada. Lo raro en la señorita Craye, y quizá también en su hermano, consistía en que aquel apretón y presa de los dedos se combinaba con una perpetua frustración. Incluso ahora ocurría con el clavel. Tenía las manos en él, lo oprimía, pero no lo poseía, no gozaba de él, no por entero, no del todo.</div>
<div style="text-align: justify;">
Ningún Craye se había casado, recordó Fanny Wilmot. Recordaba que una tarde en que la lección había durado más de lo usual y ya había oscurecido, Julia Craye dijo: «La utilidad de los hombres, sin la menor duda, es la de protegernos», sonriéndole con aquella misma extraña sonrisa, mientras en pie le abrochaba el abrigo, lo cual le dio conciencia, lo mismo que la flor, hasta las yemas de los dedos, de su juventud y brillantez, pero, lo mismo que la flor, Fanny sospechaba que también le dio sensación de incomodidad.</div>
<div style="text-align: justify;">
«Yo no quiero que me protejan», dijo Fanny riendo, y, cuando Julia Craye, fijando en ella aquella extraordinaria mirada, le dijo que no estaba muy segura de ello, Fanny se sonrojó a las claras bajo la admiración de sus ojos.</div>
<div style="text-align: justify;">
Los hombres sólo servían para eso, había dicho Julia Craye. ¿Se debería quizás a esto, se preguntó Fanny, con la vista fija en el suelo, que no se hubiera casado? A fin de cuentas, no había vivido toda la vida en Salisbury. «Con mucho, la parte más agradable de Londres», había dicho en cierta ocasión, «(pero hablo de hace quince o veinte años) es Kensington. Se llegaba a los jardines en diez minutos; era como hallarse en pleno campo. Se podía cenar en zapatillas sin coger frío. Kensington era igual que un pueblo entonces, ¿sabes?», había dicho.</div>
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En este punto se calló, para denunciar después las corrientes de aire de los metros.</div>
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«Era para lo que servían los hombres», había dicho con extraña y seca amargura. ¿Contribuía esto a despejar la incógnita de por qué no se había casado? Cabía imaginar todo género de escenas, en su juventud, cuando con sus hermosos ojos azules, su nariz recta y firme, su aire de fría distinción, su arte de pianista, su rosa abriéndose con casta pasión en el pecho de su vestido de muselina, había atraído, primero, a los jóvenes para quienes esas cosas, las tazas de porcelana y los candelabros de plata y la mesa con incrustaciones, ya que los Craye tenían bellos objetos cual éstos, eran maravillosas; hombres jóvenes, aunque no suficientemente distinguidos; hombres jóvenes de la ciudad catedralicia, sin ambiciones. A éstos había atraído primero, y luego a los amigos de su hermano, en Oxford o Cambridge. Llegaban en verano; la paseaban en barca de remos por el río; continuaban por carta la discusión acerca de Browning; y quizás hacían lo preciso, en las raras ocasiones en que Julia Craye paraba en Londres, para mostrarle ¿los jardines de Kensington? </div>
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«Con mucho, la parte más agradable de Londres, Kensington (pero hablo de hace quince o veinte años)», había dicho en cierta ocasión. Se llegaba a los jardines en diez minutos, en pleno campo. Una podía sacar de esto lo que quisiera, pensó Fanny Wilmot, fijémonos, por ejemplo, en el señor Sherman, el pintor, viejo amigo de la señorita Craye; citarle para que fuera a buscarla, un soleado día del mes de junio; para que la llevara a tomar el té bajo los árboles. (También se habían tratado en aquellas fiestas en las que una iba con zapatillas sin temor a coger frío.) La tía u otro pariente entrado en años esperaría allí, mientras ellos contemplaban la Serpentine. Miraban la Serpentine. Quizás él la llevó a remo a la otra orilla. La compararon con el Avon. Y la señorita Craye seguramente hubiera calificado la comparación con gran furia. Los panoramas fluviales eran importantes para ella. Iría sentada un poco encorvada, un poco anguloso el cuerpo, a pesar de que a la sazón era grácil, llevando el timón. En el momento crítico, sí, ya que aquel hombre había decidido que debía hablar ahora —era la única ocasión de estar a solas con ella—, estaba hablando con la cabeza vuelta hacia atrás, en una postura absurda, con gran nerviosismo, por encima del hombro, y en aquel preciso momento, ella le interrumpió con ferocidad. Gritando, le dijo que, por su culpa, chocarían contra el puente. Fue un momento de horror, de desilusión, de revelación, para los dos. No puedo tenerlo, no puedo poseerlo, pensó Julia Craye. Entonces él no pudo comprender por qué Julia había accedido a ir con él. Con un recio golpe del remo contra el agua, dio la vuelta a la barca. ¿Lo dijo con el solo fin de darle un chasco? Remó y la devolvió al punto de partida, donde le dijo adiós.</div>
<div style="text-align: justify;">
El escenario de estos hechos podía variarse a voluntad, pensó Fanny Wilmot. (¿Dónde estaría el alfiler?) Podía ser Rávena, o Edimburgo, ciudad en la que la señorita Craye había regentado la casa de su hermano. La escena podía cambiarse, igual que el joven caballero y los detalles de la manera en que todo ocurrió, pero algo había que tenía carácter constante —la negativa de Julia Craye, su ceño, su enfado contra sí misma después, sus razonamientos, y su alivio—, sí, ciertamente, su inmenso alivio. Quizás el mismísimo día siguiente se levantó a las seis de la mañana, se envolvió en su manto, y anduvo desde Kensington hasta el río. Se sentía tan agradecida que no sacrificó su derecho a ir allá y ver las cosas en el momento en que mejor están —antes de que la gente se levante—, es decir, Julia Craye hubiera podido desayunar en cama, si hubiera querido. No sacrificó su independencia.</div>
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Sí, Fanny Wilmot sonrió, Julia no había puesto en peligro sus costumbres. Estaban a salvo; y sus costumbres hubieran quedado adversamente afectadas, si se hubiera casado. «Son ogros», dijo una tarde, casi riendo, cuando otra alumna, muchacha recientemente casada, recordó de repente que llegaría tarde a la cita con su marido y se fue presurosa.</div>
<div style="text-align: justify;">
«Son ogros», había dicho, riendo con tristeza. Un ogro quizás hubiera obstaculizado el desayuno en cama, con paseos al alba hasta el río. ¿Y qué hubiera ocurrido (aunque ello era inconcebible) si hubiese tenido hijos? Adoptaba pasmosas precauciones para protegerse de los resfriados, de la fatiga, de las comidas fuertes, de las comidas inadecuadas, de las corrientes de aire, de las estancias calurosas, de los viajes en metro, por cuanto jamás pudo determinar con exactitud qué cosa, entre todas las dichas, era la que le producía aquellos horribles dolores de cabeza que convertían su vida en algo parecido a un campo de batalla. Estaba siempre empeñada en una lucha para ganar por la mano al enemigo, hasta el punto que su empeño no dejaba de tener cierto interés; si, por fin, pudiera derrotar al enemigo, la vida seguramente le parecería un tanto sosa. Pero, en realidad, el bélico enfrentamiento tenía carácter perpetuo —por una parte, el ruiseñor o el panorama que amaba apasionadamente—, sí, los panoramas y los pájaros engendraban pasión en ella; por otra parte, el húmedo sendero o la horrenda caminata cuesta arriba que la dejaban inútil para todo, en la mañana siguiente, y le reportaban uno de sus dolores de cabeza. En consecuencia, cuando con habilidad reunía todas sus fuerzas y se las arreglaba para visitar Hampton Court en la semana en que más lucía el azafrán —esas relucientes y luminosas flores eran sus favoritas—, esto representaba una victoria. Era algo duradero, algo eternamente importante. Unía aquella tarde al collar de los días memorables, que, para ella, no tenía tantas vueltas como para impedirle recordar esto o aquello; aquel panorama, aquella ciudad; para poner el dedo, sentir, saborear, aspirar, la calidad que le daba carácter único.</div>
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«El pasado viernes hizo un día tan hermoso », dijo, «que decidí que debía ir allá.» En consecuencia, se había dirigido a Waterloo, en su gran aventura —visitar Hampton Court— sola. De una forma natural, aunque quizá tonta, una se apiadaba de ella por una causa por la que ella nunca pedía piedad (por lo general era reticente, y sólo hablaba de su salud de la misma manera en que el guerrero habla del enemigo), una se apiadaba de ella por hacer siempre sola cuanto hacía. Su hermano había muerto. Su hermana era asmática. Y consideraba que el clima de Edimburgo era bueno para ella. Para Julia era infame. También cabía la posibilidad de que las asociaciones anejas a Edimburgo fueran dolorosas para Julia, puesto que su hermano, el famoso arqueólogo, había muerto allí; y ella había amado a su hermano. Vivía en una casita, junto a Brompton Road, en total soledad.</div>
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Fanny Wilmot vio el alfiler; lo cogió. Miró a la señorita Craye. ¿Realmente, tan sola estaba la señorita Craye? No, la señorita Craye era firme e inefablemente, aunque sólo fuera por aquel instante, una mujer feliz. Fanny la había sorprendido en un momento de éxtasis. Allí estaba sentada, medio de espaldas al piano, con las manos unidas en el regazo, sosteniendo erecto el clavel, y detrás de ella se veía el nítido cuadrado de la ventana, sin cortina, morado a la luz de la atardecida, intensamente morado, en contraste con las brillantes luces eléctricas, sin pantalla, que iluminaban la austera sala de música. Julia Craye, sentada, encorvada y sólida, sosteniendo la flor, parecía nacida de la noche londinense, parecía echársela a la espalda como un manto, y la noche parecía, en su austeridad e intensidad, un efluvio del espíritu de Julia Craye, algo creado por ella para que la rodeara. Fanny la miraba.</div>
<div style="text-align: justify;">
Por un instante, todo pareció transparente a la vista de Fanny Wilmot, y, como si la señorita Craye fuera transparente, Fanny Wilmot vio la mismísima fuente del ser de la señorita Craye, manando sus puras gotas de plata. Vio el pasado que había detrás de ella, lo vio más y más hondamente. Vio las verdes jarras romanas en pie en la vitrina; oyó a los muchachos de la escolanía jugando al cricket; vio a Julia descendiendo serenamente los curvos peldaños que conducían al jardín con césped; luego la vio sirviendo el té bajo el cedro; suavemente cogió entre las suyas la mano del viejo; la vio yendo de un lado para otro, a lo largo de los pasillos de la vieja morada catedralicia, con toallas en la mano, para marcarlas; lamentándose, mientras trabajaba, de la mezquindad del vivir cotidiano; y envejeciendo lentamente, y desechando prendas cuando llegaba el verano, porque, a su edad, eran demasiado coloridas para que ella las llevara; y cuidando a su padre en la enfermedad; y delimitando todavía más la senda que seguía, a medida que su voluntad se orientaba con mayor rigidez hacia su solitaria meta; viajando austeramente; contando los gastos y calibrando en su parca bolsa la suma precisa para este viaje, para aquel antiguo espejo; persistiendo obstinadamente, dijera la gente lo que dijere, en elegir los placeres según su gusto, para sí sola. Vio a Julia... </div>
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Julia llameaba. Julia estaba incandescente. Ardía en la noche como una blanca estrella muerta. Julia abrió los brazos. Julia la besó en los labios. Julia la poseía. </div>
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«Los alfileres de Slater no tienen punta», dijo la señorita Craye, riendo de una manera rara y distendiendo los brazos mientras Fanny Wilmot se prendía la flor en su pecho con dedos temblorosos.</div>
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Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-1675349377447901182013-11-30T22:00:00.000+01:002013-11-30T22:00:00.173+01:00Au Sable<div style="text-align: justify;">
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://1.bp.blogspot.com/-YuWYUdcEsy8/UpEulziy1_I/AAAAAAAAEA0/o5qQZn9OVuM/s1600/oates-en-breve.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://1.bp.blogspot.com/-YuWYUdcEsy8/UpEulziy1_I/AAAAAAAAEA0/o5qQZn9OVuM/s1600/oates-en-breve.jpg" /></a></div>
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Agosto, primera hora del atardecer. En la quietud de la casa en la zona residencial, sonó el teléfono. Mitchell dudó sólo un momento antes de levantar el auricular. Y allí estaba el primer tono discordante. La persona que llamaba era el suegro de Mitchell, Otto Behn. Hacía años que Otto no llamaba antes de que la tarifa telefónica reducida entrara en vigor a las once de la noche. Ni siquiera cuando hospitalizaron a Teresa, la esposa de Otto.</div>
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El segundo tono discordante. La voz.</div>
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—¿Mitch? ¡Hola! Soy yo, Otto.</div>
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<br /></div>
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La voz de Otto sonaba extrañamente aguda, ansiosa, como si se encontrara más lejos de lo habitual y estuviera preocupado por si Mitchell no podía oírle. Y parecía afable, incluso optimista, algo que por entonces le ocurría con poca frecuencia cuando hablaba por teléfono. Lizbeth, la hija de Otto, había llegado a temer sus llamadas a última hora de la noche: en cuanto contestabas el teléfono, Otto soltaba una de sus cantinelas, sus diatribas llenas de quejas, deliberadamente inexpresivas, divertidas, pero subrayadas con una cólera fría al antiguo estilo de Lenny Bruce, a quien Otto había admirado sobremanera a finales de los cincuenta. Ahora, con sus ochenta y tantos años, Otto se había convertido en un hombre enfadado: enfadado por el cáncer de su esposa, enfadado por su «enfermedad crónica», enfadado por sus vecinos de Forest Hills (niños ruidosos, perros que no paraban de ladrar, cortadoras de césped, soplahojas), enfadado por tener que esperar dos horas en «una cámara frigorífica» para su resonancia magnética más reciente, enfadado con los políticos, incluso con aquellos para los que había ayudado a solicitar el voto durante su época de euforia, cuando se jubiló de su puesto de maestro de secundaria quince años antes. Otto estaba enfadado por la vejez, pero ¿quién se lo iba a decir al pobre hombre? No sería su hija, y menos su yerno. </div>
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<br /></div>
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Aquella noche, sin embargo, Otto no estaba enfadado.</div>
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<br /></div>
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Con una voz agradablemente cordial aunque algo forzada, preguntó a Mitchell por su trabajo como arquitecto de espacios comerciales; y por Lizbeth, la única hija de los Behn; y por sus preciosos hijos ya mayores y emancipados, los nietos a quienes Otto adoraba de pequeños, y siguió así durante un rato hasta que por fin Mitchell dijo nervioso:</div>
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<br /></div>
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—Mmm, Otto... Lizbeth ha ido al centro comercial. Volverá a eso de las siete. ¿Le digo que te llame?</div>
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<br /></div>
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Otto soltó una carcajada. Podías imaginarte la saliva brillándole en los labios gruesos y carnosos.</div>
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<br /></div>
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—No quieres hablar con el viejo, ¿eh?</div>
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<br /></div>
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Mitchell también intentó reír.</div>
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<br /></div>
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—Otto, hemos estado hablando.</div>
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<br /></div>
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Otto respondió con más seriedad.</div>
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<br /></div>
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—Mitch, amigo mío, me alegro de que hayas contestado tú en lugar de Bethie. No tengo mucho tiempo para hablar y creo que prefiero hacerlo contigo.</div>
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<br /></div>
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—¿Sí? —Mitchell sintió cierto temor. Nunca, en los treinta años que hacía que se conocían, Otto Behn le había llamado «amigo». Teresa debía de haber empeorado otra vez. ¿Quizá se estuviera muriendo? A Otto le habían diagnosticado Parkinson tres años antes. Aún no era un caso grave. ¿O quizá sí?</div>
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<br /></div>
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Sintiéndose culpable, Mitchell se dio cuenta de que Lizbeth y él no habían visitado a la pareja de ancianos en casi un año, aunque vivían a menos de trescientos cincuenta kilómetros de distancia. Lizbeth cumplía con sus llamadas telefónicas los domingos por la noche, y esperaba (normalmente en vano) hablar primero con su madre, cuyos modales al teléfono eran débilmente alegres y optimistas. Sin embargo, la última vez que los visitaron les sorprendió el deterioro de Teresa. La pobre se había sometido a meses de quimioterapia y se hallaba en los huesos, su piel como la cera. No mucho antes, con sesenta y tantos, estaba llena de vitalidad, rolliza, robusta como una roca. Y después estaba Otto, rondando con los temblores de las manos que parecía exagerar para tener un aspecto más cómico, quejándose sin cesar de los doctores, de los seguros médicos y de los ovnis «en contubernio », qué visita más tensa y agotadora. De camino a casa, Lizbeth había recitado unos versos de un poema de Emily Dickinson: «Oh Life, begun in fluent Blood, and consumated dull!».</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
«Dios mío —había exclamado Mitchell, temblando, con la boca seca—. De eso se trata, ¿verdad?».</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Ahora, diez meses más tarde, Otto estaba al teléfono hablando como si nada, como si conversara de la venta de unas propiedades, de «cierta decisión» que habían tomado Teresa y él. Los «glóbulos blancos» de Teresa, las «malditas noticias» que él había recibido y de las que no iba a hablar. «El tema se ha cerrado definitivamente», dijo. Mitchell, que intentaba entender todo aquello, se apoyó en la pared, repentinamente débil. Está ocurriendo con demasiada rapidez. ¿Qué demonios es esto? Otto comentaba en voz baja:</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—Decidimos no decíroslo, en julio volvieron a ingresar a su madre en Mount Sinai. La enviaron a casa y tomamos nuestra decisión. No te lo digo para que hablemos del tema, Mitch, ¿me entiendes? Es sólo para informaros. Y para pediros que cumpláis nuestros deseos.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Vuestros deseos?</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—Hemos estado mirando los álbumes, fotos viejas y demás, y disfrutando de lo lindo. Cosas que hacía cuarenta años que no veía. Teresa no para de exclamar: «¡Vaya! ¿Hicimos todo eso? ¿Vivimos todo eso?». Es algo extraño y humillante, en cierto modo, darse cuenta de que hemos sido condenadamente felices, incluso cuando no lo sabíamos. Debo confesar que no tenía ni idea. Tantos años, echando la vista atrás, Teresa y yo llevamos sesenta y dos años juntos; se diría que podría ser muy deprimente pero en realidad, bien mirado, no lo es. Teresa dice: «Hemos vivido unas tres vidas, ¿verdad?».</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—Perdón —interrumpió Mitchell con el clamor de la sangre en los oídos—, ¿cuál es esa «decisión» que habéis tomado?</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Otto respondió:</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—Exacto. Os pido que respetéis nuestros deseos al respecto, Mitch. Creo que lo entiendes.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—Yo... ¿qué?</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
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—No estaba seguro de si debía hablar con Lizbeth. De su reacción. Ya sabes, cuando vuestros hijos se marcharon de casa para ir a la universidad —Otto calló momentáneamente. Con tacto. El caballero de siempre. Nunca criticaría a Lizbeth delante de Mitchell, aunque con Lizbeth podía ser directo e hiriente, o lo había sido en el pasado. Ahora dijo dubitativo—: Puede ponerse, bueno... sentimental.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Mitchell tuvo un presentimiento y preguntó a Otto dónde estaba.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
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—¿Dónde?</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Estáis en Forest Hills?</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Otto guardó silencio durante un segundo.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—No.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—Entonces, ¿dónde estáis?</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Respondió con un punto de desafío en su voz:</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—En la cabaña.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—¿En la cabaña? ¿En Au Sable?</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—Eso es. En Au Sable.</div>
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<br /></div>
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Otto dejó que lo asimilara.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Pronunciaron el nombre de forma distinta. Mitchell, O Sable, tres sílabas; Otto, Oz’ble, con una sílaba elidida, como lo pronunciaba la gente de la zona.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Con ello se refería a la propiedad de los Behn en las montañas Adirondack. A cientos de kilómetros de distancia. Un viaje en coche de siete horas, la última por estrechas carreteras de montaña plagadas de curvas y en su mayor parte sin asfaltar al norte de Au Sable Forks. Por lo que Mitchell sabía, hacía años que los Behn no pasaban tiempo allí. Si lo hubiera pensado con detenimiento —y no lo hizo, ya que los asuntos correspondientes a los padres de Lizbeth quedaban a consideración de ésta— Mitchell habría aconsejado a los Behn que vendieran la propiedad, que en realidad no era una cabaña sino más bien una casa de seis habitaciones construida con leños talados a mano, no acondicionada para el invierno, en una extensión de unas cinco hectáreas de un hermoso campo solitario al sur del monte Moriah. A Mitchell no le gustaría que Lizbeth heredara esa propiedad, ya que no se sentirían cómodos vendiendo algo que en otro tiempo había significado tanto para Teresa y Otto; además, Au Sable estaba demasiado apartado para ellos, resultaba poco práctico. Hay gente que no tarda en inquietarse cuando se aleja de lo que llaman la civilización: el asfalto, los periódicos, las bodegas, campos de tenis decentes, los amigos y al menos la posibilidad de disfrutar de buenos restaurantes. En Au Sable, tenías que conducir durante una hora para llegar, ¿adónde?, Au Sable Forks. Por supuesto hace años, cuando los niños eran pequeños, iban todos los veranos a visitar a los padres de Lizbeth y sí, era cierto: las Adirondack eran hermosas, y paseando a primera hora de la mañana podía verse el monte Moriah como un sueño mastodóntico que sorprendía por su cercanía, y el aire dolorosamente frío y puro te atravesaba los pulmones, e incluso los cantos de los pájaros resultaban más agudos y claros de lo que era habitual oír y existía la convicción, o quizá el deseo, de que las revelaciones físicas de ese tipo constituían un estado espiritual, y sin embargo, Lizbeth y Mitchell se sentían ambos impacientes por marcharse después de pasar unos días allí. Se aficionaban a las siestas en su habitación del segundo piso con celosías en las ventanas, rodeados de pinos como una embarcación a flote en un mar teñido de verde. Hacían el amor con ternura y mantenían conversaciones soñadoras sin rumbo fijo que no tenían en ningún otro lugar. Y sin embargo, después de unos días estaban ansiosos por irse.</div>
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<br /></div>
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Mitchell tragó saliva. No tenía costumbre de interrogar a su suegro y se sentía como si fuera uno de los alumnos de secundaria de Otto Behn, intimidado por el hombre al que admiraba.</div>
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<br /></div>
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—Otto, espera, ¿por qué estáis Teresa y tú en Au Sable?</div>
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<br /></div>
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Él respondió con cuidado:</div>
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<br /></div>
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—Estamos intentando solucionar nuestra situación. Hemos tomado una decisión y así... —Otto hizo una discreta pausa—. Así os informamos.</div>
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<br /></div>
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Por mucho que Otto hablase con tanta lógica, Mitchell se sintió como si le hubiera dado una patada en el estómago. ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba oyendo? Esta llamada no es para mí. Se trata de un error. Otto decía que llevaban al menos tres años planeando aquello, desde que le diagnosticaron a él la enfermedad. Habían estado «haciendo acopio» de lo necesario. Barbitúricos potentes y fiables. Nada apresurado, nada dejado al azar, y nada que lamentar.</div>
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<br /></div>
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—¿Sabes? —exclamó Otto calurosamente—, soy un hombre que planea por adelantado.</div>
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<br /></div>
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Aquello era cierto. Había que reconocerlo.</div>
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<br /></div>
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Mitchell se preguntó cuánto había acumulado Otto. Inversiones en los ochenta, propiedades en alquiler en Long Island. Notó una sensación de desazón, de repugnancia. Nos dejarán la mayor parte. ¿A quién si no? Podía imaginar la sonrisa de Teresa mientras planeaba sus abundantes cenas de Navidad, sus colosales despliegues para Acción de Gracias, la presentación de los regalos magníficamente envueltos para sus nietos. Otto dijo: «Prométemelo, Mitchell. Tengo que confiar en ti», y Mitchell repuso: «Mira, Otto —con evasivas, aturdido—, ¿tenemos vuestro número de teléfono allí?», y Otto respondió: «Contéstame, por favor», y Mitchell se oyó contestar sin saber lo que estaba diciendo: «¡Claro que puedes confiar en mí, Otto! Pero ¿tenéis el teléfono conectado? », y Otto, disgustado, replicó: «No. Nunca hemos tenido teléfono en la cabaña», y Mitchell dijo, ya que aquello había sido motivo de disgusto entre ellos tiempo atrás: «Está claro que necesitáis un teléfono en la cabaña, ése es precisamente el lugar en el que necesitáis un teléfono», y Otto farfulló algo inaudible, el equivalente verbal a encogerse de hombros, y Mitchell pensó, Me está llamando desde una cabina en Au Sable Forks, está a punto de colgar. Dijo apresuradamente: «Oye, mira: vamos a ir a visitaros. Teresa... ¿está bien?». Otto contestó pensativo: «Teresa está bien. Se encuentra bien. Y no queremos visitas —y añadió—: Está descansando, duerme en el porche y está bien. Au Sable fue idea de ella, siempre le ha encantado». Mitchell tanteó: «Pero estáis tan lejos». Otto respondió: «De eso se trata, Mitchell». Va a colgar. No puede colgar. Intentó evitarlo preguntando cuánto tiempo llevaban allí, y Otto dijo: «Desde el domingo. Hicimos el viaje en dos días. Estamos bien. Todavía puedo conducir». Otto soltó una carcajada; era su antiguo enfado, su rabia. Casi perdió su carné de conducir hace unos años y de algún modo, gracias a la intervención de un médico amigo suyo, había conseguido conservarlo, lo que no fue una buena idea, podría haber sido un error garrafal, pero no puedes decírselo a Otto Behn, no puedes decirle a un anciano que va a tener que renunciar a su coche, a su libertad, simplemente no puedes. Mitchell estaba diciendo que irían a visitarlos, que saldrían de madrugada al día siguiente, y Otto se mostró tajante al rechazar la idea: «Hemos tomado una decisión y no hay discusión posible. Me alegro de haber hablado contigo. Puedo imaginarme cómo habría sido la conversación con Lizbeth. Prepárala tú como creas conveniente, ¿de acuerdo?», y Mitch respondió: «Está bien. Pero, Otto, no hagas nada —tenía la respiración acelerada, se sentía confuso y no sabía lo que decía, sudaba, la sensación de algo frío, derretido, que le caía encima, demasiado rápido—. ¿Volverás a llamar? ¿Dejarás un teléfono para que te llamemos? Lizbeth regresará a casa en media hora», y Otto respondió: «Teresa prefiere escribiros a Lizbeth y a ti. Es su estilo. Ya no le gusta el teléfono », y Mitch contestó: «Pero al menos habla con Lizbeth, Otto. Quiero decir que puedes hablar de cualquier cosa, ya sabes, de cualquier tema», y Otto repuso: «Te he pedido que respetéis nuestros deseos, Mitchell. Me has dado tu palabra», y Mitchell pensó, ¿Ah, sí? ¿Cuándo? ¿Qué palabra he dado? ¿Qué es esto? Otto decía: «Lo hemos dejado todo en orden, en casa. Sobre la mesa de mi despacho. El testamento, las pólizas de seguros, los archivos de nuestras inversiones, las libretas del banco, las llaves. Teresa tuvo que darme la lata para que actualizase nuestros testamentos, pero lo hice y me alegro infinitamente. Hasta que no haces testamento definitivo, no te enfrentas de una vez por todas a la realidad. Estás en un mundo de ensueño. Pasados los ochenta, te encuentras en un mundo de ensueño y debes tomar las riendas de ese sueño». Mitchell le escuchaba, pero perdió el hilo. Se le amontonaban los pensamientos como una ráfaga en su mente, como si estuviese jugando una partida en la que las cartas se repartieran a lo loco.</div>
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<br /></div>
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—Otto, ¡claro! Sí, pero quizá deberíamos hablar algo más sobre esto. ¡Tus consejos pueden ser valiosísimos! Por qué no esperas un poco y... Iremos a veros, saldremos mañana de madrugada, o de hecho podríamos salir esta noche.</div>
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<br /></div>
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Le interrumpió, si no lo conociera habría dicho que de forma grosera:</div>
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<br /></div>
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—Eh, ¡buenas noches! Esta llamada me está costando una fortuna. Hijos, os queremos. </div>
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<br /></div>
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Otto colgó el teléfono.</div>
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<br /></div>
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Cuando Lizbeth llegó a casa, había cierto tono discordante:</div>
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Mitchell en la terraza de atrás, en la oscuridad; solo, allí sentado, con una bebida en la mano.</div>
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<br /></div>
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—Cariño, ¿qué pasa?</div>
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<br /></div>
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—Te estaba esperando.</div>
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<br /></div>
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Mitchell nunca se sentaba así, nunca esperaba así, su mente estaba siempre trabajando, aquello resultaba extraño, pero Lizbeth se le acercó y le dio un beso leve en la mejilla. Olía a vino. Piel caliente, cabellos húmedos. Lo que se diría un sudor pegajoso. Tenía la camiseta empapada. De manera coqueta, Lizbeth dijo al tiempo que señalaba la copa que Mitchell tenía en la mano:</div>
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<br /></div>
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—Has empezado sin mí. ¿No es temprano?</div>
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<br /></div>
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También era extraño que Mitchell hubiese abierto aquella botella de vino en particular: un regalo de algún amigo, de hecho puede que fuera de los padres de Lizbeth; de años antes, cuando Mitchell se tomaba el vino más en serio y no se había visto obligado a reducir las copas. Lizbeth preguntó dubitativa:</div>
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<br /></div>
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—¿Alguna llamada?</div>
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<br /></div>
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—No.</div>
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—¿Ninguna?</div>
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—Ni una sola.</div>
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<br /></div>
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Mitchell sintió el alivio de Lizbeth; sabía cómo aguardaba las llamadas de Forest Hills. Aunque por supuesto su padre no llamaría hasta las once de la noche, cuando comenzaba la tarifa reducida.</div>
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<br /></div>
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—En realidad, ha sido un día muy tranquilo —dijo Mitchell—. Parece que no hay nadie más que nosotros.</div>
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<br /></div>
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La casa de estuco y cristal de dos niveles, diseñada por Mitchell, se hallaba rodeada de frondosos abedules, encinas y robles. Una casa que había sido creada, no descubierta; la moldearon a su gusto. Llevaban viviendo allí veintisiete años. Durante su prolongado matrimonio, Mitchell había sido infiel a Lizbeth una o dos veces, y es posible que Lizbeth también le hubiera sido infiel, quizá no sexualmente pero sí en la intensidad de sus emociones. Pese a todo, el tiempo había transcurrido y continuaba haciéndolo, y tropezaban de pasada como objetos al azar en un cajón durante sus días, semanas, meses y años en el trance de su vida adulta. Se trataba de una confusión pacífica, como una sucesión de sueños intensos e inesperados que no pueden recordarse más que como emociones una vez se está despierto. Está bien soñar, pero también está bien estar despierto.</div>
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<br /></div>
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Lizbeth se sentó en el banco de hierro forjado de color blanco que había junto a Mitchell. Tenían aquel mueble pesado, ahora envejecido por el tiempo y desconchado después de la última vez que lo pintaron, de toda la vida.</div>
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<br /></div>
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—Creo que todo el mundo se ha ido. Es como estar en Au Sable.</div>
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<br /></div>
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—¿Au Sable? —Mitchell la miró brevemente.</div>
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<br /></div>
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—Ya sabes. La vieja casa de papá y mamá.</div>
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<br /></div>
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—¿Aún la tienen?</div>
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<br /></div>
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—Supongo. No lo sé —Lizbeth rió y se apoyó en él—. Me da miedo preguntar —tomó la copa de entre los dedos de Mitchell y bebió un sorbo—. Solos aquí. Nosotros solos. Brindo por eso —para sorpresa de Mitchell, le besó en los labios. La primera vez que le besaba así, juvenil y atrevida, en los labios, en mucho tiempo.</div>
<br />
<a href="javascript:print()">IMPRIME ESTE POST</a>Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-28023751369739587772013-11-23T22:33:00.000+01:002013-11-23T22:33:52.525+01:00Monos<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://4.bp.blogspot.com/-g5Czfl1hGgY/UpEfBeARgTI/AAAAAAAAEAY/MAMpItm3J4c/s1600/LISPECTOR-EN-BREVE.gif" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://4.bp.blogspot.com/-g5Czfl1hGgY/UpEfBeARgTI/AAAAAAAAEAY/MAMpItm3J4c/s1600/LISPECTOR-EN-BREVE.gif" /></a></div>
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<br /></div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
La primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca de Año Nuevo. Estábamos sin agua y sin empleada, se hacía cola para la carne, el calor había reventado — y fue cuando, muda de perplejidad, vi el regalo entrando a casa, ya comiendo banana, ya examinando todo con gran rapidez y un largo rabo. Parecía más un gran mono todavía no crecido, sus potencialidades eran tremendas. Subía por la ropa colgada en la cuerda, desde donde daba gritos de marinero, y tiraba cáscaras de banana adonde cayeran. Y yo exhausta. Cuando me olvidaba y entraba distraída a la dependencia, el gran sobresalto: aquel hombre alegre allí. Mi hijo menor sabía, antes de que yo lo supiera, que me desharía del gorila: "Y si te prometiera que un día el mono se va a enfermar y a morir, dejarías que se quedara? Y si supieras que de cualquier manera él un día se va a caer de la ventana y a morir allá abajo?" Mis sentimientos desviaban la mirada. La inconsciencia feliz e inmunda del granmonopequeño me hacía responsable de su destino, ya que él mismo no aceptaba culpas. Una amiga entendió de qué amargura estaba hecha mi aceptación, de qué crímenes se alimentaba mi aire soñador, y rudamente me salvó: niños del morro aparecieron en una algarabía feliz, se llevaron al hombre que reía, y en el desvitalizado Año Nuevo a mí por lo menos me regalaron una casa sin mono.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Un año después, acababa de tener una alegría, cuando allí en Copacabana vi el agrupamiento. Un hombre vendía monitos. Pensé en los chicos, en las alegrías que me </div>
<div style="text-align: justify;">
daban gratis, sin nada que ver con las preocupaciones que también gratis me daban, imaginé una cadena de alegrías: "Quien reciba ésta, que se la pase a otro", y otro a otro, </div>
<div style="text-align: justify;">
como el bramido en un rastro de pólvora. Y ahí mismo compré a la que se llamaría Lisette. </div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Casi no cabía en una mano. Tenía falda, aretes, collar y pulsera de baiana. Y un aire de inmigrante que aún desembarca con el traje típico de su tierra. De inmigrante también eran los ojos redondos. </div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
En cuanto a ésta, era mujer en miniatura. Tres días estuvo con nosotros. Era de tal delicadeza de huesos. De tal extrema dulzura. Más que los ojos, la mirada era redondeada. Cada movimiento, y los aretes se estremecían; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho, pero para comer era sobria y cansada. Sus raras caricias eran sólo mordidas leves que no dejaban marca. En el tercer día estábamos en la dependencia admirando a Lisette y el modo en que ella era nuestra. "Un poco demasiado suave", pensé extrañando a mi gorila. Y de repente mi corazón fue respondiendo con mucha dureza: "Pero eso no es dulzura. Esto es muerte". La sequedad de la comunicación me dejó quieta. Después les dije a los chicos: "Lisette se está muriendo". Mirándola, noté entonces hasta qué punto de amor ya habíamos llegado. Envolví a Lisette en una servilleta, fui con los chicos hasta la primera guardia, donde el médico no podía atendernos porque operaba de urgencia a un perro. Otro taxi —Lisette cree que está paseando, mamá otro hospital. Allá le dieron oxígeno. </div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Y con un soplo de vida, súbitamente se reveló una Lisette que desconocíamos. Con ojos mucho menos redondos, más secretos, más a las risas y en la cara prognata y ordinaria una cierta altivez irónica; un poco más de oxígeno, y le dieron unas ganas de hablar que ella mal aguantaba ser mona; lo era, y mucho tendría para contar. En seguida, sin embargo, sucumbía de nuevo, exhausta. </div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Más oxígeno y esta vez una inyección de suero a cuya picada reaccionó con una palmadita colérica, de pulsera tintinando. El enfermero sonrió: "Lisette, querida, ¡sosiégate!" </div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
El diagnóstico: no iba a vivir, a menos que tuviese oxígeno a mano y, aun así, improbable. "No se compran monos en la calle", me censuró él sacudiendo la cabeza, "a veces ya vienen enfermos". No, había que comprar a la mona adecuada, saber su origen, tener por lo menos cinco años de garantía de amor, saber lo había hecho y lo que no, como si fuera para casarse. Resolví un instante con los chicos. Y le dije al enfermero: "Usted la está queriendo mucho a Lisette. Así que si usted la deja pasar algunos días cerca del oxígeno, ni bien sane, es suya". Pero él pensaba. "Lisette es linda" le supliqué yo. "Es hermosa", aceptó él pensativo. Después suspiró y dijo: "Si curo a Lisette, es suya". Nos fuimos, con la servilleta vacía. </div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
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<div style="text-align: justify;">
Al día siguiente llamaron por teléfono, y les avisé a los chicos que Lisette había muerto. El más chico me preguntó: "Crees que murió con los aretes?" Yo le dije que sí. Una semana después el mayor me dijo: "¡Te pareces tanto a Lisette!" "Yo también te quiero", contesté. </div>
<br />
<a href="javascript:print()">IMPRIME ESTE POST</a>Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-41865483761974951542013-11-04T21:34:00.000+01:002013-11-04T21:34:35.490+01:00El tamaño sí que importa - Esta semana, Isabel Cienfuegos<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://2.bp.blogspot.com/-QLwZjyhfBGA/UngEo0TuQ-I/AAAAAAAAD3g/yWzn_gZIH_E/s1600/1460986_569476973125933_307901073_n.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="400" src="http://2.bp.blogspot.com/-QLwZjyhfBGA/UngEo0TuQ-I/AAAAAAAAD3g/yWzn_gZIH_E/s400/1460986_569476973125933_307901073_n.jpg" width="322" /></a></div>
<br />Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-91519742882301021802013-07-15T17:45:00.000+02:002013-07-15T17:45:31.279+02:00El tamaño sí que importa - Esta semana, Julio Jurado<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://1.bp.blogspot.com/-nhrjWuvoMNA/UeQY6SuJAdI/AAAAAAAADqY/MMw43E0PKiI/s1600/261875_10200839891332027_752611409_n.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="400" src="http://1.bp.blogspot.com/-nhrjWuvoMNA/UeQY6SuJAdI/AAAAAAAADqY/MMw43E0PKiI/s400/261875_10200839891332027_752611409_n.jpg" width="324" /></a></div>
<br />Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-7012148062113537342013-07-01T10:00:00.000+02:002013-07-09T12:11:43.729+02:00Déjà vu, por Ximo Raga<div style="text-align: justify;">
Ella ha dejado de gritar. Ya no se mueve. Él pasa sus brazos por debajo y la levanta. Se mueve con seguridad, no es la primera vez. Deja su cuerpo inconsciente sobre una silla. La está atando. </div>
<div style="text-align: justify;">
Antes de levantarse, la mira a los ojos. Está despierta. Respira con dificultad.</div>
<div style="text-align: justify;">
Niño, dice. Niño, repite. Él acerca su oído hasta su rostro y asiente. No grites, le recuerda volviéndose.</div>
<div style="text-align: justify;">
Duerme, susurra. Gracias a Dios, exclama la mujer. Él ya rebusca por los cajones. No encontrarás nada de valor. Cállate.</div>
<div style="text-align: justify;">
Mi marido no tardará en volver. Lo sé, dice y desaparece en otra habitación.</div>
<div style="text-align: justify;">
Ahora se acerca caminando, lleva el bebá en brazos. Está despierto pero no llora. Ella calla, sumisa. </div>
<div style="text-align: justify;">
El ruido de un coche atrapa su atención por un momento. Sienten miedo.</div>
<div style="text-align: justify;">
La desata y le entrega el bebé. Se ha descubierto el rostro. La besa. Un solo beso en los labios y se marcha apresuradamente. </div>
<div style="text-align: justify;">
Ella observa la puerta por un momento y asiente. Mira al bebá y lo arrulla con una canción. </div>
<div style="text-align: justify;">
Suena el teléfono. Su marido llegará tarde.</div>
<div style="text-align: justify;">
El bebé ha vuelto a dormirse. </div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div>
<br /></div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-65121046289708378812013-06-24T10:00:00.000+02:002013-06-23T11:41:36.626+02:00Tarde de teatro, por Núria Rubio González<div style="text-align: justify;">
—¡Vaya horitas de llegar! ¿Se puede saber dónde habéis estado?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Ya te lo dije, mamá, en el teatro.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Solas?</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Pues claro! ¿Con quién íbamos a estar?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Adela, que peino canas...</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
La mujer lanzó una mirada inquisitoria a su otra hija, a quien le faltó tiempo para sacar su lengua afilada a pasear.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
—Nos encontramos allí con Pepe.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Pepe, ¿qué Pepe?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Pepe, el de la heladería “El Romano”, el que el año pasado anduvo saliendo con Angustias.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Acabáramos! ¿Y estuvisteis los tres juntos toda la tarde?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Al principio, sí. Luego, Pepe se levantó al baño y, al ratito, le siguió Adela. Y yo, como no quería estar sola, fui a su encuentro… Escuché unos ruidos extraños detrás de una puerta y llamé… Entonces salió Adela y, hecha una furia, me dijo unas cosas horribles, mamá, unas cosas horribles…</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Basta ya! No quiero oír nada más… ¡Angustias, Magdalena, Amelia, venid aquí ahora mismo!... Por muy verano que sea, se acabó eso de entrar y salir cuando se os antoje, ¿entendido?</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Y qué culpa tenemos nosotras de los enredos de estas dos? —preguntó airada Angustias.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Silencio! Aquí se hará lo que yo ordene. No pienso dar de qué hablar a las vecinas. Seguro que ya están con la oreja pegada a los tabiques y el ojo cosido a las mirillas, ávidas de arrastrarnos por el fango. Buenas están si creen que van a encontrar algo con lo que saciar su maledicencia. Porque en esta casa no van a encontrar nada, ¿me oís? ¡Nada!... Nada que no sea el respeto que debéis a la memoria de vuestro padre y la más absoluta decencia.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Oye, mamá —susurró una voz—. Entonces, ¿cuando Adela se suicide, tendremos que asegurar que ha muerto virgen y hundirnos en un mar de luto?</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Pero qué estás diciendo? No me seas teatrera.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Bernarda se dio media vuelta. “¡Jesús, qué martirio de niña! A saber de dónde habrá sacado semejantes ideas… Si ya lo decía mi difunto, esta criatura lee demasiado”.</div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-40440985487577163342013-06-17T10:00:00.000+02:002013-06-17T10:00:06.589+02:00Azathoth<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://2.bp.blogspot.com/-amyH_xunrnc/TjFTC9ZChGI/AAAAAAAAB9k/sXDeblI9fas/s1600/LOVECRAFT_EN-BREVE.gif" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://2.bp.blogspot.com/-amyH_xunrnc/TjFTC9ZChGI/AAAAAAAAB9k/sXDeblI9fas/s1600/LOVECRAFT_EN-BREVE.gif" /></a></div>
<br />
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<br />
<div style="text-align: justify;">
Cuando el mundo se sumió en la vejez, y la maravilla rehuyó la muerte de los hombres; cuando ciudades grises elevaron hacia cielos velados por el humo torres altas, temibles y feas, a cuya sombra nadie podía soñar el sol ni las praderas floridas de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la tierra de su manto de belleza, y los poetas no cantaron sino a distorsionados fantasmas, vistos a través de ojos cansados e introspectivos; cuando tales cosas tuvieron lugar y los anhelos infantiles se hubieron esfumado para siempre, hubo un hombre que empleó su vida, en la búsqueda de los espacios hacia los que habían huido los sueños del mundo.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Poco hay consignado sobre el nombre y procedencia de este hombre, ya que eso correspondía exclusivamente al mundo despierto, aunque se dice que ambos eran oscuros. Baste saber que vivía en una ciudad de altos muros donde reinaba un estéril crepúsculo; y que se afanaba todo el día entre sombras y alborotos, volviendo a casa por la tarde, a una habitación cuya ventana no daba a campos y arboledas, sino a un penumbroso patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en lúgubre desesperación.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Desde ese alféizar no se divisaba sino muros y ventanas, a no ser que uno se inclinara mucho para escudriñar hacia lo alto, hacia las pequeñas estrellas que pasaban. Y dado que los muros desnudos y las ventanas conducen pronto a la locura al hombre que sueña y lee demasiado, el inquilino de este cuarto solía asomarse noche tras noche, escrutando a lo alto para vislumbrar alguna fracción de cosas que estaban más allá del mundo despierto y de la grisura de la elevada ciudad. Con el paso de los años, fue conociendo a las estrellas de curso lento por su nombre, y a seguirlas con la fantasía cuando, con pesar, se deslizaban fuera de su vista; hasta que al fin su mirada se abrió a la multitud de paisajes secretos cuya existencia no llega a sospechar el ojo mundano. Y una noche salvó un tremendo abismo, y los cielos repletos de sueños se abalanzaron hacia la ventana del solitario observador para mezclarse con el aire viciado de su alcoba y hacerle partícipe de sus fabulosa maravilla.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
A ese cuarto llegaron extrañas corrientes de violeta medianoche resplandeciendo con polvo de oro; torbellinos de oro y fuego aremolinándose desde los más lejanos espacios, cuajados con perfumes de más allá de los mundos. Océanos opiáceos se derramaron allí, alumbrados por soles que los ojos jamás han contemplado, albergando entre sus remolinos extraños delfines y ninfas marinas, de profundidades olvidadas.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
La infinitud silenciosa giraba en torno al soñador, arrebatándole sin tocar siquiera el cuerpo que se asomaba con rigidez a la solitaria ventana; y durante días no consignados por los calendarios del hombre, las mareas de las lejanas esferas lo transportaron gentiles a reunirse con los sueños por los que tanto había porfiado, los sueños que el hombre había perdido. Y en el transcurso de multitud de ciclos, tiernamente, lo dejaron durmiendo sobre una verde playa al amanecer; una ribera de verdor, fragante por los capullos de lotos y sembrado de rojas calamitas...</div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-59377835415574747902013-06-03T10:00:00.000+02:002013-06-03T10:00:08.680+02:00El cuentista<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://4.bp.blogspot.com/-M7-bxkh9QLU/TjFQ5KFI_OI/AAAAAAAAB9c/nu6oMkyTLbA/s1600/SAKI_EN-BREVE.gif" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://4.bp.blogspot.com/-M7-bxkh9QLU/TjFQ5KFI_OI/AAAAAAAAB9c/nu6oMkyTLbA/s1600/SAKI_EN-BREVE.gif" /></a></div>
<br />
<span style="text-align: justify;">Era una tarde calurosa, y en el compartimento de ferrocarril el aire se volvía sofocante. Faltaba casi una hora para llegar a Templecombe, la próxima estación. Ocuparon el compartimento dos niñas, una menor que la otra, y un niño; acompañados de una tía, ubicada en un extremo del asiento; y enfrente, en el otro extremo, había un solterón que no formaba parte del grupo, lo cual no impidió que los niños se instalaran en su asiento. Tanto la tía como los niños practicaban ese tipo de conversación limitada, persistente, que hace pensar en las atenciones de una mosca que no se desalienta por más que la rechacen. Aparentemente la mayor parte de las observaciones de la tía comenzaban con "No debes", y casi todas las observaciones de los niños con "¿Por qué?" El solterón no manifestó en alta voz lo que pensaba.</span><br />
<br />
<div style="text-align: justify;">
—No debes hacerlo, Cyril, no lo hagas —exclamó la tía, mientras el niño golpeaba los almohadones del asiento levantando con cada golpe una nube de polvo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Ven y mira por la ventana —añadió la tía.</div>
<div style="text-align: justify;">
El niño obedeció de mala gana.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Por qué sacan a esas ovejas de ese campo? —preguntó.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Supongo que las llevan a otro campo donde hay más pasto —dijo sin convicción la tía.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Pero hay mucho pasto en ese campo —replicó el niño—; no hay nada más que pasto allí. Tía, hay mucho pasto en ese campo.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Tal vez sea mejor el pasto del otro campo —sugirió tontamente la tía.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Por qué es mejor? —fue la inmediata e inevitable pregunta.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Oh!, mira esas vacas —exclamó la tía. A lo largo de casi todo el trayecto se veían vacas o bueyes, pero la mujer hablaba como si estuviera señalando algo fuera de lo común.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Por qué es mejor el pasto del otro campo? —insistió Cyril.</div>
<div style="text-align: justify;">
El fastidio comenzaba a insinuarse en el entrecejo del solterón. Un hombre duro y antipático, pensó la tía, para quien resultaba absolutamente imposible llegar a una decisión satisfactoria acerca del pasto del otro campo.</div>
<div style="text-align: justify;">
La menor de las niñas comenzó a recitar, para entretenerse, "En el camino de Mandalay". Sólo conocía el primer verso, pero obtuvo el mayor provecho posible de su limitado conocimiento. Repitió el mismo verso una y otra vez, con voz soñadora pero resuelta, y perfectamente audible, como si alguien hubiera apostado, pensó el solterón, a que ella no repetiría el verso dos mil veces seguidas sin parar. Quien fuera que haya hecho la apuesta probablemente la perdería.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Vengan, que les voy a contar un cuento —dijo la tía, después que el solterón la miró a ella dos veces y una al timbre de alarma.</div>
<div style="text-align: justify;">
Los niños se acercaron con indiferencia al extremo del compartimento donde se encontraba la tía.</div>
<div style="text-align: justify;">
En voz baja y en un tono confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por las preguntas petulantes que sus oyentes formulaban en alta voz, comenzó un relato lamentablemente desprovisto de interés acerca de una niña que era buena, y que se había hecho amiga de todos debido a su bondad, y que fue finalmente salvada del ataque de un toro furioso por varias personas que la admiraban por su virtud.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Si no hubiera sido buena no la habrían salvado? —preguntó la mayor de las niñas. Ésa era exactamente la pregunta que quería formular el solterón.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Sí, claro —admitió débilmente la tía—, pero no creo que habrían corrido de esa manera si no la hubieran querido tanto.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Nunca escuché un cuento más estúpido —dijo la mayor de las niñas, con suma convicción.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Tan estúpido que ya no presté atención después de la primera parte —dijo Cyril.</div>
<div style="text-align: justify;">
La menor de las niñas no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había empezado a murmurar su verso favorito.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Al parecer no tiene usted ningún éxito como cuentista —dijo de pronto el solterón desde el otro extremo.</div>
<div style="text-align: justify;">
La tía se encrespó al defenderse instantáneamente de este ataque inesperado.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Es muy difícil contar cuentos que los niños puedan entender y a la vez apreciar —dijo poniéndose tiesa.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No comparto su opinión —dijo el solterón.</div>
<div style="text-align: justify;">
—A lo mejor quiera usted contarles un cuento —replicó la tía.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Había una vez —comenzó el solterón—, una niña llamada Bertha, que era extraordinariamente buena.</div>
<div style="text-align: justify;">
El momentáneo interés que los niños habían demostrado comenzó a vacilar; todos los cuentos parecían espantosamente iguales, sea quien fuere que los contara.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Era siempre obediente, no faltaba a la verdad, conservaba limpia su ropa, comía budines de leche como si fueran pastelitos rellenos de dulce, aprendía perfectamente sus lecciones y era bien educada.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Era linda? —preguntó la mayor de las niñas.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No tan linda como tú —dijo el solterón—, pero era horrorosamente buena.</div>
<div style="text-align: justify;">
En los niños hubo una reacción favorable; la palabra horrorosa referida a la bondad era una novedad recomendable por sí sola. Introducía un viso de verdad que estaba ausente en los cuentos de la vida infantil que refería la tía.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Era tan buena —prosiguió el solterón— que su bondad le valió varias medallas que llevaba siempre prendidas al vestido. Una medalla en premio a la obediencia, otra a la puntualidad y una tercera por buena conducta. Eran medallas grandes de metal que tintineaban al rozarse cuando la niña caminaba. No había en ese pueblo ningún otro niño que tuviera tres medallas, de modo que todos daban por sentado que era una niña extraordinariamente buena.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Horrorosamente buena —recordó Cyril.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Todos hablaban de su bondad, y al príncipe de la comarca le llegaron noticias al respecto, y dijo que como era tan buena tendría autorización de pasearse una vez por semana en su parque, que quedaba en las afueras del pueblo. Era un parque muy hermoso, y en el cual nos se permitía entrar a los niños, de modo que era un gran honor para Bertha ser invitada al parque.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Había ovejas en el parque? —preguntó Cyril.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No —respondió el solterón—, no había ovejas.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Por qué no había ovejas? —fue la inevitable pregunta que surgió de la contestación.</div>
<div style="text-align: justify;">
La tía se permitió una sonrisa, que casi podría describirse como una mueca burlona.</div>
<div style="text-align: justify;">
—No había ovejas en el parque —dijo el solterón—, porque la madre del príncipe soñó una vez que su hijo sería matado por una oveja, o que moriría aplastado por un reloj de pared. Por tal razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni tampoco un reloj de pared en el palacio.</div>
<div style="text-align: justify;">
La tía ahogó un suspiro de admiración.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Fue la oveja o el reloj lo que mató al príncipe? —preguntó Cyril.</div>
<div style="text-align: justify;">
—El príncipe aun vive, de ahí que no podamos saber si el sueño se cumplirá —dijo sin inmutarse el solterón—; de todas maneras, no había ovejas en el parque, pero eso sí, estaba lleno de lechones que corrían por todos lados.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿De qué color eran los lechones?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Negros con cabezas blancas, blancos con pintas negras, enteramente negros, grises con manchas blancas y algunos completamente blancos.</div>
<div style="text-align: justify;">
El cuentista hizo una pausa para dar a la imaginación de los niños una idea cabal de los tesoros del parque; luego prosiguió:</div>
<div style="text-align: justify;">
—Bertha lamentaba que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del amable príncipe, y como se había propuesto cumplir su promesa, se sintió, es claro, ridícula a ver que no había flores.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Por qué no había flores?</div>
<div style="text-align: justify;">
—Porque se las habían comido los lechones —respondió enseguida el solterón—. Los jardineros explicaron al príncipe que no se podía tener flores y lechones a la vez. Decidió tener lechones.</div>
<div style="text-align: justify;">
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; tantas personas hubieran elegido la otra alternativa.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Había en el parque muchas otras cosas igualmente encantadoras: estanques con peces dorados, azules y verdes, árboles con hermosas cotorras que decían frases inteligentes sin hacerse rogar, colibríes que susurraban todas las melodías populares de entonces. Bertha paseaba por el parque y sentía una inmensa felicidad, y pensó: "Si yo no fuera extraordinariamente buena no me hubieran permitido venir a este parque tan bello y disfrutar de todo lo que aquí se ve" y mientras caminaba sus tres medallas tintinearon al rozarse y le hicieron recordar cómo era de buena. En ese preciso instante comenzó a rondar por el parque un enorme lobo que andaba en busca de un lechón gordo para comérselo a la hora de cenar.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿De qué color era? —preguntaron los niños, cada vez más interesados.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Del color del barro, con una lengua negra y los ojos de un gris claro que brillaban con indecible ferocidad. Lo primero que vio al entrar en el parque fue a Bertha; su delantal era tan inmaculadamente blanco que se podía distinguir a la distancia. Bertha vio al lobo y vio que el lobo avanzaba hacia donde ella se encontraba. Comenzó a lamentarse de que la hubieran invitado al parque. Corrió tan velozmente como pudo, y el lobo, dando grandes saltos, casi la alcanzó. Bertha logró llegar hasta donde había un grupo de arrayanes y se ocultó detrás del más tupido. El lobo comenzó a husmear entre las ramas, con su lengua negra colgándole de la boca y sus ojos gris claro brillando de furia. Bertha estaba terriblemente asustada, y pensó: "Si yo no hubiera sido tan extraordinariamente buena me encontraría a salvo, a estas horas, en el pueblo". Sin embargo, el perfume del arrayán era tan fuerte que el lobo no podía localizar dónde se escondía Bertha, y los arbustos eran tan tupidos que bien hubiera podido rondar en torno a ellos sin distinguir a la niña. Por lo cual decidió que era mejor atrapar un lechón. Bertha temblaba toda entera de tener al lobo rondando y husmeando tan cerca de ella, y al ponerse a temblar la medalla de la obediencia chocó con las de buena conducta y puntualidad. El lobo se disponía a alejarse cuando oyó el ruido de las medallas que tintineaban, y se detuvo a escuchar; el tintineo volvió a repetirse desde un arbusto muy cercano de donde se encontraba. Se lazó sobre el arbusto, con sus ojos gris claro que brillaban de ferocidad y de satisfacción, y arrastró a Bertha de sus escondite y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de Bertha fueron sus zapatos, restos de ropa y las tres medallas de la bondad.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¿Murió alguno de los lechones?</div>
<div style="text-align: justify;">
—No, escaparon todos.</div>
<div style="text-align: justify;">
—El cuento empezó mal —dijo la menor de las niñas—, pero tiene un final muy hermoso.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Es el cuento más hermoso que haya escuchado jamás —dijo la mayor de las niñas, con suma decisión.</div>
<div style="text-align: justify;">
—Es el único cuento hermoso que haya escuchado jamás —dijo Cyril.</div>
<div style="text-align: justify;">
La tía manifestó su disentimiento.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Un cuento absolutamente inadecuado para los niños! Usted ha destruido el efecto de años de cuidadosas enseñanzas.</div>
<div style="text-align: justify;">
—De todas maneras —dijo el solterón recogiendo su equipaje y disponiéndose a dejar el compartimiento—, los mantuve tranquilos durante diez minutos, algo que usted no fue capaz de hacer.</div>
<div style="text-align: justify;">
—¡Qué mujer desdichada! —pensó mientras caminaba por el andén de la estación Templecombe—; durante los próximos seis años estos niños habrán de atosigarla en público pidiéndole un cuento inadecuado.</div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-47257405362162271312013-05-27T10:00:00.000+02:002013-05-27T10:00:10.996+02:00Maestros de la ilustración - Gustave Doré<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://3.bp.blogspot.com/-ljPtd9ziEHo/UZi0jp8tWqI/AAAAAAAADh8/-rbnQ-0nvwo/s1600/cuervo_dore.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="640" src="http://3.bp.blogspot.com/-ljPtd9ziEHo/UZi0jp8tWqI/AAAAAAAADh8/-rbnQ-0nvwo/s640/cuervo_dore.jpg" width="424" /></a></div>
<div style="text-align: justify;">
Ilustración para la edición de "El cuervo" de Edgar Allan Poe, publicada por HARPER & BROTHERS en Nueva York en 1884.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-4174331658269335842013-05-20T10:00:00.000+02:002013-05-20T10:00:02.396+02:00González Bribón<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
</div>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://3.bp.blogspot.com/-kc6T6yF0KKY/UZivl5xiEkI/AAAAAAAADhs/bdwUK1Ucus8/s1600/ALAS-EN-BREVE.gif" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://3.bp.blogspot.com/-kc6T6yF0KKY/UZivl5xiEkI/AAAAAAAADhs/bdwUK1Ucus8/s1600/ALAS-EN-BREVE.gif" /></a></div>
<br />
<br />
<span style="text-align: justify;">Es más bien bajo que alto; tiene unos ojos azules muy fríos, que, por lo punzantes, parecen oscuros (porque lo azul no pincha, como opinarán los decadentes americanos, que todo lo ven azul); cuando González Bribón mira sin odio (sin amor siempre mira) sus ojos claros parecen un lago, es decir, dos... helado, helados.</span><br />
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Una noche salimos de un estreno de Echegaray, de aquellos que levantan verdaderas tempestades; era en tiempos en que el burgués de las inverosimilitudes todavía no era crítico. Salíamos riñendo, como siempre; entusiasmados nosotros, indignados los enemigos; entre el barullo, junto al guardarropa, tropecé con Bribón. Me fui a él.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-¿Y usted? ¿Qué opina usted?... ¿Es usted de los nuestros, o es usted de los indignados?...</div>
<div style="text-align: justify;">
-Soy de los indignados, porque... me han perdido el gabán.</div>
<div style="text-align: justify;">
-Pero ¿qué opina usted? </div>
<div style="text-align: justify;">
-Opino eso, que me entreguen el gabán.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Por lo visto pareció el gabán de pieles de González Bribón, y en él se metió como buen caracol literario.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
González Bribón es de su tiempo, es de su pandilla, es de su tertulia, es de su periódico, es de su daltonismo, esto es, que sólo cree en el color que ha escogido para verlo todo como su cristal se lo pinta.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Se parece al río Piedra; los agravios que corren por el alma de Bribón se petrifican como la calumnia en la abadesa de "Miel de la Alcarria". Después, con el mármol, o "terra-cuota", de sus rencores, Bribón hace "bibelots" artísticos, muchas veces correctos.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Es uno de esos egoístas que no lo parecen porque son nerviosos. Se mueve mucho, pero siempre es alrededor de sí mismo.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
En Bribón el "misoneísmo" (muy acentuado) es una forma de la autolatría</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Todavía admira a Eguilaz, porque en tiempos de este, todavía era él, Bribón, joven, revistero de moda.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Cual esos elegantes del año sesenta y tantos, que, como quien erige un monumento al recuerdo de sus conquistas, siguen vistiéndose, en lo posible, por el corte que usaban entonces, González Bribón se ha quedado a la zaga, muy a la zaga en gusto literario, no por incapaz de comprender y sentir lo nuevo, sino por nostalgia de sus verdores; por cariño a su tiempo.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Es de los que hablan todavía de los chistes de Inza, y de los que llaman genio a Florentino Sanz, y le admiran por el "Quevedo", y porque se quedaba hasta muy tarde en el Casino.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
González Bribón no nació malo. Se hizo. Primero fue romántico. Se le conocía un drama en que hablaba mucho de la luna. Pero como la sátira de la crítica le hizo ver las estrellas, todo el clair de lune se le convirtió en bilis.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Es capaz de aguardar veinte años para vengar un agravio. Frecuenta las oficinas donde sabe que tiene algún expediente que le interesa a algún crítico de los que se han burlado de su romanticismo, y emplea sus relaciones con los altos funcionarios para conseguir que el expediente no marche o marche mal.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
No acostumbra ir al Congreso, ni al Ateneo, ni a ningún sitio en que haya tribuna. Pero cuando sabe que habla algún enemigo literario suyo, va. Si el otro habla bien, se calla. Pero a fuerza de paciencia consigue que el enemigo le de el gusto de ponerse malo hablando, o de estar afónico, o de no complacer a los señores... Bribón sale de "estampía" en su periódico, gritando: "¡Si no podía menos! ¡Si ya lo habíamos previsto!".</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Tiene para seguir a sus adversarios la paciencia de aquel inglés que siguió a un famoso funámbulo por todo el mundo "hasta verle caerse de la cuerda y matarse". Bribón no pierde de vista "a sus rencores", y cuando los ve caer hace como que "estaba allí" por casualidad, y... ¡aquí que no peco! Parece cómplice de todas las desgracias.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Lleva a los periódicos en que tiene parte como accionista, a sus amigos y protegidos... ¿Para qué le defiendan a él? No; para que ataquen a sus enemigos.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Frecuenta mucho las librerías principales. ¿Sabéis por qué? Para espiar la venta de los libros ajenos. Procura quedarse a solas con el librero, y entonces, lleno de emoción, le pide, le suplica, que le confiese "si Fulano vende mucho". (Fulano, algún enemigo de Bribón).</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Goza con verdadero deliquio de envidia satisfecha, cuando le dice el librero que no "corre tal obra".</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
El "crack" de la "novela larga", le tiene loco de contento. Sus principales antiguos enemigos, son "novelistas largos". (Él escribe cuentos).</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
También procura estar bien relacionado con los editores extranjeros, y con los editores de revistas de París, Londres, Roma, Nueva York, etcétera, etc.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
¿Para qué? Para mandarles "informes" de nuestros literatos. Por supuesto, poniendo en las nubes a pocos amigos, y omitiendo o desacreditando a sus enemigos.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Bribón es el autor de esas reseñas de literatura española contemporánea que publican de tarde en tarde, así como por compasión, algunos papeles ingleses, franceses e italianos.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
También se encarga con mucho gusto de mandar datos a las enciclopedias literarias, diccionarios biográficos y otras obras por el estilo.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
¿Para qué? Para "omitir" a los enemigos o ponerlos de insignificantes que dan lástima.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
"Hasta en la guía de forasteros" procura influir.</div>
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<br /></div>
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¿Cómo? Es toda una novela. Se hizo amigo del corrector de pruebas; un día le convidó a comer, le emborrachó, y como el otro le dijera que tenía que ir a corregir las pruebas del último "año" de "la guía", le pidió plenos poderes para ir en su lugar, a hacer sus veces. Y fue... y su enemigo mortal, X. Y. Z. que figuraba en el libro oficial en una lista que era una especie de escalafón... le rebajó dos o tres puestos y le quitó el Excelentísimo.</div>
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<br /></div>
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Últimamente averiguó que las agencias telegráficas se han metido a críticas y mandan a las provincias telegramas dando cuenta de los estrenos y juzgando, en juicio sumarísimo, las obras estrenadas.<br />
<br /></div>
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Pues Bribón se ha hecho amigo de dos o tres Menchetas (empleo la palabra no en sentido patronímico, sino como apelativo común) y en cuanto hay estreno... de enemigo, ya se sabe, la agencia Abichuelas, o la agencia Fiebre, o la agencia Maleta les dicen a sus "provincianos": "Catástrofe teatral... autor perseguido juez de guardia... Patatas simbólicas. Todo merecido".</div>
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<br /></div>
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Puede suceder que sea mentira y se trate de un gran éxito, pero ¿quién le quita a Bribón el gusto de haber desacreditado a un enemigo por unas veinticuatro horas?</div>
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<br /></div>
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Pero no se contenta con desacreditar a los literatos que aborrece.</div>
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<br /></div>
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Les sigue la pista a los enemigos de aquellos a quien él aborrece y se complace en darles bombo. Bribón escribe unos artículos en que según su programa se habla "de todo menos de crítica literaria".</div>
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<br /></div>
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Esto es un pretexto para no tener que hablar de los libros buenos de sus enemigos.</div>
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<br /></div>
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Pero... a veces pide al lector permiso para "hacer una excepción" a favor de don Fulano... y escribe un bombo escandaloso para elogiar el libro de un cualquiera.</div>
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<br /></div>
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Y ese cualquiera siempre es algún gozquecillo que le ha mordido las pantorrillas a un literato de los que odia Bribón.</div>
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<br /></div>
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Bribón no escribe libros.</div>
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<br /></div>
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Pero estos días se ha descolgado con una gran "biografía", en papel vitela, "a varias tintas", con retrato del biografiado... un volumen de todo lujo.</div>
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<br /></div>
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Es el panegírico de don Insignificante de Tal.</div>
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<br /></div>
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Un buen mozo, que vive amontonado con la infiel esposa de Z. X. Y.... del crítico que peor trató el drama romántico en que González Bribón decía aquellas cosas de la luna.</div>
<br />
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-45688312775131577242013-05-08T10:00:00.000+02:002013-05-08T10:00:12.927+02:00El tamaño sí que importa. Esta semana, Sonia Fides.<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://4.bp.blogspot.com/-LppwyK3aNJ8/UYjoyFF5BwI/AAAAAAAADf0/ftjKTXY0Q1A/s1600/el+tama%C3%B1o...sonia+fides+08-05-13.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="400" src="http://4.bp.blogspot.com/-LppwyK3aNJ8/UYjoyFF5BwI/AAAAAAAADf0/ftjKTXY0Q1A/s400/el+tama%C3%B1o...sonia+fides+08-05-13.jpg" width="323" /></a></div>
<br />Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-30979936930501076252013-05-07T10:00:00.000+02:002013-05-07T10:00:09.265+02:00Espejito, espejito..., por Carlos Suchowolski<div style="text-align: justify;">
Se miró seriamente unos minutos, observando sus facciones con detalle, para por fin ponerse a hacer morisquetas delante del espejo, por lo general en silencio, de vez en cuando añadiendo un irreprimible sonido gutural. Así, se vio sucesivamente con cara de mono, de gnomo burlón, de viejo dolorido, de malo malísimo, de tonto, de mucho más tonto, y así más y más... Llevaba media hora ensayando expresiones diferentes y no parecía estar dispuesto a abandonar, evidentemente obsesionado por hacerlo cada vez mejor y conseguir las expresiones más novedosas y extrañas que pudiera... Parecía disponer de un arcón lleno de máscaras, plausiblemente infinitas, que se sucedían en el reflejo las unas a las otras para volver a mutar y mutar sin límite previsible. El espejo había comenzado a hastiarse, a desear detener de una vez por todas esa secuencia que se veía forzado a reflejar a pesar suyo con un creciente dolor de las mandíbulas. Le habría gustado poder gritarle “¡Basta!” al otro, al idiota que se había plantado delante de él y que ya empezaba a creer que no era el mismo a causa de los cambios. Le habría gustado, al menos, devolverle una expresión desesperada, de rechazo... o de súplica... Pero no disponía de gestos propios, de una autonomía que se lo permitiese. De repente, en el límite de la paciencia, y antes de que se perdiera aquella pose, ciertamente apropiada, tomó en préstamo el rostro terrible que el otro le obligaba a reproducir y, extendiendo las fauces abiertas del reflejo, se lo tragó de un bocado.</div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-19653963677368210662013-04-29T10:00:00.000+02:002013-04-29T10:00:07.378+02:00El duende de la tienda<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://4.bp.blogspot.com/-UrJ74N7BFb0/UX1pR4XSegI/AAAAAAAADds/kLizjQC5rKw/s1600/aNDERSEN-EN-BREVE.gif" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://4.bp.blogspot.com/-UrJ74N7BFb0/UX1pR4XSegI/AAAAAAAADds/kLizjQC5rKw/s1600/aNDERSEN-EN-BREVE.gif" /></a></div>
<br />
<br />
<br />
<div style="text-align: justify;">
Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.</div>
<div style="text-align: justify;">
Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla. Y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo!</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía?</div>
<div style="text-align: justify;">
-Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más o menos.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda más remedio que respetarla y darla por buena.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él!</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante...</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. -¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!-. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero... por las papillas.</div>
<br />
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-14612282843344058482013-04-08T10:00:00.000+02:002013-04-08T10:00:04.779+02:00Café, por Cristina Lemus Allen<br />
<div style="text-align: justify;">
La mujer estaba sentada en la mesa más apartada del café. Ojeaba un periódico sin demasiado interés. Pero cuando algo captaba su atención fijaba la vista en la página y lo leía con detenimiento.</div>
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<br /></div>
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A un lado, una taza de café se enfriaba sin que hubiera dado un solo sorbo.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Mientras pasaba las páginas del periódico fumaba un cigarrillo con avidez, expulsando el humo por la boca, que se alejaba hacia el techo formando fantasmagóricas espirales azules.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
De vez en cuando dejaba de leer y su mirada se perdía en algún punto entre la pared y el techo. Entonces yo pensaba: "No está aquí. Me encantaría saber en qué está pensando".</div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-21509699622835385202013-04-01T10:00:00.000+02:002013-04-01T10:00:08.120+02:00Maestros de la ilustración - Winsor McCay<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://3.bp.blogspot.com/-ZyAo-t1yUvY/UViea2nrPoI/AAAAAAAADb0/qMEO3byJQ1k/s1600/sneeze050709.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" height="256" src="http://3.bp.blogspot.com/-ZyAo-t1yUvY/UViea2nrPoI/AAAAAAAADb0/qMEO3byJQ1k/s400/sneeze050709.jpg" width="400" /></a></div>
<br />
<div style="text-align: justify;">
"Little Sammy Sneeze", tira publicada en el New York Herald entre 1904 y 1906. Su autor, Winsor McCay, es conocido fundamentalmente por la tira "Little Nemo", que apareció originalmente en el New York Herald entre 1905 y 1911 y en el New York American entre 1911 y 1914.</div>
<div style="text-align: justify;">
(Pinchar sobre la imagen para verla ampliada)</div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-65099975934472071292013-03-25T10:30:00.000+01:002013-03-25T20:08:08.113+01:00Cuento XXIII - Lo que hacen las hormigas para mantenerse<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://1.bp.blogspot.com/-o-lh8Th8Y6M/UU7JO4C51YI/AAAAAAAADaQ/PqWWiehbQ4w/s1600/LUCANOR.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://1.bp.blogspot.com/-o-lh8Th8Y6M/UU7JO4C51YI/AAAAAAAADaQ/PqWWiehbQ4w/s1600/LUCANOR.jpg" /></a></div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-Patronio, como todos saben y gracias a Dios, soy bastante rico. Algunos me aconsejan que, como puedo hacerlo, me olvide de preocupaciones y me dedique a descansar y a disfrutar de la buena mesa y del buen vino, pues tengo con qué mantenerme y aun puedo dejar muy ricos a mis herederos. Por vuestro buen juicio os ruego que me aconsejéis lo que debo hacer en este caso.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, aunque el descanso y los placeres son buenos, para que hagáis en esto lo más provechoso, me gustaría mucho que supierais lo que hacen las hormigas para mantenerse.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
El conde le pidió que se lo contara y Patronio le dijo:</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
-Señor Conde Lucanor, ya sabéis qué diminutas son las hormigas y, aunque por su tamaño no cabría pensarlas muy inteligentes, veréis cómo cada año, en tiempo de siega y trilla, salen ellas de sus hormigueros y van a las eras, donde se aprovisionan de grano, que guardan luego en sus hormigueros. Cuando llegan las primeras lluvias, las hormigas sacan el trigo fuera, diciendo las gentes que lo hacen para que el grano se seque, sin darse cuenta de que están en un error al decir eso, pues bien sabéis vos que, cuando las hormigas sacan el grano por primera vez del hormiguero, es porque llegan las lluvias y comienza el invierno. Si ellas tuviesen que poner a secar el grano cada vez que llueve, trabajo tendrían, además de que no podrían esperar que el sol lo secara, ya que en invierno queda oculto tras las nubes y no calienta nada.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
»Sin embargo, el verdadero motivo de que pongan a secar el grano la primera vez que llueve es este: las hormigas almacenan en sus graneros cuanto pueden sólo una vez, y sólo les preocupa que estén bien repletos.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Cuando han metido el grano en sus almacenes, se juzgan a salvo, pues piensan vivir durante todo el invierno con esas provisiones. Pero al llegar la lluvia, como el grano se moja, empieza a germinar; las hormigas, viendo que, si crece dentro del hormiguero, el grano no les servirá de alimento sino que les causará graves daños e incluso la muerte, lo sacan fuera y comen el corazón de cada granito, que es de donde salen las hojas, dejando sólo la parte de fuera, que les servirá de alimento todo el año, pues por mucho que llueva ya no puede germinar ni taponar con sus raíces y tallos las salidas del hormiguero.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
»También veréis que, aunque tengan bastantes provisiones, siempre que hace buen tiempo salen al campo para recoger las pequeñas hierbecitas que encuentran, por si sus reservas no les permitieran pasar todo el invierno. Como veis, no quieren estar ociosas ni malgastar el tiempo de vida que Dios les concede, pues se pueden aprovechar de él.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
»Vos, señor conde, si la hormiga, siendo tan pequeña, da tales muestras de inteligencia y tiene tal sentido de la previsión, debéis pensar que no existe motivo para que ninguna persona -y sobre todo las que tienen responsabilidades de gobierno y han de velar por sus grandes señoríos- quiera vivir siempre de lo que ganó, pues por muchos que sean los bienes no durarán demasiado tiempo si cada día los gasta y nunca los repone. Además, eso parece que se haga por falta de valor y de energía para seguir en la lucha. Por tanto, debo aconsejar que, si queréis descansar y llevar una vida tranquila, lo hagáis teniendo presente vuestra propia dignidad y honra, y velando para que nada necesario os falte, ya que, si deseáis ser generoso y tenéis mucho que dar, no os faltarán ocasiones en que gastar para mayor honra vuestra.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Al conde le agradó mucho este consejo que Patronio le dio, obró según él y le fue muy provechoso.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Y como a don Juan le gustó el cuento, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen así:</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
<i>No comas siempre de lo ganado,<span class="Apple-tab-span" style="white-space: pre;"> </span></i></div>
<div style="text-align: justify;">
<i>pues en penuria no morirás honrado.</i></div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-73976981377615252042013-03-19T10:00:00.000+01:002013-03-19T10:00:02.576+01:00En la droguería<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://2.bp.blogspot.com/-NKSzKGHqLI8/UUdzY8J7UaI/AAAAAAAADZk/PweYNhQr5MA/s1600/ALAS-EN-BREVE.gif" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://2.bp.blogspot.com/-NKSzKGHqLI8/UUdzY8J7UaI/AAAAAAAADZk/PweYNhQr5MA/s1600/ALAS-EN-BREVE.gif" /></a></div>
<br />
<div style="text-align: justify;">
El pobre Bernardo, carpintero de aldea, a fuerza de trabajo, esmero, noble ambición, había ido afinando, afinando la labor; y D. Benito el droguero, ricacho de la capital, a quien Bernardo conocía por haber trabajado para él en una casa de campo, le ofreció nada menos que emplearle, con algo más de jornal, poco, en la ciudad, bajo la dirección de un maestro, en las delicadezas de la estantería y artesonado de la droguería nueva que D. Benito iba a abrir en la Plaza Mayor, con asombro de todo el pueblo y ganancia segura para él, que estaba convencido de que iría siempre viento en popa. Bernardo, en la aldea, aun con tanto afán, ganaba apenas lo indispensable para que no se muriesen de hambre los cinco hijos que le había dejado su Petra, y aquella queridísima y muy anciana madre suya, siempre enferma, que necesitaba tantas cosas y que le consumía la mitad del jornal misérrimo.<br />
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Su madre era una carga, pero él la adoraba; sin ella la negrura de su viudez le parecería mucho más lóbrega, tristísima.<br />
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Bernardo, con el cebo del aumento de jornal, no vaciló en dejar el campo y tomar casa en un barrio de obreros de la ciudad, malsano, miserable.<br />
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<div style="text-align: justify;">
-Por lo demás, -decía-, de los aires puros de la aldea me río yo; mis hijos están siempre enfermuchos, pálidos; viven entre estiércol, comen de mala manera y el aire no engorda a nadie. Mi madre, metida siempre en su cueva, lo mismo se ahogará en un rincón de una casucha de la ciudad que en su rincón de la choza en que vivimos.<br />
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Tenía razón. Y se fue a la ciudad. Pero en la aldea no conocía una terrible necesidad que en el pueblo echaron de ver él y su madre, por imitación, por el mal ejemplo: el médico y sus recetas. Los demás obreros del barrio tenían, por módico estipendio, asistencia facultativa y ciertas medicinas, gracias a una Sociedad de socorros mutuos. En el campo, cada año, o antes si había peligro de muerte, veían al médico del Concejo que recetaba chocolate.<br />
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Ramona, la madre, con aquel refinamiento de la asistencia médica, empezó a acariciar una esperanza loca, de puro lujo: la de sanar, o mejorar algo a lo menos, gracias a dar el pulso a palpar y enseñarle la lengua al doctor, y gracias, sobre todo, a los jarabes de la botica. Bernardo llegó a participar de la ilusión y de la pasión de su madre. Soñó con curarla a fuerza de médicos y cosas de la botica. El doctor, chapado a la antigua, era muy amigo de firmar recetas; no era de estos que curan con higiene y buenos consejos. Creía en la farmacopea, y era además aristócrata en materia médica; es decir, que las medicinas caras, para ricos, le parecían superiores, infalibles. Metía en casa de los pobres el infierno de la ambición; el anhelo de aplacar el dolor con los remedios que a los ricos les costaban un dineral.<br />
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El tal Galeno, después de recetar, limitándose los cortos alcances que la Sociedad le permitía, respiraba recio, con cierta lástima desdeñosa, y daba a entender bien claramente que aquello podía ser la carabina de Ambrosio: que la verdadera salud estaba en tal y cual tratamiento, que costaba un dineral; pues entraban en él viajes, cambios de aire, baños, duchas, aparatos para respirar, para sentarse, para todo, brebajes reconstituyentes muy caros y de eso muy prolongado... en fin, el paraíso inasequible del enfermo sin posibles...<br />
<br /></div>
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Bernardo tenía el alma obscurecida, atenaceada por una sorda cólera contra los ricos que se curaban a fuerza de dinero; entre los suspiros, las quejas y sugestiones de su madre, y aquella constante tentación de las palabras del médico que le enseñaba el cielo de la salud de su madre... allá, en el abismo inabordable, le habían cambiado el humor y las ideas; ya no era un trabajador resignado, sino un esclavo del jornal, que oía pálido y rencoroso las predicaciones del socialismo que en derredor suyo vagaban como rumor de avispas en conjura. No envidiaba los palacios, los coches, las galas; envidiaba los baños, los aparatos, las medicinas caras. Ahí estaba la injusticia: en que unos, por ricos, se curaran, y los pobres, por pobres, no.<br />
<br /></div>
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Para echar más leña al fuego, vino la amistad con el droguero D. Benito. Terminada la obra de los lujosos anaqueles, abierta solemnemente al público la nueva tienda, conforme a los últimos adelantos, de manera que, según frase que corrió mucho, nada tenía que envidiar al mejor establecimiento de París, en su clase. Bernardo tomó la costumbre de pasar algún rato, después del trabajo en la droguería, conversando con los dependientes de D. Benito y con el mismo D. Benito. Bernardo se creía un poco partícipe de la gloria de aquel gran palacio de la salud puesto que había trabajado en toda la obra de ebanistería. Además, le atraían los cacharros, aquella luciente porcelana con letreros de oro, que encerraba, como en urnas sagradas, el misterio de la salud, a precios fabulosos, imposibles para un jornalero.<br />
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Ante los escaparates, Bernardo se extasiaba. Admiraba, primero, una especie de Apolo, de barro barnizado, que sonreía frente a la plaza, tras los cristales, rodeado de vendas, como una momia egipcia, con un brazo en cabestrillo y una pierna rota, sujeta por artísticos rodrigones ortopédicos. Admiraba las grandes esponjas, que curaban con chorros de agua; los aparatos de goma, para cien usos, para mil comodidades de los enfermos; los frascos transparentes, llenos de píldoras que costaban caras, como perlas; las botellas elegantes, aristocráticas, bien lacradas y envueltas en vistosos papeles, como damas abrigadas con ricos chales; botellas de vinos de los dioses, todos dulzura y fuerza, la salud, la vida en cuatro gotas.<br />
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Todo lo admiraba, porque en todo creía; porque el médico de su madre le había hecho supersticioso de la religión de los específicos, de las curas infalibles, pero lentas, carísimas. Y D. Benito, y su gente, por la cuenta que les tenía, y por amor al arte, y por ver al pobre carpintero pasmado ante tanto prodigio, remachaban el clavo describiéndole las curas maravillosas de estas y las otras drogas, del vino tal, de los granos cuál y del extracto X. Pero... lo de siempre: todo era muy caro, todo exigía perseverancia, uso continuo durante mucho tiempo...; es decir, todo exigía que Bernardo, para curar a su madre con aquellos portentos, gastase en un mes lo que ganaba en un año...<br />
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Y el infeliz se contentaba con mirar, palpar a veces, tomar en peso paquetes, frascos, botellas, etc., etcétera... y suspirar y resignarse. Su pobre madre no curaría; porque él podía comprarle, con gran sacrificio, la medicina cara una vez, dos veces... pero luego, ¿qué? El mal vendría más fiero y el dinero se habría acabado y hasta el crédito... y... imposible, imposible.<br />
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La prueba de que todo aquello era para ricos, muy caro, estaba en lo rico que se había hecho don Benito; tenía ya millones... Era un trato: él daba la salud y a él le pesaban en oro... los que podían.</div>
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Una tarde vio Bernardo entrar en la droguería a un anciano que parecía un difunto; un difunto de muy mal humor, con un ceño que era mueca de condenado; encorvado, como si estuviese herido por una maldición del cielo, con la respiración anhelante, irregular, los pómulos salientes, los ojos brillantes y angustiosos de modo siniestro. Vestía traje de muy buen corte, de riquísimo paño, pero muy descuidadamente. Entró sin saludar, se sentó en un sillón que solía ocupar D. Benito, y al momento le rodearon, con grandes muestras de respeto, todos los dependientes.<br />
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A poco se presentó el amo, gorra en mano, y haciendo reverencias.<br />
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-¡Oh, D. Romualdo! Cuánta honra... después de siglos...</div>
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-Perdona, Benito; pero si vengo por aquí de tarde en tarde es... porque... ya sabes que todo esto me revienta. Si tuvieras tienda de juguetes no faltaría una tarde... de las pocas que el condenado mal me deja salir de casa. Pero estas porquerías (y señalaba a los cacharros de los anaqueles) me repugnan... ¡Qué farsa! ¡Los médicos! ¡Mal rayo! Cada receta un pecado mortal...<br />
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D. Benito y los suyos sonrieron; no osaron contradecir al D. Romualdo, que parecía un muerto muy bien vestido.<br />
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Por la conversación que siguió, fue Bernardo enterándose de cosas que le vino muy bien saber.<br />
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D. Romualdo era el primer ricachón del pueblo, protector illo tempore de D. Benito; enfermo crónico, desesperado, sin resignación, furioso, con un achaque por cada millón, inútil para curar sus males. Muchos años hacía, también aquel millonario había creído, como el jornalero Bernardo, en el misterioso prestigio de la medicina infalible, en el don de salud de la receta cara; con vanidad, con orgullo, casi contento con tener que poner a prueba el poder mágico del dinero, creyendo que hasta alcanzaba a dar vida, energía, buenas carnes y buen humor, el Fúcar aquel había derrochado miles y miles en toda clase de locuras y lujos terapéuticos; conocía mejor, y por cara experiencia, las termas célebres de uno y otro país que el famoso Montaigne, tan perito en aguas saludables; no había aparato costoso, útil para sus males, que él no hubiera ensayado; en elixires, extractos y vinos nutritivos había empleado caudales... y al cabo, viejo, desengañado, hasta con remordimientos por haber creído y predicado tanto aquella religión de la salud a la fuerza y a costa de oro, confesaba con rabia de condenado la impotencia de la riqueza, la inutilidad de las invenciones humanas para impedir las enfermedades necesarias y la muerte.<br />
<br /></div>
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De tarde en tarde, y como por el placer de ir a insultar a las engañosas drogas, en su casa, cara a cara, se presentaba D. Romualdo en la lujosa tienda de D. Benito, donde tanto gasto había hecho, donde ya no gastaba ni un real. Su tema era repetir a su antiguo protegido:<br />
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-¿Por qué no te deshaces de toda esta farsa, de toda esta porquería, y pones almacén de juguetes? No es menos serio y es más sincero; así no se engaña a nadie: venderías los cañones, los sables de mentirijillas por lo que son; no dirías: esto es de verdad, sino, es broma.<br />
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Notó Bernardo que allí nadie se atrevía a contradecir aquel dogma de la inutilidad de drogas y recetas, caras o baratas; todos decían amén a los desprecios del ricacho; nadie le proponía tal o cual específico para ninguno de los infinitos dolores de que se quejaba. En cambio, se tomaban muy en serio las últimas esperanzas de curación que D. Romualdo ponía: 1.º en un apóstol que acababa de llegar al pueblo y curaba con agua de la fuente y falsos latines... y 2.º en un viaje a Lourdes.</div>
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Cuando se marchó D. Romualdo de la droguería, lanzando furiosas miradas de ira y de desprecio a estantes y escaparates, Bernardo, que no había dicho palabra, se levantó, dio las buenas tardes y salió a la calle. Respiró con fuerza.<br />
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Se fue a dar un paseo hacia las afueras, al campo. Ya obscurecía. Las estrellas le dijeron algo de igualdad en lo inmenso, de igualdad en la pequeñez de la miseria humana. Su madre no sanaba... porque hay que morir..., no por pobre... D. Romualdo no sanaba tampoco... El dinero... las medicinas caras... ilusiones. Todos iguales, pensaba, todos nada. Y, entre triste y satisfecho, sentía un consuelo.</div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-31704869889183702882013-03-11T10:00:00.000+01:002013-03-11T10:00:04.588+01:00El lobo-hombre<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://4.bp.blogspot.com/-4f54h7-DIrc/UTxWnpsavoI/AAAAAAAADZE/WTpW_zwBwH0/s1600/VIAN-EN-BREVE.gif" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="http://4.bp.blogspot.com/-4f54h7-DIrc/UTxWnpsavoI/AAAAAAAADZE/WTpW_zwBwH0/s1600/VIAN-EN-BREVE.gif" /></a></div>
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En el Bois des Fausses-Reposes, al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de Ville-d'Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producía náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecía la inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.</div>
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Denis vivia en buenas relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las naranjas» (cito a Louis Boussenard), había decidido acabar sus días en clima templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con el paso del tiempo, adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de automóvil recogidos por él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada día. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de cuero de un antiguo Amilcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano; y sendos neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.</div>
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Cierta apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del vino de Arbois. Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de su andadura, cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam, cuyo verdadero nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con algún pretexto ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a tal circunstancia, a la que Denis debía agradecer tan tardío encuentro.</div>
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Por desgracia para este último, la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en punto; el Mago del Siam con los nervios de punta; y, dándose en abundancia por los alrededores, la consuelda, el licopodio y el conejo albo que, desde hace poco, acompañan inevitablemente los fenómenos de licantropía o, mejor dicho, de antropolicandria, como tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen. Enfurecido por la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan discreto como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de Lisette, por cuya culpa conservaba un exceso de energía que pedía a gritos ser descargada de una u otra manera, el Mago del Siam se abalanzó sobre la inocente bestia, mordiéndole cruelmente el codillo. Con un gañido de angustia, Denis escapó a galope. De regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga fuera de lo común, y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por turbulentas pesadillas.</div>
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No obstante, poco a poco fue olvidando el incidente, y los días volvieron a pasar tan idénticos como diversos. El otoño se acercaba y, con él, las mareas de septiembre, que producen el curioso efecto de arrebolar las hojas de los árboles. Denis se atracaba de níscalos y de setas, llegando a atrapar a veces alguna peziza casi invisible sobre su plinto de cortezas, mas huía como de la peste del indigesto lengua de buey. Los bosques, a la sazón, se vaciaban a muy temprana hora de paseantes y Denis se acostaba más temprano. Sin embargo, no por eso descansaba mejor, y en la agonía de noches entreveradas de pesadillas, se despertaba con la boca pastosa y los miembros agarrotados. Incluso sentía menguar paulatinamente su pasión por la mecánica, y el mediodía le sorprendía cada vez con más frecuencia amodorrado y sujetando con una zarpa inerte el trapo con el que debía haber lustrado una pieza de latón cardenillo. Su reposo se hacía cada vez más desasosegado, y a Denis le preocupaba no descubrir las razones.</div>
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Tiritando de fiebre y sobrecogido por una intensa sensación de frío, en mitad de la noche de luna llena despertó brutalmente de su sueño. Se frotó los ojos, quedó sorprendido del extraño efecto que sintió y, a tientas, buscó una luz. Tan pronto como hubo conectado el soberbio faro que le legase algunos meses atrás un enloquecido Mercedes,el deslumbrante resplandor del aparato iluminó los recovecos de la caverna. Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que tenía instalado justo encima de la coqueta. Y si ya le había asombrado darse cuenta de que estaba de pie sobre las patas traseras, aún quedó más maravillado cuando sus ojos se posaron sobre la imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y circular superficie le hacía frente, en efecto, un extravagante y blancuzco rostro por completo desprovisto de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos rufos recordaban su anterior apariencia. Dejando escapar un breve grito inarticulado se miró el cuerpo y al instante comprendió la causa de aquel frío sobrecogedor que le atenazaba por todas partes. Su abundante pelambrera negra había desaparecido. Bajo sus ojos se alargaba el malformado cuerpo de uno de estos humanos de cuya impericia amatoria solía con tanta frecuencia burlarse.</div>
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Resultaba forzoso moverse con presteza. Denis se abalanzó hacia el baúl atiborrado de las más diferentes ropas, reunidas según el caprichoso azar de la sucesión de los accidentes. El instinto le hizo escoger un traje gris con rayitas blancas, de aspecto bastante distinguido, con el cual combinó una camisa lisa de tono tallo de rosa, y una corbata burdeos. Cuando estuvo cubierto con tal indumentaria, admirado todavía de poder conservar un equilibrio que en absoluto comprendía, empezó a sentirse mejor, y los dientes cesaron de castañetearle. Fue entonces cuando su extraviada mirada vino a fijarse en el irregular y espeso montoncillo de negra pelambrera esparcido alrededor de su lecho, y no pudo impedir llorar su perdida apariencia.</div>
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Hizo empero, un violento esfuerzo de voluntad para serenarse, e intentó explicarse el fenómeno. Sus lecturas le habían enseñado muchas cosas, y el asunto acabó por parecerle diáfano. El Mago del Siam debía ser un hombrelobo y él, Denis, mordido por la alimaña, acababa de convertirse, recíprocamente, en ser humano.</div>
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Ante la idea de que debía disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento se sintió presa de pánico. ¡Qué peligros no habría de correr como hombre entre los humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban día y noche los conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, sería preciso adaptarse. Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los libros no mentían, la transformacion habría de ser de duración limitada. Y en tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a la ciudad...? Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas entrevistas en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin provocar en él las mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió incluso pasándose la lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de paso que, a pesar de la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como siempre.</div>
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Volvió al retrovisor para contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto como había temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguía siendo de un negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el control de sus orejas, tal vez una pizca sospechosas por ser en exceso alargadas y pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y sus blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía. Así que, después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo inevitable y aprender algo de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en caso de necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos. Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y olfateando una brisa matinal que parecía singularmente desprovista de fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir en dirección a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sí, en cambio, cuesta abajo, cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.</div>
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Su elegante aspecto le reportó ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona con no demasiada prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se dispuso a abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo. Veinte minutos más tarde se apeaba en la Plaza de la Ópera. El tiempo estaba despejado y fresco, y la circulación se mantenía dentro de los límites de lo decente. Denis se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto y, tomando el bulevar, caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación con cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la servidumbre y salió acto seguido a comprar una bicicleta.</div>
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La mañana se le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse influenciar en demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un poco de suerte, no le sería imposible acercarse a los animales del Jardin des Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención. Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejaría de serle útil a la hora de regresar a su guarida.</div>
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A mediodía estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban carbúnculos, parecían privar a la gente de la capacidad de hacerle el mas mínimo reproche. Con el corazon exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temía que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero</div>
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provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado y diligencia en el servicio.</div>
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Pero lo que Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justoaquel día, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de Agua Dulce Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente una comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temía, el maître acabó por acercarse cortésmente a la suya.</div>
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<br /></div>
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- Lo siento mucho, señor -dijo aquel hombre lampiño y cabezón-, ¿pero podría hacernos el favor de compartir su mesa con la señorita?</div>
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Denis echó una ojeada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.</div>
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- Encantado -dijo incorporándose a medias.</div>
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- Gracias, caballero -gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.</div>
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- Si usted me lo agradece a mí -prosiguió Denis- ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se sobreentiende.</div>
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- A la clásica providencia, sin duda -opinó la monada.</div>
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Y a continuación dejó caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.</div>
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- ¡Oh! -exclamó ella-. ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!</div>
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- Sí... -confirmó Denis.</div>
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- Sus ojos son también bastante extraños -añadió la joven al cabo de cinco minutos-. Los veo parecidos a... a...</div>
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- ¡Ah! -comentó Denis.</div>
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- A granates -concluyó ella.</div>
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- Es la guerra... -musitó Denis.</div>
<div style="text-align: justify;">
- No le entiendo...</div>
<div style="text-align: justify;">
- Quería decir -explicó Denis-, que esperaba que le recordasen a rubíes. Pero al oír que sólo ha dicho granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.</div>
<div style="text-align: justify;">
- ¿Estudió usted Ciencias Políticas? -preguntó la morenita.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Le juro que no volveré a hacerlo.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Le encuentro bastante fascinante -aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo había dejado de ser muchas ya más veces de las que pudiera contar.</div>
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- De buena gana le devolvería el piropo, pero pasándolo al género femenino -expresóse Denis, madrigalesco.</div>
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Salieron juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de allí, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.</div>
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- ¿Por qué no viene a ver mi colección de grabados japoneses? -acabó susurrando al oído de Denis.</div>
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- ¿Sería prudente? -inquirió éste-. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes no lo vería con</div>
<div style="text-align: justify;">
inquietud?</div>
<div style="text-align: justify;">
- Digamos que soy un poco huérfana -gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de su ahusado índice.</div>
<div style="text-align: justify;">
- Una verdadera lástima -comentó cortésmente su distinguido acompañante.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Al llegar al hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente distraído. También constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir notablemente ese establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado. Pero en la escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas, inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.</div>
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<br /></div>
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Por lo que tenía de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de Fausses-Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y, muy pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco experimentado en ese terreno del bueno de Denis.</div>
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<br /></div>
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Apenas si comenzaba éste a salir de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto hubiese conocido hasta entonces, cuando oyó sonar el despertador. Sofocado y pálido, se incorporó a medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera, con el culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia el bolsillo interior de su americana.</div>
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-¿Desea una foto mía? -dijo sin pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.</div>
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Se sintió halagado pero, por el sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante sus narices tenía, al instante se dio cuenta del inmenso error de tan aventurada suposición.</div>
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- Esto... eh... sí, querido mío - acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si se le estaba o no tomando la cabellera.</div>
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Denis volvió a fruncir el ceño. Se levantó, y fue a comprobar el contenido de su cartera.</div>
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-¡Así que es usted una de esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del señor Mauriac! explotó finalmente -. ¡Una prostituta, por decirlo de algún modo!</div>
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Se disponía ella a replicar, y en qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo montaba con su cuerpo serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados por el gusto de hacerlo, cuando un cegador destello procedente de los ojos del lobo antropomorfizado le hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados exabruptos. De las órbitas de Denis emanaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas que, cebándose en los globos oculares de la morenita, la sumieron en muy curiosa confusión.</div>
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- ¡Haga el favor de cubrirse y de largarse en el acto! - sugirió Denis.</div>
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Y para aumentar el efecto, tuvo la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta entonces, nunca semejante inspiración se le había pasado por las mientes. Mas, a pesar de tal falta de experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.</div>
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<br /></div>
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Aterrorizada, la damisela se vistió sin decir ni pío, en menos tiempo del que necesita un reloj de péndulo para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a reír. Se sentía asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.</div>
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- Debe ser el sabor de la venganza - aventuró en voz alta.</div>
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Volvió a poner donde correspondía cada uno de sus avíos, se lavó donde más lo necesitaba y salió a la calle. Había caído la noche, el bulevar resplandecía de manera maravillosa.</div>
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<br /></div>
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No había caminado ni dos metros, cuando tres individuos se le acercaron. Vestidos un poco llamativamente, con ternos demasiado claros, sombreros demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados, lo cercaron.</div>
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- ¿Podemos hablar con usted? -dijo el más delgado de todos, un aceitunado de recortado bigotillo.</div>
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- ¿De qué? - e asombró Denis.</div>
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- No te hagas el tonto -profirió uno de los otros dos, coloradote y grueso.</div>
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- Entremos ahí -propuso el aceitunado según pasaban por delante de un bar.</div>
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Lleno de curiosidad, Denis entró. Hasta aquel momento, la aventura le parecía interesante.</div>
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- ¿Saben jugar al bridge? -preguntó a sus acompañantes.</div>
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- Pronto vas a necesitar uno -sentenció el grueso coloradote sombríamente. Parecía irritado.</div>
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- Querido amigo -dijo el aceitunado una vez que hubieron tomado asiento-, acaba usted de comportarse de una manera muy poco correcta con una jovencita.</div>
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Denis comenzó a reír a mandíbula batiente.</div>
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- ¡Le hace gracia al muy rufián! -observó el colorado-. Ya veréis como dentro de poco le hace menos.</div>
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- Da la casualidad -prosiguió el flaco- de que los intereses de esa muchacha son también los nuestros.</div>
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Denis comprendió de repente.</div>
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- Ahora entiendo -dijo-. Ustedes son sus chulos.</div>
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Los tres se levantaron como movidos por un resorte.</div>
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-¡No nos busques las vueltas! -amenazó el más grueso.</div>
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Denis los contemplaba.</div>
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- Noto que voy a encolerizarme -dijo finalmente con mucha calma-. Será la primera vez en mi vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.</div>
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Los tres individuos parecían desorientados.</div>
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- ¡Arreglado vas si piensas que nos asustas, gilipollas! -tronó el grueso.</div>
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Al tercero no le gustaba hablar. Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de alcanzar el mentón de Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y apretó. La cosa debió doler.</div>
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Una botella vino a aterrizar sobre la cabeza de Denis, que parpadeó y reculó.</div>
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- Te vamos a escabechar -dijo el aceitunado.</div>
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El bar se había quedado vacío. Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo. Sorprendido, éste se quedó un instante aturdido, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de los pies calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.</div>
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Siguió una breve refriega al final de la cual, Denis, con el cuello de la camisa desgarrado, se contempló en el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendía al índigo. Prestamente, acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a fijarse en un reloj de pared. Las once.</div>
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<br /></div>
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«¡Por mis barbas», pensó, «es hora de marcharse!»</div>
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Se puso apresuradamente las gafas oscuras y corrió hacia su hotel. Sentía el alma pletórica de odio, pero la proximidad de su partida le apaciguó.</div>
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<br /></div>
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Pagó la cuenta, recogió el equipaje, montó en su bicicleta, y se puso a pedalear incansablemente como un verdadero Coppi.</div>
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Estaba llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio el alto.</div>
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- ¿O sea que va usted sin luces? -preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.</div>
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- ¿Cómo? -se extrañó Denis-. ¿Y por qué no? Veo de sobra.</div>
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- No se llevan para ver -explicó el agente- sino para que le vean a uno. ¿Y si le ocurre un accidente Entonces, ¿qué?</div>
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- ¡Ah! -exclamó Denis-. Sí; tiene usted razón. ¿Pero puede explicarme cómo funcionan las luces de este armatoste?</div>
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- ¿Se está burlando de mí? -indagó el alguacil.</div>
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- Escuche -se puso serio Denis-. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reírme de nadie.</div>
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- ¿Quiere usted que le ponga una multa? -dijo el infecto municipal.</div>
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- Es usted pelmazo de más -replicó el lobo ciclista.</div>
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- ¡De acuerdo! -sentenció el innoble bellaco-. Pues ahí va...</div>
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<br /></div>
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Y sacando la libreta y un bolígrafo, bajó la nariz un instante.</div>
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<br /></div>
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- ¿Su nombre, por favor? -preguntó volviendo a levantarla.</div>
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<br /></div>
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Después, sopló con todas sus fuerzas en el interior de su tubito sonoro, pues, muy lejos ya, alcanzó a ver la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del repecho. En el mencionado asalto, Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más que ceder ante su furioso avance. La costana de Saint-Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Atravesó a continuación la parte de la ciudad que costea Montretout -fina alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes nombrado santo- y giró después a la izquierda, en dirección hacia el Pont Noir y Ville-d'Avray. Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al Restaurante Cabassud, advirtió cierta agitacion a sus espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente, algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.</div>
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<br /></div>
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Desde la primera campanada, Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más trabajo llegar a los pedales; sus piernas parecían irse acortando paulatinamente. A la luz del claro de luna seguía sin embargo escalando, montado sobre su rayo mecanico, por entre la gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su sombra: hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante dio de morros en el suelo, pues un lobo en bicicleta carece de estabilidad.</div>
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<br /></div>
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Felizmente para él. Pues apenas tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto del policía, entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caída bicicleta. El motorista perdió un testículo en la acción a la vez que el treinta y nueve por ciento de su capacidad auditiva.</div>
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<br /></div>
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Apenas recobrada la apariencia de lobo y sin dejar de trotar hacia su guarida, Denis consideró el extraño frenesí que lo había asaltado bajo las humanas vestiduras de segunda mano. Él, tan apacible y tranquilo de ordinario, había visto evaporarse en el aire tanto sus buenos principios como su mansedumbre. La ira vengadora, cuyos efectos se habían manifestado sobre los tres chulos de la Madeleine -uno de los cuales, apresurémonos a decirlo en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de la Prefectura, Brigada Mundana-, le parecía a la vez inimaginable y fascinante. Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del Mago del Siam! Felizmente, pensó no obstante, la penosa transformación habría de limitarse a los días de plenilunio. Pero no dejaba de sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese deseo de venganza no dejaban de inquietarlo.</div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-86083985529983667242013-02-26T12:41:00.000+01:002013-02-26T12:41:47.230+01:00El tamaño sí que importa - Esta semana, Valeria Chaos<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://1.bp.blogspot.com/-CalKfuvGI0Q/USyfM9tEeVI/AAAAAAAADXY/atzrNKae9LA/s1600/25chaos.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em; text-align: left;"><img border="0" height="400" src="http://1.bp.blogspot.com/-CalKfuvGI0Q/USyfM9tEeVI/AAAAAAAADXY/atzrNKae9LA/s400/25chaos.jpg" width="323" /></a></div>
<br />Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-32032660723323525702013-02-11T10:00:00.000+01:002013-02-12T12:47:48.347+01:00Especial Fin Del Mundo. Los Ilusionistas.<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://3.bp.blogspot.com/-NCwxJjdWuLc/UPKUDZeVTfI/AAAAAAAADQY/15eTX0JX9m0/s1600/COCO.gif" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em; text-align: left;"><img border="0" src="http://3.bp.blogspot.com/-NCwxJjdWuLc/UPKUDZeVTfI/AAAAAAAADQY/15eTX0JX9m0/s1600/COCO.gif" /></a></div>
<br />
<div style="text-align: justify;">
Perú (1974). Radica en España desde el 2004.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Es comunicador social, guionista, poeta y fotógrafo. En Madrid trajo al mundo a su primer poemario: <em>Cotidianidades esquizofrénicas</em>,<em> </em>con la editorial Amargord.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br />
A lo largo de este tiempo ha expuesto en distintas oportunidades: “Fotopoesía”, en donde mezcla poesía, fotografía, música y teatro. Forma parte de “Lavarca ebria”, colectivo itinerante de poesía.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Piensa que la fotográfica es el medio instantáneo para capturar poesía, ya sea, en la cotidianidad absurda de la vida, en la sensualidad femenina o en la singularidad de la muerte. Está a punto de sacar su segundo poemario: <em>Poébrica</em>, en el cual incluye fotografías y extraños dibujos de personas raras, malvadas y buenas. Aún no ha muerto, pero está en eso.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
EN RED: <a href="http://www.flickr.com/photos/jorgeserranopinto/">http://www.flickr.com/photos/jorgeserranopinto/</a><br />
<a href="http://www.blogger.com/goog_1227797755">http://www.facebook.com/jorgecocoserrano</a><br />
<a href="http://www.photocritiq.com/groups/?action=profile">http://www.photocritiq.com/groups/?action=profile</a>Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-90773544689062109982013-02-04T10:00:00.000+01:002013-02-04T10:00:10.711+01:00Especial Fin Del Mundo. Los Ilusionistas.<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://1.bp.blogspot.com/-ebR9VW63I1k/UPKS4gx3ohI/AAAAAAAADQM/dEK5B4w0lAE/s1600/CHAVES.gif" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em; text-align: left;"><img border="0" src="http://1.bp.blogspot.com/-ebR9VW63I1k/UPKS4gx3ohI/AAAAAAAADQM/dEK5B4w0lAE/s1600/CHAVES.gif" /></a></div>
<br />
<div style="text-align: justify;">
(Torre del Mar, Málaga, 1982)</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Doctora en Dibujo, Diseño y Nuevas Tecnologías por la Universidad de Granada, en la actualidad vive y trabaja en Madrid como profesora de diseño gráfico.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Esta ilustración es un fragmento del trabajo fresco y de gran intensidad que durante años ha llevado consigo la autora.</div>
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<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
El Centre D´Art Contemporani ADDAYA actualmente exhibe una de sus obras a través de la exposición colectiva IN SITU.</div>
<br />
EN RED: <a href="http://www.beatrizchaves.com/">http://www.beatrizchaves.com</a><br />
<div>
<br /></div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-1459505591463256282013-01-28T10:00:00.000+01:002013-01-28T10:00:07.734+01:00Especial Fin Del Mundo. Los Ilusionistas.<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://2.bp.blogspot.com/-wNd52U3S6rA/UPKQ22Xcq1I/AAAAAAAADP0/SsVvEoPvCkc/s1600/ELOISA.gif" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em; text-align: left;"><img border="0" src="http://2.bp.blogspot.com/-wNd52U3S6rA/UPKQ22Xcq1I/AAAAAAAADP0/SsVvEoPvCkc/s1600/ELOISA.gif" /></a></div>
<br />
<div style="text-align: justify;">
Nací en Madrid, en 1971.</div>
<div style="text-align: justify;">
Estudié Diseño Interior en la Escuela de Arte nº4 de Madrid.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
El dibujo, técnico y artístico, siempre ha formado parte de mi vida.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Actualmente, junto a mi hermana, desarrollo mi creatividad en “Garabatea ilustra” a través del dibujo y la costura.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
EN RED: <a href="http://www.garabateailustra.blogspot.com/">http://www.garabateailustra.blogspot.com</a></div>
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4397941054104477893.post-27645064792742376972013-01-21T10:00:00.000+01:002013-01-21T10:00:11.798+01:00Especial Fin Del Mundo. Los Ilusionistas.<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="http://2.bp.blogspot.com/-e25FpH4gi48/UPKPYPaHrxI/AAAAAAAADPc/L4VwKkbD4Dg/s1600/ARJONA.gif" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em; text-align: left;"><img border="0" src="http://2.bp.blogspot.com/-e25FpH4gi48/UPKPYPaHrxI/AAAAAAAADPc/L4VwKkbD4Dg/s1600/ARJONA.gif" /></a></div>
<br />
<div style="text-align: justify;">
(Barcelona 1966) Cursó Artes y Oficios en la Escola Massana.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Se dedica a la ilustración pero sin olvidar otras disciplinas como la pintura o el diseño gráfico.</div>
<div style="text-align: justify;">
<br /></div>
<div style="text-align: justify;">
Ha realizado trabajos de Ilustración para diversas editoriales como Edebé, Teide, Casals, 3.14 Servicios Editoriales, MC, Camaleón Ediciones, C.O.S, etc, así como trabajos de diseño e imagen corporativa para Press-com, Eurogourmet, Moltredi, Tastery, La Galletería, y ArtFrei, entre otros.</div>
<br />
EN RED: <a href="http://www.rafaelarjona.net/">http://www.rafaelarjona.net</a><br />
Mayte Sánchez Semperehttp://www.blogger.com/profile/01612434530828798686noreply@blogger.com0