sábado, 14 de diciembre de 2013

Hombre del sur


Eran cerca de las seis. Fui al bar a pedir una cerveza y me tendí en una hamaca a tomar un poco el sol de la tarde.
Cuando me trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el jardín.
Era muy bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas.
Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como me-sitas y toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol estaban sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban, gritando y jugando al water-polo, un poco en serio y un poco en broma.
Me quedé mirándolos. Las chicas eran unas inglesas del hotel en que me hospedaba. A los chicos no los conocía, pero parecían americanos, seguramente cadetes navales llegados en un barco militar que había anclado en el puerto aquella mañana.
Llegué hasta allí y me metí bajo un toldo amarillo donde había cuatro asientos vacíos, me serví la cerveza y me arrellané cómodamente con un cigarrillo entre los dedos.
Los marinos americanos congeniaban bien con las inglesas. Buceaban juntos bajo el agua y las hacían subir a la superficie cogiéndolas por las piernas.
En aquel momento distinguí a un hombrecillo de edad, que caminaba rápidamente por el mismo borde de la piscina. Llevaba un traje blanco, inmaculado, y caminaba muy aprisa, dando un saltito a cada paso. Llevaba en la cabeza un gran sombrero de paja e iba a lo largo de la piscina mirando a la gente y a las hamacas.
Se paró frente a mí y me sonrió, enseñándome dos hileras de dientes pequeños y desiguales, ligeramente deslustrados.
Yo también le sonreí.
—Perdón. ¿Me puedo sentar aquí?
—Claro —dije yo—, tome asiento.
Dio la vuelta a la silla y la inspeccionó para su seguridad. Luego se sentó y cruzó las piernas. Llevaba sandalias de cuero, abiertas, para evitar el calor.
—Una tarde magnífica —dijo—; las tardes son maravillosas aquí, en Jamaica.
No estaba yo seguro de si su acento era italiano o español, pero lo que sí sabía de cierto era que procedía de Sudamérica, y además se le veía viejo, sobre todo cuando se le miraba de cerca. Tendría unos sesenta y ocho o setenta años.
—Sí —dije yo—, esto es estupendo.
—¿Y quiénes son ésos?, pregunto yo. No son del hotel, ¿verdad?
Señalaba a los bañistas de la piscina.
—Creo que son marinos americanos —le expliqué—, mejor dicho, cadetes.
—¡Claro que son americanos! ¿Quiénes si no iban a hacer tanto ruido? Usted no es americano, ¿verdad?
—No —dije yo—, no lo soy.
De repente uno de los cadetes americanos se detuvo frente a nosotros. Estaba completamente mojado porque acababa de salir de la piscina. Una de las inglesas le acompañaba.
—¿Están ocupadas estas sillas? —preguntó.
—No —contesté yo.
—¿Les importa que nos sentemos?
—No.
—Gracias —dijo.
Llevaba una toalla en la mano, y al sentarse sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor. Le ofreció a la chica, pero ella rehusó; luego me ofreció a mí y acepté uno. El hombrecillo, por su parte, dijo:
—Gracias, pero creo que tengo un cigarro puro.
Sacó una pitillera de piel de cocodrilo y cogió un purito. Luego sacó una especie de navaja provista de unas tijerillas y cortó la punta del cigarro puro.
—Yo le daré fuego —dijo el muchacho americano, tendiéndole el encendedor.
—No se encenderá con este viento.
—Claro que se encenderá. Siempre ha ido bien. El hombrecillo sacó el cigarro de su boca y dobló la cabeza hacia un lado, mirando al muchacho con atención.
—¿Siempre? —dijo casi deletreándolo.
—¡Claro! Nunca falla, por lo menos a mí nunca me ha fallado.
El hombrecillo continuó mirando al muchacho.
—Bien, bien, así que usted dice que este encendedor no falla nunca. ¿Me equivoco?
—Eso es —dijo el muchacho.
Tendría unos diecinueve o veinte años y su rostro, al igual que su nariz, era alargado. No estaba demasiado bronceado y su cara y su pecho estaban completamente llenos de pecas. Tenía el encendedor en la mano derecha, preparado para hacerlo funcionar.
—Nunca falla —dijo sonriendo porque ahora exageraba su anterior jactancia intencionadamente—, le prometo que nunca falla.
—Un momento, por favor.
La mano que sostenía el cigarro se levantó como si estuviera parando el tráfico. Tenía una voz suave y monótona; miraba al muchacho con insistencia.
—¿Qué le parece si hacemos una pequeña apuesta? —le dijo sonriendo—. ¿Apostamos sobre si enciende o no su mechero?
—Apuesto —dijo el chico—. ¿Por qué no?
—¿Le gusta apostar?
—Sí, siempre lo hago.
El hombre hizo una pausa y examinó su puro y debo confesar que a mí no me gustaba su manera de comportarse. Parecía querer sacar algo de todo aquello y avergonzar al muchacho. Al mismo tiempo, me pareció que se guardaba algún secreto para sí mismo.
Miró de nuevo al americano y dijo despacio:
—A mí también me gusta apostar. ¿Por qué no hacemos una buena apuesta sobre esto? Una buena apuesta —repitió recalcándolo.
—Oiga, espere un momento —dijo el cadete—. Le apuesto veinticinco centavos o un dólar, o lo que tenga en el bolsillo; algunos chelines, supongo.
El hombrecillo movió su mano de nuevo.
—Óigame, nos vamos a divertir: hacemos la apuesta. Luego subimos a mi habitación del hotel al abrigo del viento y le apuesto a que usted no puede encender su encendedor diez veces seguidas sin fallar.
—Le apuesto a que puedo —dijo el muchacho americano.
—De acuerdo, entonces..., ¿hacemos la apuesta?
—Bien, le apuesto cinco dólares.
—No, no, hay que hacer una buena apuesta. Yo soy un hombre rico y deportivo. Ahora, escúcheme. Fuera del hotel está mi coche. Es muy bonito. Es un coche americano, de su país, un Cadillac...
—¡Oiga, oiga, espere un momento! —El chico se recostó en la hamaca y sonrió—. No puedo consentir que apueste eso, es una locura.
—No es una locura. Usted enciende su mechero y el Cadillac es suyo. Le gustaría tener un Cadillac, ¿verdad?
—Claro que me gustaría tener un Cadillac. —El cadete seguía sonriendo.
—De acuerdo, yo apuesto mi Cadillac.
—¿Y qué apuesto yo? —preguntó el americano.
El hombrecillo quitó cuidadosamente la vitola del cigarro todavía sin encender.
—Yo no le pido, amigo mío, que apueste algo que esté fuera de sus posibilidades. ¿Comprende?
—Entonces, ¿qué puedo apostar?
—Se lo voy a poner fácil. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, póngamelo fácil.
—Tiene que ser algo de lo cual usted pueda desprenderse y que en caso de perderlo no sea motivo de mucha molestia. ¿Le parece bien?
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el dedo meñique de su mano izquierda.
—¿Mi qué? —dejó de reír el muchacho.
—Sí. ¿Por qué no? Si gana se queda con mi coche. Si pierde, me quedo con su dedo.
—No le comprendo. ¿Qué quiere decir quedarse con mi dedo?
—Se lo corto.
—¡Rayos y truenos! ¡Eso es una locura! Apuesto un dólar. El hombrecillo se reclinó en su asiento y se encogió de hombros.
—Bien, bien, bien —dijo—. No lo entiendo. Usted dice que su mechero se enciende, pero no quiere apostar. Entonces, ¿lo olvidamos?
El muchacho se quedó quieto mirando a los bañistas de la piscina. De repente se acordó de que tenía el cigarrillo entre sus dedos. Lo acercó a sus labios, puso las manos alrededor del encendedor y lo encendió. Al momento, apareció una pequeña llama amarillenta. El americano ahuecó las manos de tal forma que el viento no pudiera apagar la llama.
—¿Me lo deja un momento? —le dije.
—¡Oh, perdón! Me olvidé de que usted también tenía el cigarrillo sin encender.
Alargué la mano para coger el encendedor, pero se incorporó y se acercó para encendérmelo él mismo.
—Gracias —le dije. El volvió a su sitio.
—¿Se divierte? ¿Lo pasa bien? —le pregunté.
—Estupendo —me contestó—, esto es precioso.
Hubo un silencio. Me di cuenta de que el hombrecillo había logrado perturbar al chico con su absurda proposición. Estaba sentado muy quieto, y era evidente que la tensión se iba apoderando de él. Empezó a moverse en su asiento, a rascarse el pecho, a acariciarse la nuca y finalmente puso las manos en las rodillas y empezó a tamborilear con los dedos. Pronto empezó a dar golpecitos con un pie, incómodo y nervioso.
—Bueno, veamos en qué consiste esta apuesta —dijo al fin—, usted dice que vamos a su cuarto y si mi mechero se enciende diez veces seguidas, gano un Cadillac. Si me falla una vez, entonces pierdo el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Es eso?
—Exactamente, ésa es la apuesta.
—¿Qué hacemos si pierdo? ¿Deberé sostener mi dedo mientras usted lo corta?
—¡Oh, no! Eso no daría resultado. Podría ser que usted no quisiera darme su dedo. Lo que haríamos es atar una de sus manos a la mesa antes de empezar y yo me pondría a su lado con una navaja, dispuesto a cortar en el momento en que su encendedor fallase.
—¿De qué año es el Cadillac? —preguntó el chico.
—Perdón, no le entiendo.
—¿De qué año..., cuánto tiempo hace que tiene usted ese Cadillac?
—¡Oh! ¿Cuánto tiempo? Sí, es del año pasado, está completamente nuevo, pero veo que no es un jugador. Ningún americano lo es.
Hubo una pausa. El muchacho miró primero a la inglesa y luego a mí.
—Sí —dijo de pronto—. Apuesto.
—¡Magnífico! —El hombrecillo juntó las manos por un momento—, ¡Estupendo! Ahora mismo. Y usted, señor —se volvió hacia mí—, será tan amable de hacer de... ¿Cómo lo llaman ustedes? ¿Arbitro? ¿Juez?
Tenía los ojos muy claros, casi sin color, y sus pupilas eran pequeñas y negras.
—Bueno —titubeé yo—, esto me parece una tontería. No me gusta nada.
—A mí tampoco —dijo la inglesa. Era la primera vez que hablaba—. Considero esta apuesta estúpida y ridícula.
—¿Le cortará de veras el dedo a este chico si pierde? —pregunté yo.
—¡Claro que sí! Yo le daré el Cadillac si gana. Bueno, vamos a mi habitación. Se levantó.
—¿Quiere vestirse antes? —le preguntó.
—No —contestó el chico—. Iré tal como voy.
—Consideraría un favor que viniera usted con nosotros y actuara como arbitro. Se volvió hacia mí.
—Muy bien, iré. Pero no me gusta nada esta apuesta.
—Venga usted también —dijo a la chica—. Venga y mirará.
El hombrecillo se dirigió por el jardín hacia el hotel. Se le veía animado y excitado y al andar daba más saltitos que nunca.
—Vivo en el anexo —dijo—. ¿Quieren ver primero el coche? Está aquí.
Nos llevó hasta el aparcamiento del hotel y nos señaló un elegante Cadillac verde claro, aparcado en el fondo.
—Es aquel verde. ¿Le gusta?
—Es un coche precioso —contestó el cadete.
—Muy bien, vamos arriba y veamos si lo gana.
Le seguimos al anexo y subimos las escaleras. Abrió la puerta y entramos en una habitación doble, espaciosa, agradable. Había una bata de mujer a los pies de una de las camas.
—Primero tomaremos un martini —dijo tranquilamente.
Las bebidas estaban en una mesilla, dispuestas para ser mezcladas. Había una coctelera, hielo y muchos vasos. Empezó a preparar el martini.
Mientras tanto había hecho sonar la campanilla; se oyeron unos golpecitos en la puerta y apareció una doncella negra.
—¡Ah! —exclamó é! dejando la botella de ginebra.
Sacó del bolsillo una cartera y le dio una libra a la doncella.
—Me va a hacer un favor. Quédese con esto. Vamos a hacer un pequeño juego aquí. Quiero que me consiga dos..., no, tres cosas. Quiero algunos clavos; un martillo y un cuchillo de los que emplean los carniceros. Lo encontrará en la cocina. ¿Podrá conseguirlo?
—¡Un cuchillo de carnicero! —La doncella abrió mucho los ojos y dio una palmada con las manos—. ¿Quiere decir un cuchillo de carnicero de verdad?
—Sí, exactamente. Vamos, por favor, usted puede encontrarme esas cosas.
—Sí, señor, lo intentaré. Haré todo lo posible por conseguir lo que pide.
Después de estas palabras salió de la habitación.
El hombrecillo fue repartiendo los martinis. Los bebimos con ansiedad, el muchacho delgado y pecoso, vestido únicamente con el traje de baño; la chica inglesa, rubia y esbelta, que vestía un bañador azul claro y no dejaba de mirar al muchacho por encima de su vaso; el hombrecillo de ojos claros, con su traje blanco, inmaculado, que miraba a la chica del traje de baño azul claro. Yo no sabía qué hacer. La apuesta iba en serio y el hombre estaba dispuesto a cortar el dedo de su rival en caso de que perdiera. Pero, ¡diablos!, ¿y si el chico perdía? Tendríamos que llevarlo urgentemente al hospital en el Cadillac que no había podido ganar. Tendría gracia, ¿no es cierto?
En mi opinión, no habría por qué llegar a ese extremo.
—¿No les parece una apuesta muy tonta? —dije yo.
—Yo creo que es una buena apuesta —contestó el chico. Ya se había tomado un martini doble.
—Me parece una apuesta estúpida y ridícula —dijo la chica—. ¿Qué pasará si pierdes?
—No importa. Pensándolo un poco, no recuerdo haber usado jamás en mi vida el dedo meñique de mi mano izquierda. Aquí está. —El chico se cogió el dedo—. Y todavía no ha hecho nada por mí. ¿Por qué no voy a apostármelo? Yo creo que es una apuesta estupenda.
El hombrecillo sonrió y tomó la coctelera para volver a llenar los vasos.
—Antes de empezar —dijo— le entregaré al arbitro la llave del coche.
Sacó la llave de su bolsillo y me la dio.
—Los papeles de propiedad y del seguro están en el coche —añadió.
La doncella volvió a entrar. En una mano llevaba un cuchillo de los que usan los carniceros para cortar los huesos de la carne, y en la otra un martillo y una bolsita con clavos.
—¡Magnífico! ¿Lo ha conseguido todo? ¡Gracias, gracias! Ahora puede marcharse.
Esperó a que la doncella cerrara la puerta y entonces puso los objetos en una de las camas y dijo:
—Ahora nos prepararemos nosotros. Luego se dirigió al muchacho:
—Ayúdeme, por favor, a levantar esta mesa. La vamos a correr un poco.
Era una mesa de escritorio del hotel, una mesa corriente, rectangular, de metro veinte por noventa, con papel secante, plumas y papel. La pusieron en el centro de la habitación y retiraron las cosas de escribir.
—Ahora —dijo— lo que necesitamos es un cordel, una silla y los clavos.
Cogió la silla y la puso junto a la mesa. Estaba tan animado como la persona que organiza juegos en una fiesta infantil.
—Ahora hay que colocar los clavos.
Los clavó en la mesa con el martillo.
Ni el muchacho ni la chica ni yo nos movimos de donde estábamos. Con nuestros martinis en las mano?, observábamos el trabajo del hombrecillo. Le vimos clavar dos clavos en la mesa a quince centímetros de distancia.
No los clavó del todo; dejó que sobresaliera una pequeña parte. Luego comprobó su firmeza con los dedos.
«Cualquiera diría que este hijo de puta ya lo ha hecho antes —pensé yo—. No duda un momento. La mesa, los clavos, el martillo, el cuchillo de cocina. Sabe exactamente lo que necesita y cómo arreglarlo.»
—Ahora el cordel —dijo alargando la mano para cogerlo—, Muy bien, ya estamos listos. Por favor, ¿quiere sentarse? —le dijo al chico.
El muchacho dejó su vaso y se sentó.
—Ahora ponga la mano izquierda entre esos dos clavos para que pueda atársela donde corresponda. Así, muy bien. Bueno, ahora le ataré la mano a la mesa.
Puso el cordel alrededor de la muñeca del chico, luego lo pasó varias veces por la palma de la mano y lo ató fuertemente a los clavos. Hizo un buen trabajo. Cuando hubo terminado, al muchacho le era imposible despegar la mano de la mesa, pero podía mover los dedos.
—Por favor, cierre el puño, excepto el dedo meñique. Tiene que dejar ese dedo alargado sobre la mesa. ¡Excelente! ¡Excelente! Ahora ya estamos dispuestos. Coja el encendedor con su mano derecha..., pero ¡espere un momento, por favor!
Fue hacia la cama y cogió el cuchillo. Volvió y se puso junto a la mesa, empuñando con firmeza el arma cortante.
—¿Preparados? —dijo—. Señor arbitro, puede dar la orden de comenzar.
La inglesa estaba de pie, justo detrás del muchacho, sin decir una palabra. El chico estaba sentado sin moverse, con el encendedor en la mano derecha mirando el cuchillo. El hombrecillo me miraba.
—¿Está preparado? —le pregunté al muchacho.
—Preparado.
—¿Y usted? —al hombrecillo.
—Preparado también.
Levantó el cuchillo al aire y lo colocó a cierta distancia del dedo del chico, dispuesto a cortar. El muchacho le observaba sin mover un miembro de su cuerpo. Simplemente frunció las cejas y le miró ceñudamente.
—Muy bien —dije yo—, empiecen.
El muchacho me hizo una petición antes de comenzar:
—¿Quiere contar en voz alta el número de veces que lo enciendo? Por favor.
—Sí, lo haré.
Levantó la tapa del mechero y con el mismo dedo dio una vuelta a la ruedecita. La piedra chispeó y apareció una llama amarillenta.
—¡Uno! —dije yo.
No apagó la llama, sino que colocó la tapa en su sitio y esperó unos segundos antes de volverlo a encender.
Dio otra fuerte vuelta a la rueda y de nuevo apareció la pequeña llama al final de la mecha.
—¡Dos!
El silencio era total. El muchacho tenía los ojos puestos en el encendedor. El hombrecillo tenía el cuchillo en el aire y también miraba al encendedor.
—¡Tres!
—¡Cuatro!
—¡Cinco!
—¡Seis!
—¡Siete!
Desde luego era un mechero de los que funcionan a la perfección. La piedra chisporroteó y la mecha se encendió. Observé el pulgar bajar la tapa y apagar la llama. Luego, una pausa. El pulgar volvió a subirla otra vez. Era una operación de pulgar, este dedo lo hacía todo.
Respiré, dispuesto a decir ocho. El pulgar accionó la rueda, la piedra chispeó y la pequeña llama brilló de nuevo.
—¡Ocho! —dije yo al tiempo que se abría la puerta. Nos volvimos todos a la vez y vimos a una mujer en la puerta, una mujer pequeña y de pelo negro, bastante vieja, que se precipitó gritando:
—¡Carlos, Carlos!
Le agarró la muñeca y le cogió el cuchillo, lo arrojó a la cama, aferró al hombrecillo por las solapas de su traje blanco y lo sacudió vigorosamente, hablando al mismo tiempo aprisa y fuerte en un idioma que parecía español. Lo sacudía tan fuerte que no se le podía ver. Se convirtió en una línea difusa y móvil como el radio de una rueda.
Cuando paró y volvimos a ver al pequeño hombrecillo, ella le dio un empujón y lo tiró a una de las camas como si se tratara de un muñeco. El se sentó en el borde y cerró los ojos, moviendo la cabeza para ver si todavía podía torcer el cuello.
—Lo siento —dijo la mujer—, siento mucho que haya pasado esto.
Hablaba un inglés bastante correcto.
—Es horrible —continuó ella—. Supongo que todo ha ocurrido por mi culpa. Le he dejado solo durante diez minutos para lavarme el cabello y ha vuelto a hacer de las suyas.
Se la veía disgustada y preocupada.
El muchacho se estaba desatando la mano de la mesa. La inglesa y yo no decíamos ni una palabra.
—Es una seria amenaza —dijo la mujer—. Donde nosotros vivimos ha cortado ya cuarenta y siete dedos a diferentes personas y ha perdido once coches. Últimamente le amenazaron con quitarle de en medio. Por eso lo traje aquí.
—Sólo habíamos hecho una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo desde la cama.
—Supongo que habrá apostado un coche —dijo la mujer.
—Sí —contestó el cadete—, un Cadillac.
—No tiene coche. Ese es el mío, y esto agrava las cosas —dijo ella—, porque apuesta lo que no tiene. Estoy avergonzada y lo siento muchísimo.
Parecía una mujer muy simpática.
—Bueno —dije yo—, aquí tiene la llave de su coche. La puse sobre la mesa.
—Sólo estábamos haciendo una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo.
—No le queda nada que apostar —dijo la mujer—, no tiene nada en este mundo, nada. En realidad, yo se lo gané todo hace ya muchos años. Me llevó mucho, mucho tiempo, y fue un trabajo muy duro, pero al final se, lo gané todo.
Miró al muchacho y sonrió tristemente. Luego alargo la mano para coger la llave que estaba encima de la mesa.
Todavía ahora recuerdo aquella mano: sólo le quedaba un dedo y el pulgar.

Cuento publicado en “Relatos de lo inesperado”
(Tales of the Unexpected, 1979; adaptado por Hitchcock para su serie televisiva; y reelaborado por Q. Tarantino con distinto final en “Four Rooms”)

sábado, 7 de diciembre de 2013

Los alfileres de Slater no tienen punta


«Los alfileres de Slater no tienen punta, ¿no te has fijado?», dijo la señorita Craye volviéndose, cuando la rosa se desprendió del vestido de Fanny Wilmot, y Fanny se inclinó, con los oídos rebosantes de música, para buscar el alfiler en el suelo.
Estas palabras impresionaron en gran manera a Fanny, mientras la señorita Craye tocaba el último acorde de una fuga de Bach. ¿Acaso la señorita Craye iba realmente a la tienda de Siater a comprar alfileres?, se preguntó Fanny Wilmot, traspuesta durante un instante. ¿Esperaba en pie, la señorita Craye, ante el mostrador, igual que todos los demás, y le daban un recibo, con la calderilla envuelta en él, y se metía la calderilla en el bolso, y después, una hora más tarde, delante de su mesa tocador, sacaba los alfileres? ¿Para qué necesitaba alfileres la señorita Craye? A fin de cuentas bien se podía decir que, más que ir vestida, iba enfundada, como una cucaracha, prietamente ceñida por su caparazón, de azul en invierno y de verde en verano. ¿Qué necesidad de alfileres tenía — Julia Craye—, quien, al parecer, vivía en el fresco y vitreo mundo de las fugas de Bach, tocando para sí lo que le diera la gana, y accediendo a tener sólo una o dos alumnas, en la Escuela de Música de Archer Street (eso decía la directora, la señorita Kingston), como favor especial a la directora, quien «la tenía en la mayor admiración, desde todos los puntos de vista»? La señorita Craye quedó en muy mala situación, mucho temía la señorita Kingston, al morir su hermano. Oh, sí, tenían cosas muy hermosas, cuando vivían en Salisbury, y su hermano Julius era, desde luego, un hombre muy conocido: un famoso arqueólogo. Era un gran privilegio poder estudiar con ellos, decía la señorita Kingston («Mi familia los conocía de toda la vida, eran gente típica de Canterbury», decía la señorita Kingston), pero a una niña le daba siempre un poco de miedo; una tenía que procurar no dar portazos, ni entrar de sopetón en un cuarto. La señorita Kingston, que siempre hacía esbozos de personalidades, el primer día del curso, mientras recibía cheques y escribía los correspondientes recibos, esbozó, en este instante, una sonrisa. Sí, ciertamente, de chica había sido revoltosa y un tanto bruta; había entrado pegando un salto, con lo que hizo saltar todas aquellas verdes jarras romanas y demás cosas que había en las vitrinas. Los Craye no estaban acostumbrados a tratar con niños. Ningún Craye se casó. Tenían gatos; y los gatos, pensaba una, saben tanto acerca de urnas romanas y cosas parecidas, como el que más. 
«¡Mucho más de lo que yo sabía!», dijo alegremente la señorita Kingston, mientras escribía su nombre al pie del recibo, con su caligrafía alegre y ampulosa, debido a que siempre había sido mujer con sentido práctico. A fin de cuentas, de eso vivía.
En este caso, pensó Fanny Wilmot, mientras buscaba el alfiler, bien podía ser que la señorita Craye hubiera dicho «los alfileres de Slater no tienen punta» al azar. Ningún Craye se había casado. La señorita Craye nada sabía de alfileres, nada de nada. Pero quiso romper el hechizo que dominaba la casa; quiso romper el vidrio que la separaba de todos los demás. Cuando Polly Kingston, aquella alegre jovencita, había dado el portazo, haciendo saltar las jarras romanas, Julius, después de comprobar que no se habían producido desperfectos (éste fue su primer impulso), miró, ya que las vitrinas se encontraban junto a la ventana, a Polly corriendo hacia su casa a través del campo; miró con la mirada que su hermana a menudo tenía, aquella mirada sostenida y dominante.
«Estrellas, sol, luna», parecía decir la mirada, «la margarita en la hierba, fuegos, hielo en los cristales de la ventana, mi corazón está con vosotros. Pero», siempre parecía añadir, «os quebráis, pasáis, os vais.» Y, al mismo tiempo, cubría la intensidad de ambos estados mentales con «No puedo alcanzaros, nó puedo llegar hasta vosotros», en tono de deseo frustrado. Y las estrellas se desvanecían, y los niños se iban. Este era el hechizo, ésta era la vitrea superficie que la señorita Craye quiso romper, para demostrar, después de interpretar con gran belleza a Bach, a modo de recompensa a una alumna favorita (Fanny sabía que era la alumna favorita de la señorita Craye), que también ella, al igual que todas las demás, entendía en alfileres. Los alfileres de Slater no tenían punta.
Sí, el «famoso arqueólogo» también había tenido aquella mirada. «El famoso arqueólogo »... cuando dijo estas palabras, firmando cheques, comprobando el día del mes, hablando tan alegre y francamente, hubo en la voz de la señorita Kingston un matiz indescriptible indicativo de la existencia de algo raro; algo raro en Julius Craye; y quizá fuera exactamente la misma cosa que también era rara en Julia. Una hubiera jurado, pensó Fanny Wilmot, mientras buscaba el alfiler, que en fiestas y reuniones (el padre de la señorita Kingston era clérigo), a los oídos de la señorita Kingston llegó algún comentario, o quizá fue sólo una sonrisa, o un matiz, cuando el nombre de Julius era mencionado, que le había dado cierta «impresión » con respecto a Julius ¿raye. Huelga decir que jamás había hablado de ello a nadie. Pero, siempre que la señorita Kingston hablaba de Julius u oía mencionar su nombre, esto era lo primero que acudía a la mente; y resultaba una idea seductora; algo raro había habido en Julius Craye.
Y esto mismo se daba también en Julia, medio vuelta hacia atrás, sentada en el taburete del piano, sonriendo. Está en el campo, está en el vidrio de la ventana, está en el cielo —la belleza; y no puedo alcanzarla; no puedo poseerla—, yo, parecía añadir con aquella leve crispación de la mano tan característica en ella, que la adoro apasionadamente, ¡la daría al mundo entero, para que la poseyera! Y cogió el clavel que había caído al suelo, mientras Fanny buscaba el alfiler. Lo oprimió, a juicio de Fanny, voluptuosamente, con sus manos de suaves venas, en las que destacaban los anillos de color de agua, con perlas. La presión de las manos de la señorita Craye parecía aumentar cuanto de más brillante había en la flor; resaltarlo; hacerla más rizada, más fresca, más inmaculada. Lo raro en la señorita Craye, y quizá también en su hermano, consistía en que aquel apretón y presa de los dedos se combinaba con una perpetua frustración. Incluso ahora ocurría con el clavel. Tenía las manos en él, lo oprimía, pero no lo poseía, no gozaba de él, no por entero, no del todo.
Ningún Craye se había casado, recordó Fanny Wilmot. Recordaba que una tarde en que la lección había durado más de lo usual y ya había oscurecido, Julia Craye dijo: «La utilidad de los hombres, sin la menor duda, es la de protegernos», sonriéndole con aquella misma extraña sonrisa, mientras en pie le abrochaba el abrigo, lo cual le dio conciencia, lo mismo que la flor, hasta las yemas de los dedos, de su juventud y brillantez, pero, lo mismo que la flor, Fanny sospechaba que también le dio sensación de incomodidad.
«Yo no quiero que me protejan», dijo Fanny riendo, y, cuando Julia Craye, fijando en ella aquella extraordinaria mirada, le dijo que no estaba muy segura de ello, Fanny se sonrojó a las claras bajo la admiración de sus ojos.
Los hombres sólo servían para eso, había dicho Julia Craye. ¿Se debería quizás a esto, se preguntó Fanny, con la vista fija en el suelo, que no se hubiera casado? A fin de cuentas, no había vivido toda la vida en Salisbury. «Con mucho, la parte más agradable de Londres», había dicho en cierta ocasión, «(pero hablo de hace quince o veinte años) es Kensington. Se llegaba a los jardines en diez minutos; era como hallarse en pleno campo. Se podía cenar en zapatillas sin coger frío. Kensington era igual que un pueblo entonces, ¿sabes?», había dicho.
En este punto se calló, para denunciar después las corrientes de aire de los metros.
«Era para lo que servían los hombres», había dicho con extraña y seca amargura. ¿Contribuía esto a despejar la incógnita de por qué no se había casado? Cabía imaginar todo género de escenas, en su juventud, cuando con sus hermosos ojos azules, su nariz recta y firme, su aire de fría distinción, su arte de pianista, su rosa abriéndose con casta pasión en el pecho de su vestido de muselina, había atraído, primero, a los jóvenes para quienes esas cosas, las tazas de porcelana y los candelabros de plata y la mesa con incrustaciones, ya que los Craye tenían bellos objetos cual éstos, eran maravillosas; hombres jóvenes, aunque no suficientemente distinguidos; hombres jóvenes de la ciudad catedralicia, sin ambiciones. A éstos había atraído primero, y luego a los amigos de su hermano, en Oxford o Cambridge. Llegaban en verano; la paseaban en barca de remos por el río; continuaban por carta la discusión acerca de Browning; y quizás hacían lo preciso, en las raras ocasiones en que Julia Craye paraba en Londres, para mostrarle ¿los jardines de Kensington? 
«Con mucho, la parte más agradable de Londres, Kensington (pero hablo de hace quince o veinte años)», había dicho en cierta ocasión. Se llegaba a los jardines en diez minutos, en pleno campo. Una podía sacar de esto lo que quisiera, pensó Fanny Wilmot, fijémonos, por ejemplo, en el señor Sherman, el pintor, viejo amigo de la señorita Craye; citarle para que fuera a buscarla, un soleado día del mes de junio; para que la llevara a tomar el té bajo los árboles. (También se habían tratado en aquellas fiestas en las que una iba con zapatillas sin temor a coger frío.) La tía u otro pariente entrado en años esperaría allí, mientras ellos contemplaban la Serpentine. Miraban la Serpentine. Quizás él la llevó a remo a la otra orilla. La compararon con el Avon. Y la señorita Craye seguramente hubiera calificado la comparación con gran furia. Los panoramas fluviales eran importantes para ella. Iría sentada un poco encorvada, un poco anguloso el cuerpo, a pesar de que a la sazón era grácil, llevando el timón. En el momento crítico, sí, ya que aquel hombre había decidido que debía hablar ahora —era la única ocasión de estar a solas con ella—, estaba hablando con la cabeza vuelta hacia atrás, en una postura absurda, con gran nerviosismo, por encima del hombro, y en aquel preciso momento, ella le interrumpió con ferocidad. Gritando, le dijo que, por su culpa, chocarían contra el puente. Fue un momento de horror, de desilusión, de revelación, para los dos. No puedo tenerlo, no puedo poseerlo, pensó Julia Craye. Entonces él no pudo comprender por qué Julia había accedido a ir con él. Con un recio golpe del remo contra el agua, dio la vuelta a la barca. ¿Lo dijo con el solo fin de darle un chasco? Remó y la devolvió al punto de partida, donde le dijo adiós.
El escenario de estos hechos podía variarse a voluntad, pensó Fanny Wilmot. (¿Dónde estaría el alfiler?) Podía ser Rávena, o Edimburgo, ciudad en la que la señorita Craye había regentado la casa de su hermano. La escena podía cambiarse, igual que el joven caballero y los detalles de la manera en que todo ocurrió, pero algo había que tenía carácter constante —la negativa de Julia Craye, su ceño, su enfado contra sí misma después, sus razonamientos, y su alivio—, sí, ciertamente, su inmenso alivio. Quizás el mismísimo día siguiente se levantó a las seis de la mañana, se envolvió en su manto, y anduvo desde Kensington hasta el río. Se sentía tan agradecida que no sacrificó su derecho a ir allá y ver las cosas en el momento en que mejor están —antes de que la gente se levante—, es decir, Julia Craye hubiera podido desayunar en cama, si hubiera querido. No sacrificó su independencia.
Sí, Fanny Wilmot sonrió, Julia no había puesto en peligro sus costumbres. Estaban a salvo; y sus costumbres hubieran quedado adversamente afectadas, si se hubiera casado. «Son ogros», dijo una tarde, casi riendo, cuando otra alumna, muchacha recientemente casada, recordó de repente que llegaría tarde a la cita con su marido y se fue presurosa.
«Son ogros», había dicho, riendo con tristeza. Un ogro quizás hubiera obstaculizado el desayuno en cama, con paseos al alba hasta el río. ¿Y qué hubiera ocurrido (aunque ello era inconcebible) si hubiese tenido hijos? Adoptaba pasmosas precauciones para protegerse de los resfriados, de la fatiga, de las comidas fuertes, de las comidas inadecuadas, de las corrientes de aire, de las estancias calurosas, de los viajes en metro, por cuanto jamás pudo determinar con exactitud qué cosa, entre todas las dichas, era la que le producía aquellos horribles dolores de cabeza que convertían su vida en algo parecido a un campo de batalla. Estaba siempre empeñada en una lucha para ganar por la mano al enemigo, hasta el punto que su empeño no dejaba de tener cierto interés; si, por fin, pudiera derrotar al enemigo, la vida seguramente le parecería un tanto sosa. Pero, en realidad, el bélico enfrentamiento tenía carácter perpetuo —por una parte, el ruiseñor o el panorama que amaba apasionadamente—, sí, los panoramas y los pájaros engendraban pasión en ella; por otra parte, el húmedo sendero o la horrenda caminata cuesta arriba que la dejaban inútil para todo, en la mañana siguiente, y le reportaban uno de sus dolores de cabeza. En consecuencia, cuando con habilidad reunía todas sus fuerzas y se las arreglaba para visitar Hampton Court en la semana en que más lucía el azafrán —esas relucientes y luminosas flores eran sus favoritas—, esto representaba una victoria. Era algo duradero, algo eternamente importante. Unía aquella tarde al collar de los días memorables, que, para ella, no tenía tantas vueltas como para impedirle recordar esto o aquello; aquel panorama, aquella ciudad; para poner el dedo, sentir, saborear, aspirar, la calidad que le daba carácter único.
«El pasado viernes hizo un día tan hermoso », dijo, «que decidí que debía ir allá.» En consecuencia, se había dirigido a Waterloo, en su gran aventura —visitar Hampton Court— sola. De una forma natural, aunque quizá tonta, una se apiadaba de ella por una causa por la que ella nunca pedía piedad (por lo general era reticente, y sólo hablaba de su salud de la misma manera en que el guerrero habla del enemigo), una se apiadaba de ella por hacer siempre sola cuanto hacía. Su hermano había muerto. Su hermana era asmática. Y consideraba que el clima de Edimburgo era bueno para ella. Para Julia era infame. También cabía la posibilidad de que las asociaciones anejas a Edimburgo fueran dolorosas para Julia, puesto que su hermano, el famoso arqueólogo, había muerto allí; y ella había amado a su hermano. Vivía en una casita, junto a Brompton Road, en total soledad.
Fanny Wilmot vio el alfiler; lo cogió. Miró a la señorita Craye. ¿Realmente, tan sola estaba la señorita Craye? No, la señorita Craye era firme e inefablemente, aunque sólo fuera por aquel instante, una mujer feliz. Fanny la había sorprendido en un momento de éxtasis. Allí estaba sentada, medio de espaldas al piano, con las manos unidas en el regazo, sosteniendo erecto el clavel, y detrás de ella se veía el nítido cuadrado de la ventana, sin cortina, morado a la luz de la atardecida, intensamente morado, en contraste con las brillantes luces eléctricas, sin pantalla, que iluminaban la austera sala de música. Julia Craye, sentada, encorvada y sólida, sosteniendo la flor, parecía nacida de la noche londinense, parecía echársela a la espalda como un manto, y la noche parecía, en su austeridad e intensidad, un efluvio del espíritu de Julia Craye, algo creado por ella para que la rodeara. Fanny la miraba.
Por un instante, todo pareció transparente a la vista de Fanny Wilmot, y, como si la señorita Craye fuera transparente, Fanny Wilmot vio la mismísima fuente del ser de la señorita Craye, manando sus puras gotas de plata. Vio el pasado que había detrás de ella, lo vio más y más hondamente. Vio las verdes jarras romanas en pie en la vitrina; oyó a los muchachos de la escolanía jugando al cricket; vio a Julia descendiendo serenamente los curvos peldaños que conducían al jardín con césped; luego la vio sirviendo el té bajo el cedro; suavemente cogió entre las suyas la mano del viejo; la vio yendo de un lado para otro, a lo largo de los pasillos de la vieja morada catedralicia, con toallas en la mano, para marcarlas; lamentándose, mientras trabajaba, de la mezquindad del vivir cotidiano; y envejeciendo lentamente, y desechando prendas cuando llegaba el verano, porque, a su edad, eran demasiado coloridas para que ella las llevara; y cuidando a su padre en la enfermedad; y delimitando todavía más la senda que seguía, a medida que su voluntad se orientaba con mayor rigidez hacia su solitaria meta; viajando austeramente; contando los gastos y calibrando en su parca bolsa la suma precisa para este viaje, para aquel antiguo espejo; persistiendo obstinadamente, dijera la gente lo que dijere, en elegir los placeres según su gusto, para sí sola. Vio a Julia... 
Julia llameaba. Julia estaba incandescente. Ardía en la noche como una blanca estrella muerta. Julia abrió los brazos. Julia la besó en los labios. Julia la poseía. 
«Los alfileres de Slater no tienen punta», dijo la señorita Craye, riendo de una manera rara y distendiendo los brazos mientras Fanny Wilmot se prendía la flor en su pecho con dedos temblorosos.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Au Sable



Agosto, primera hora del atardecer. En la quietud de la casa en la zona residencial, sonó el teléfono. Mitchell dudó sólo un momento antes de levantar el auricular. Y allí estaba el primer tono discordante. La persona que llamaba era el suegro de Mitchell, Otto Behn. Hacía años que Otto no llamaba antes de que la tarifa telefónica reducida entrara en vigor a las once de la noche. Ni siquiera cuando hospitalizaron a Teresa, la esposa de Otto.

El segundo tono discordante. La voz.

—¿Mitch? ¡Hola! Soy yo, Otto.

La voz de Otto sonaba extrañamente aguda, ansiosa, como si se encontrara más lejos de lo habitual y estuviera preocupado por si Mitchell no podía oírle. Y parecía afable, incluso optimista, algo que por entonces le ocurría con poca frecuencia cuando hablaba por teléfono. Lizbeth, la hija de Otto, había llegado a temer sus llamadas a última hora de la noche: en cuanto contestabas el teléfono, Otto soltaba una de sus cantinelas, sus diatribas llenas de quejas, deliberadamente inexpresivas, divertidas, pero subrayadas con una cólera fría al antiguo estilo de Lenny Bruce, a quien Otto había admirado sobremanera a finales de los cincuenta. Ahora, con sus ochenta y tantos años, Otto se había convertido en un hombre enfadado: enfadado por el cáncer de su esposa, enfadado por su «enfermedad crónica», enfadado por sus vecinos de Forest Hills (niños ruidosos, perros que no paraban de ladrar, cortadoras de césped, soplahojas), enfadado por tener que esperar dos horas en «una cámara frigorífica» para su resonancia magnética más reciente, enfadado con los políticos, incluso con aquellos para los que había ayudado a solicitar el voto durante su época de euforia, cuando se jubiló de su puesto de maestro de secundaria quince años antes. Otto estaba enfadado por la vejez, pero ¿quién se lo iba a decir al pobre hombre? No sería su hija, y menos su yerno. 

Aquella noche, sin embargo, Otto no estaba enfadado.

Con una voz agradablemente cordial aunque algo forzada, preguntó a Mitchell por su trabajo como arquitecto de espacios comerciales; y por Lizbeth, la única hija de los Behn; y por sus preciosos hijos ya mayores y emancipados, los nietos a quienes Otto adoraba de pequeños, y siguió así durante un rato hasta que por fin Mitchell dijo nervioso:

—Mmm, Otto... Lizbeth ha ido al centro comercial. Volverá a eso de las siete. ¿Le digo que te llame?

Otto soltó una carcajada. Podías imaginarte la saliva brillándole en los labios gruesos y carnosos.

—No quieres hablar con el viejo, ¿eh?

Mitchell también intentó reír.

—Otto, hemos estado hablando.

Otto respondió con más seriedad.

—Mitch, amigo mío, me alegro de que hayas contestado tú en lugar de Bethie. No tengo mucho tiempo para hablar y creo que prefiero hacerlo contigo.

—¿Sí? —Mitchell sintió cierto temor. Nunca, en los treinta años que hacía que se conocían, Otto Behn le había llamado «amigo». Teresa debía de haber empeorado otra vez. ¿Quizá se estuviera muriendo? A Otto le habían diagnosticado Parkinson tres años antes. Aún no era un caso grave. ¿O quizá sí?

Sintiéndose culpable, Mitchell se dio cuenta de que Lizbeth y él no habían visitado a la pareja de ancianos en casi un año, aunque vivían a menos de trescientos cincuenta kilómetros de distancia. Lizbeth cumplía con sus llamadas telefónicas los domingos por la noche, y esperaba (normalmente en vano) hablar primero con su madre, cuyos modales al teléfono eran débilmente alegres y optimistas. Sin embargo, la última vez que los visitaron les sorprendió el deterioro de Teresa. La pobre se había sometido a meses de quimioterapia y se hallaba en los huesos, su piel como la cera. No mucho antes, con sesenta y tantos, estaba llena de vitalidad, rolliza, robusta como una roca. Y después estaba Otto, rondando con los temblores de las manos que parecía exagerar para tener un aspecto más cómico, quejándose sin cesar de los doctores, de los seguros médicos y de los ovnis «en contubernio », qué visita más tensa y agotadora. De camino a casa, Lizbeth había recitado unos versos de un poema de Emily Dickinson: «Oh Life, begun in fluent Blood, and consumated dull!».

«Dios mío —había exclamado Mitchell, temblando, con la boca seca—. De eso se trata, ¿verdad?».

Ahora, diez meses más tarde, Otto estaba al teléfono hablando como si nada, como si conversara de la venta de unas propiedades, de «cierta decisión» que habían tomado Teresa y él. Los «glóbulos blancos» de Teresa, las «malditas noticias» que él había recibido y de las que no iba a hablar. «El tema se ha cerrado definitivamente», dijo. Mitchell, que intentaba entender todo aquello, se apoyó en la pared, repentinamente débil. Está ocurriendo con demasiada rapidez. ¿Qué demonios es esto? Otto comentaba en voz baja:

—Decidimos no decíroslo, en julio volvieron a ingresar a su madre en Mount Sinai. La enviaron a casa y tomamos nuestra decisión. No te lo digo para que hablemos del tema, Mitch, ¿me entiendes? Es sólo para informaros. Y para pediros que cumpláis nuestros deseos.

—¿Vuestros deseos?

—Hemos estado mirando los álbumes, fotos viejas y demás, y disfrutando de lo lindo. Cosas que hacía cuarenta años que no veía. Teresa no para de exclamar: «¡Vaya! ¿Hicimos todo eso? ¿Vivimos todo eso?». Es algo extraño y humillante, en cierto modo, darse cuenta de que hemos sido condenadamente felices, incluso cuando no lo sabíamos. Debo confesar que no tenía ni idea. Tantos años, echando la vista atrás, Teresa y yo llevamos sesenta y dos años juntos; se diría que podría ser muy deprimente pero en realidad, bien mirado, no lo es. Teresa dice: «Hemos vivido unas tres vidas, ¿verdad?».

—Perdón —interrumpió Mitchell con el clamor de la sangre en los oídos—, ¿cuál es esa «decisión» que habéis tomado?

Otto respondió:

—Exacto. Os pido que respetéis nuestros deseos al respecto, Mitch. Creo que lo entiendes.

—Yo... ¿qué?

—No estaba seguro de si debía hablar con Lizbeth. De su reacción. Ya sabes, cuando vuestros hijos se marcharon de casa para ir a la universidad —Otto calló momentáneamente. Con tacto. El caballero de siempre. Nunca criticaría a Lizbeth delante de Mitchell, aunque con Lizbeth podía ser directo e hiriente, o lo había sido en el pasado. Ahora dijo dubitativo—: Puede ponerse, bueno... sentimental.

Mitchell tuvo un presentimiento y preguntó a Otto dónde estaba.

—¿Dónde?

—¿Estáis en Forest Hills?

Otto guardó silencio durante un segundo.

—No.

—Entonces, ¿dónde estáis?

Respondió con un punto de desafío en su voz:

—En la cabaña.

—¿En la cabaña? ¿En Au Sable?

—Eso es. En Au Sable.

Otto dejó que lo asimilara.

Pronunciaron el nombre de forma distinta. Mitchell, O Sable, tres sílabas; Otto, Oz’ble, con una sílaba elidida, como lo pronunciaba la gente de la zona.

Con ello se refería a la propiedad de los Behn en las montañas Adirondack. A cientos de kilómetros de distancia. Un viaje en coche de siete horas, la última por estrechas carreteras de montaña plagadas de curvas y en su mayor parte sin asfaltar al norte de Au Sable Forks. Por lo que Mitchell sabía, hacía años que los Behn no pasaban tiempo allí. Si lo hubiera pensado con detenimiento —y no lo hizo, ya que los asuntos correspondientes a los padres de Lizbeth quedaban a consideración de ésta— Mitchell habría aconsejado a los Behn que vendieran la propiedad, que en realidad no era una cabaña sino más bien una casa de seis habitaciones construida con leños talados a mano, no acondicionada para el invierno, en una extensión de unas cinco hectáreas de un hermoso campo solitario al sur del monte Moriah. A Mitchell no le gustaría que Lizbeth heredara esa propiedad, ya que no se sentirían cómodos vendiendo algo que en otro tiempo había significado tanto para Teresa y Otto; además, Au Sable estaba demasiado apartado para ellos, resultaba poco práctico. Hay gente que no tarda en inquietarse cuando se aleja de lo que llaman la civilización: el asfalto, los periódicos, las bodegas, campos de tenis decentes, los amigos y al menos la posibilidad de disfrutar de buenos restaurantes. En Au Sable, tenías que conducir durante una hora para llegar, ¿adónde?, Au Sable Forks. Por supuesto hace años, cuando los niños eran pequeños, iban todos los veranos a visitar a los padres de Lizbeth y sí, era cierto: las Adirondack eran hermosas, y paseando a primera hora de la mañana podía verse el monte Moriah como un sueño mastodóntico que sorprendía por su cercanía, y el aire dolorosamente frío y puro te atravesaba los pulmones, e incluso los cantos de los pájaros resultaban más agudos y claros de lo que era habitual oír y existía la convicción, o quizá el deseo, de que las revelaciones físicas de ese tipo constituían un estado espiritual, y sin embargo, Lizbeth y Mitchell se sentían ambos impacientes por marcharse después de pasar unos días allí. Se aficionaban a las siestas en su habitación del segundo piso con celosías en las ventanas, rodeados de pinos como una embarcación a flote en un mar teñido de verde. Hacían el amor con ternura y mantenían conversaciones soñadoras sin rumbo fijo que no tenían en ningún otro lugar. Y sin embargo, después de unos días estaban ansiosos por irse.

Mitchell tragó saliva. No tenía costumbre de interrogar a su suegro y se sentía como si fuera uno de los alumnos de secundaria de Otto Behn, intimidado por el hombre al que admiraba.

—Otto, espera, ¿por qué estáis Teresa y tú en Au Sable?

Él respondió con cuidado:

—Estamos intentando solucionar nuestra situación. Hemos tomado una decisión y así... —Otto hizo una discreta pausa—. Así os informamos.

Por mucho que Otto hablase con tanta lógica, Mitchell se sintió como si le hubiera dado una patada en el estómago. ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba oyendo? Esta llamada no es para mí. Se trata de un error. Otto decía que llevaban al menos tres años planeando aquello, desde que le diagnosticaron a él la enfermedad. Habían estado «haciendo acopio» de lo necesario. Barbitúricos potentes y fiables. Nada apresurado, nada dejado al azar, y nada que lamentar.

—¿Sabes? —exclamó Otto calurosamente—, soy un hombre que planea por adelantado.

Aquello era cierto. Había que reconocerlo.

Mitchell se preguntó cuánto había acumulado Otto. Inversiones en los ochenta, propiedades en alquiler en Long Island. Notó una sensación de desazón, de repugnancia. Nos dejarán la mayor parte. ¿A quién si no? Podía imaginar la sonrisa de Teresa mientras planeaba sus abundantes cenas de Navidad, sus colosales despliegues para Acción de Gracias, la presentación de los regalos magníficamente envueltos para sus nietos. Otto dijo: «Prométemelo, Mitchell. Tengo que confiar en ti», y Mitchell repuso: «Mira, Otto —con evasivas, aturdido—, ¿tenemos vuestro número de teléfono allí?», y Otto respondió: «Contéstame, por favor», y Mitchell se oyó contestar sin saber lo que estaba diciendo: «¡Claro que puedes confiar en mí, Otto! Pero ¿tenéis el teléfono conectado? », y Otto, disgustado, replicó: «No. Nunca hemos tenido teléfono en la cabaña», y Mitchell dijo, ya que aquello había sido motivo de disgusto entre ellos tiempo atrás: «Está claro que necesitáis un teléfono en la cabaña, ése es precisamente el lugar en el que necesitáis un teléfono», y Otto farfulló algo inaudible, el equivalente verbal a encogerse de hombros, y Mitchell pensó, Me está llamando desde una cabina en Au Sable Forks, está a punto de colgar. Dijo apresuradamente: «Oye, mira: vamos a ir a visitaros. Teresa... ¿está bien?». Otto contestó pensativo: «Teresa está bien. Se encuentra bien. Y no queremos visitas —y añadió—: Está descansando, duerme en el porche y está bien. Au Sable fue idea de ella, siempre le ha encantado». Mitchell tanteó: «Pero estáis tan lejos». Otto respondió: «De eso se trata, Mitchell». Va a colgar. No puede colgar. Intentó evitarlo preguntando cuánto tiempo llevaban allí, y Otto dijo: «Desde el domingo. Hicimos el viaje en dos días. Estamos bien. Todavía puedo conducir». Otto soltó una carcajada; era su antiguo enfado, su rabia. Casi perdió su carné de conducir hace unos años y de algún modo, gracias a la intervención de un médico amigo suyo, había conseguido conservarlo, lo que no fue una buena idea, podría haber sido un error garrafal, pero no puedes decírselo a Otto Behn, no puedes decirle a un anciano que va a tener que renunciar a su coche, a su libertad, simplemente no puedes. Mitchell estaba diciendo que irían a visitarlos, que saldrían de madrugada al día siguiente, y Otto se mostró tajante al rechazar la idea: «Hemos tomado una decisión y no hay discusión posible. Me alegro de haber hablado contigo. Puedo imaginarme cómo habría sido la conversación con Lizbeth. Prepárala tú como creas conveniente, ¿de acuerdo?», y Mitch respondió: «Está bien. Pero, Otto, no hagas nada —tenía la respiración acelerada, se sentía confuso y no sabía lo que decía, sudaba, la sensación de algo frío, derretido, que le caía encima, demasiado rápido—. ¿Volverás a llamar? ¿Dejarás un teléfono para que te llamemos? Lizbeth regresará a casa en media hora», y Otto respondió: «Teresa prefiere escribiros a Lizbeth y a ti. Es su estilo. Ya no le gusta el teléfono », y Mitch contestó: «Pero al menos habla con Lizbeth, Otto. Quiero decir que puedes hablar de cualquier cosa, ya sabes, de cualquier tema», y Otto repuso: «Te he pedido que respetéis nuestros deseos, Mitchell. Me has dado tu palabra», y Mitchell pensó, ¿Ah, sí? ¿Cuándo? ¿Qué palabra he dado? ¿Qué es esto? Otto decía: «Lo hemos dejado todo en orden, en casa. Sobre la mesa de mi despacho. El testamento, las pólizas de seguros, los archivos de nuestras inversiones, las libretas del banco, las llaves. Teresa tuvo que darme la lata para que actualizase nuestros testamentos, pero lo hice y me alegro infinitamente. Hasta que no haces testamento definitivo, no te enfrentas de una vez por todas a la realidad. Estás en un mundo de ensueño. Pasados los ochenta, te encuentras en un mundo de ensueño y debes tomar las riendas de ese sueño». Mitchell le escuchaba, pero perdió el hilo. Se le amontonaban los pensamientos como una ráfaga en su mente, como si estuviese jugando una partida en la que las cartas se repartieran a lo loco.

—Otto, ¡claro! Sí, pero quizá deberíamos hablar algo más sobre esto. ¡Tus consejos pueden ser valiosísimos! Por qué no esperas un poco y... Iremos a veros, saldremos mañana de madrugada, o de hecho podríamos salir esta noche.

Le interrumpió, si no lo conociera habría dicho que de forma grosera:

—Eh, ¡buenas noches! Esta llamada me está costando una fortuna. Hijos, os queremos. 

Otto colgó el teléfono.

Cuando Lizbeth llegó a casa, había cierto tono discordante:

Mitchell en la terraza de atrás, en la oscuridad; solo, allí sentado, con una bebida en la mano.

—Cariño, ¿qué pasa?

—Te estaba esperando.

Mitchell nunca se sentaba así, nunca esperaba así, su mente estaba siempre trabajando, aquello resultaba extraño, pero Lizbeth se le acercó y le dio un beso leve en la mejilla. Olía a vino. Piel caliente, cabellos húmedos. Lo que se diría un sudor pegajoso. Tenía la camiseta empapada. De manera coqueta, Lizbeth dijo al tiempo que señalaba la copa que Mitchell tenía en la mano:

—Has empezado sin mí. ¿No es temprano?

También era extraño que Mitchell hubiese abierto aquella botella de vino en particular: un regalo de algún amigo, de hecho puede que fuera de los padres de Lizbeth; de años antes, cuando Mitchell se tomaba el vino más en serio y no se había visto obligado a reducir las copas. Lizbeth preguntó dubitativa:

—¿Alguna llamada?

—No.

—¿Ninguna?

—Ni una sola.

Mitchell sintió el alivio de Lizbeth; sabía cómo aguardaba las llamadas de Forest Hills. Aunque por supuesto su padre no llamaría hasta las once de la noche, cuando comenzaba la tarifa reducida.

—En realidad, ha sido un día muy tranquilo —dijo Mitchell—. Parece que no hay nadie más que nosotros.

La casa de estuco y cristal de dos niveles, diseñada por Mitchell, se hallaba rodeada de frondosos abedules, encinas y robles. Una casa que había sido creada, no descubierta; la moldearon a su gusto. Llevaban viviendo allí veintisiete años. Durante su prolongado matrimonio, Mitchell había sido infiel a Lizbeth una o dos veces, y es posible que Lizbeth también le hubiera sido infiel, quizá no sexualmente pero sí en la intensidad de sus emociones. Pese a todo, el tiempo había transcurrido y continuaba haciéndolo, y tropezaban de pasada como objetos al azar en un cajón durante sus días, semanas, meses y años en el trance de su vida adulta. Se trataba de una confusión pacífica, como una sucesión de sueños intensos e inesperados que no pueden recordarse más que como emociones una vez se está despierto. Está bien soñar, pero también está bien estar despierto.

Lizbeth se sentó en el banco de hierro forjado de color blanco que había junto a Mitchell. Tenían aquel mueble pesado, ahora envejecido por el tiempo y desconchado después de la última vez que lo pintaron, de toda la vida.

—Creo que todo el mundo se ha ido. Es como estar en Au Sable.

—¿Au Sable? —Mitchell la miró brevemente.

—Ya sabes. La vieja casa de papá y mamá.

—¿Aún la tienen?


—Supongo. No lo sé —Lizbeth rió y se apoyó en él—. Me da miedo preguntar —tomó la copa de entre los dedos de Mitchell y bebió un sorbo—. Solos aquí. Nosotros solos. Brindo por eso —para sorpresa de Mitchell, le besó en los labios. La primera vez que le besaba así, juvenil y atrevida, en los labios, en mucho tiempo.

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sábado, 23 de noviembre de 2013

Monos



La primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca de Año Nuevo. Estábamos sin agua y sin empleada, se hacía cola para la carne, el calor había reventado — y fue cuando, muda de perplejidad, vi el regalo entrando a casa, ya comiendo banana, ya examinando todo con gran rapidez y un largo rabo. Parecía más un gran mono todavía no crecido, sus potencialidades eran tremendas. Subía por la ropa colgada en la cuerda, desde donde daba gritos de marinero, y tiraba cáscaras de banana adonde cayeran. Y yo exhausta. Cuando me olvidaba y entraba distraída a la dependencia, el gran sobresalto: aquel hombre alegre allí. Mi hijo menor sabía, antes de que yo lo supiera, que me desharía del gorila: "Y si te prometiera que un día el mono se va a enfermar y a morir, dejarías que se quedara? Y si supieras que de cualquier manera él un día se va a caer de la ventana y a morir allá abajo?" Mis sentimientos desviaban la mirada. La inconsciencia feliz e inmunda del granmonopequeño me hacía responsable de su destino, ya que él mismo no aceptaba culpas. Una amiga entendió de qué amargura estaba hecha mi aceptación, de qué crímenes se alimentaba mi aire soñador, y rudamente me salvó: niños del morro aparecieron en una algarabía feliz, se llevaron al hombre que reía, y en el desvitalizado Año Nuevo a mí por lo menos me regalaron una casa sin mono.

Un año después, acababa de tener una alegría, cuando allí en Copacabana vi el agrupamiento. Un hombre vendía monitos. Pensé en los chicos, en las alegrías que me 
daban gratis, sin nada que ver con las preocupaciones que también gratis me daban, imaginé una cadena de alegrías: "Quien reciba ésta, que se la pase a otro", y otro a otro, 
como el bramido en un rastro de pólvora. Y ahí mismo compré a la que se llamaría Lisette. 

Casi no cabía en una mano. Tenía falda, aretes, collar y pulsera de baiana. Y un aire de inmigrante que aún desembarca con el traje típico de su tierra. De inmigrante también eran los ojos redondos. 

En cuanto a ésta, era mujer en miniatura. Tres días estuvo con nosotros. Era de tal delicadeza de huesos. De tal extrema dulzura. Más que los ojos, la mirada era redondeada. Cada movimiento, y los aretes se estremecían; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho, pero para comer era sobria y cansada. Sus raras caricias eran sólo mordidas leves que no dejaban marca. En el tercer día estábamos en la dependencia admirando a Lisette y el modo en que ella era nuestra. "Un poco demasiado suave", pensé extrañando a mi gorila. Y de repente mi corazón fue respondiendo con mucha dureza: "Pero eso no es dulzura. Esto es muerte". La sequedad de la comunicación me dejó quieta. Después les dije a los chicos: "Lisette se está muriendo". Mirándola, noté entonces hasta qué punto de amor ya habíamos llegado. Envolví a Lisette en una servilleta, fui con los chicos hasta la primera guardia, donde el médico no podía atendernos porque operaba de urgencia a un perro. Otro taxi —Lisette cree que está paseando, mamá otro hospital. Allá le dieron oxígeno. 

Y con un soplo de vida, súbitamente se reveló una Lisette que desconocíamos. Con ojos mucho menos redondos, más secretos, más a las risas y en la cara prognata y ordinaria una cierta altivez irónica; un poco más de oxígeno, y le dieron unas ganas de hablar que ella mal aguantaba ser mona; lo era, y mucho tendría para contar. En seguida, sin embargo, sucumbía de nuevo, exhausta. 

Más oxígeno y esta vez una inyección de suero a cuya picada reaccionó con una palmadita colérica, de pulsera tintinando. El enfermero sonrió: "Lisette, querida, ¡sosiégate!" 

El diagnóstico: no iba a vivir, a menos que tuviese oxígeno a mano y, aun así, improbable. "No se compran monos en la calle", me censuró él sacudiendo la cabeza, "a veces ya vienen enfermos". No, había que comprar a la mona adecuada, saber su origen, tener por lo menos cinco años de garantía de amor, saber lo había hecho y lo que no, como si fuera para casarse. Resolví un instante con los chicos. Y le dije al enfermero: "Usted la está queriendo mucho a Lisette. Así que si usted la deja pasar algunos días cerca del oxígeno, ni bien sane, es suya". Pero él pensaba. "Lisette es linda" le supliqué yo. "Es hermosa", aceptó él pensativo. Después suspiró y dijo: "Si curo a Lisette, es suya". Nos fuimos, con la servilleta vacía. 


Al día siguiente llamaron por teléfono, y les avisé a los chicos que Lisette había muerto. El más chico me preguntó: "Crees que murió con los aretes?" Yo le dije que sí. Una semana después el mayor me dijo: "¡Te pareces tanto a Lisette!" "Yo también te quiero", contesté. 

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