lunes, 6 de julio de 2009

CUNETA


Con un compañero de trabajo, contador de historias como yo, en una de nuestras conversaciones nocturnas sin prisa, empezamos a hablar de esas sesiones especiales, que te dejan un sabor a hierbabuena o un olor a espliego o a tierra mojada que te relaja el alma y vuelves a casa grande y pequeño a la vez.

La suya, la más especial, fue en un pueblecito de León de 23 habitantes. Bueno no fue en el propio pueblo, fue en una ermita que estaba a cinco kilómetros de las casas del pueblo. Hasta allí, dando un paseo, le acompañaron nueve mujeres y dos hombres rondando todos los setenta y poco años. Se sentaron a las puertas de la ermita rodeada de cuatro o cinco manzanos mortecinos y tan poco cuidados como el edificio. La tarde se llenó de historias, de risas y de algún silencio largo. Historias de ayer, de antes de ayer, de uno o de otro, de cualquiera con nombre o sin él. La tarde se llenó de la vida de otros que tampoco dista tanto de la de uno. Comenzaron el regreso según caía la tarde. Regresaron por otro camino mientras mi compañero iba contando la persecución interminable de Orión a Tauro, o la caza de los pieles rojas que dan a la Osa Mayor en otoño tiñendo de rojo sangre los bosques caducos del Canadá.

De repente todos se detuvieron, en silencio, mirando a la cuneta. Mi amigo se detuvo también, calló, miró a la cuneta y volvió a mirar al grupo. Ya no estaba.

En su lugar había nueve niñas y dos niños que miraban con los ojos grandes a aquella cuneta. Once niños que regresaban de excursión con su maestra, bajaban de la ermita, cantando la alegría de ser niños y vivir cerca en un monte precioso. Once niños que acaban de ver cómo daban un tiro a su maestra por ser solo eso; por ser todo eso: maestra. Once niños a los que les tiraron al suelo sus libretas. Y vosotros no habéis visto nada -les dijeron. Once niños de entonces que lloraban sobre sus libretas arrojadas en el camino; lloraron niños como ahora lo volvían a hacer viejos.

Después nos mataron al cura también- dijo uno de ellos.

Sí, -continuó otra- en esta guerra que ganaron los curas y perdieron los maestros, a nosotros nos quitaron al cura y a nuestra maestra.

En silencio regresaron al pueblo y mientras las estrellas agujereaban la noche, mi compañero entendió que no solo les habían quitado al cura, y a la maestra. Les habían robado la infancia. Les habían anudado la libertad de contarlo, de decirlo, de dolerlo. Y con ese nudo habían seguido y seguían caminando.

De eso hace ya seis años y solo alguien como él podría haber convencido a la gente de ese pueblo para celebrar algo así. Cada año, cada fin de semana cercano al once de junio vuelve al pueblo donde ya le esperan los siete que quedan de aquellos once con alguno de sus hijos, nietos, vecinos y hacen una especie de romería a la ermita donde juegan y cantan aquella época, miman aquellos manzanos que viejos han vuelto a dar fruto y a la vuelta, dejan flores de lavanda en aquella cuneta.
No es un acto político. Es un acto honorífico. Celebran recordar aquello que nunca debió ocurrir para no olvidarlo. Celebran poder celebrarlo.

Me hizo saber que le encantaría que contara esta historia. Quizá invitemos a deshacer muchos nudos que aún quedan por ahí -me dijo. Y yo la cuento por eso, por desanudar. Y porque creo que estamos hechos de memoria. Y aquello que se olvida se pierde, se borra, se enmudece; pero aquello que se obliga a olvidar, paradójicamente se recuerda.

Buscar el olvido es hallar el recuerdo.

escrito por Félix Albo
http://felixalbo.blogspot.com/

imagen by Ana Rodríguez Pastor
http://anarpastor-ilustradora.blogspot.com/

2 comentarios:

Anónimo dijo...

qué vida absurda esta de matarse y que la gente piense que eso está bien o que alguien alguna vez pensara que era lo que había que hacer

Anónimo dijo...

Quizas en los silencios de una persona haya muchos mas recuerdos que los que podria haber en su verborragia.Un saludo.