Inspecciono el terreno. Rocas graníticas a discreción. Jarales a mi derecha, serpenteando. Bajando abruptamente en dirección al río. Ni Dios a la vista. Tan solo un tipo calvo, allá en la distancia, que se quita la gorra y se rasca con aire de marioneta articulada. Zumbidos de moscardones comiéndome la oreja. Otros bichos, que llevan antifaces, sobrevuelan mi sombrero de gangster. Sí, llevo un sombrero a lo Bogart, y debajo, un pañuelo negro de pirata anudado a la nuca. También llevo dos revólveres. Uno en cada brazo, a la altura del deltoides. Y tengo dos alitas de ángel pegadas a mi espalda. Mi novia, que es muy mona y que se empeña en dibujarme por el cuerpo gilipolleces.
Cuarto de hora después, olor a pino y a leña quemándose. Debe provenir de los refugios. Subo un poco más. Los oídos me pitan. Bostezo. La presión se reajusta. Enciendo un Camel y me entretengo mirando como asciende el humo. Como se dispersa por el aire formando extrañas volutas, mientras atravieso un enraizado camino de cabras. Me cruzo con un par de hippies. Digo yo que lo serán. Pelos larguísimo y barbas de trencitas. Cintas de colores y un olor a peta que narcotiza. Saludan. Aquí todo el mundo saluda aunque no te conozca. Es la educación de la sierra. Un código ancestral y primigenio que deberíamos trasladar a la selva de los rascacielos. No imagino a mi vecina del segundo siendo amable. Sí que la imagino en un jacuzzi saboreando un mentolado y masturbando impertérrita al señor Jasimoto, mi jefe, que según dicen la tiene como mi dedo meñique. Ella se las apañaría bien con el índice y el gordo, mientras le colgaba de los labios el Piper mentolado. No sé por qué me acuerdo ahora de ella ni de él. Debe ser el silencio, la paz que se respira o que me aburro como un mono acostumbrado al asfalto y a su griterío.
Así, como el que no quiere la cosa, he llegado a la cumbre. La Bola del mundo, creo que se llama este montículo. A lo lejos vacas. Cencerros habladores. Me asomo al balcón de rocas. Varias lagunas, como cuentas de un collar de esmeraldas, se esparcen en hilera. Hormigas bañándose. Hormigas de colores. Entran, salen, se zambullen. Risas lejanas. Me siento a recrearme en los agujeros del cielo, y es cuando observo un bulto despeñado. Desmadejado entre unas piedras. Parece llevar un casco rojo, y una mochila azul. Cojo los prismáticos. Bueno, no los cojo. Me los dejé en el coche. Intento agudizar la vista. Guiño los ojos. Creo que el pobre diablo tiene las dos piernas rotas por lo amorfas que parecen desde aquí. No se mueve. Pero… Veo un pequeño bulto a su lado. Creo que es una criatura. Un bebé. Siento que mi respiración y el ritmo de mis latidos se aceleran. Busco el móvil. Bueno, no lo busco. Me acuerdo que también lo dejé en el coche. Me crispan los nervios. Miro en derredor. Ni Dios a la vista. Ni tan siquiera el tipo calvo que se rascaba. Ni los puñeteros hippies. Sólo las hormigas de colores. Grito hacia ellas y aspaviento con las manos. Ellas, ni puto caso, como el que oye llover. Después pienso en lo tonto que puedo llegar a ser intentando llamar su atención. Son los nervios. Tomo la decisión de bajar. Me pasan por la cabeza las cosas más terribles mientras preparo el equipo de rapelar. El bebé. Creo que no habrá sobrevivido a la caída. Vuelvo a mirar el despeñadero, y es cuando le oigo. Llora. Está vivo. Ajusto mi arnés. Compruebo la cuerda y el sistema de deslizado. Voy para abajo. Suelto y freno a varios metros. Miro hacia el bulto. El aire arrecia. Algo se ha movido. No. Sólo son sus ropas por la fuerza del viento. Sigo bajando. Freno. Vuelvo a mirar. Ahora, la distancia que me separa de ellos es mínima. El aire sigue arreciando. Mi sombrero a la mierda, pero no importa. Sigo escuchando el llanto del bebé. El casco rojo rueda por el suelo. Se precipita y se despeña. Miro alucinado. No hay ninguna cabeza. Ningunas piernas. Tan sólo una mochila en la que se menean varios plásticos. Miro a la criatura. Gorrito y un chándal. Su llanto desgarrado llega hasta mí entrecortado por el viento. Hago pie. Suelto el mosquetón y corro. El llanto se acrecienta. El bebé está boca abajo. No se mueve, pero sigue llorando desconsoladamente. Creo que se ha roto la columna. Oigo como chillan arriba. Elevo la vista. Varias personas me hablan. Me hacen gestos señalando al bebé. Sus voces me llegan quebradas. ¡Cójalo, por favor!, parecen decirme. Sigo corriendo hasta él. Dudo si tocarlo. El llanto se torna metálico, repetitivo, estúpido… Estúpido como yo, cuando le doy la vuelta.
Texto e ilustración de Luisa Fernández
Cuarto de hora después, olor a pino y a leña quemándose. Debe provenir de los refugios. Subo un poco más. Los oídos me pitan. Bostezo. La presión se reajusta. Enciendo un Camel y me entretengo mirando como asciende el humo. Como se dispersa por el aire formando extrañas volutas, mientras atravieso un enraizado camino de cabras. Me cruzo con un par de hippies. Digo yo que lo serán. Pelos larguísimo y barbas de trencitas. Cintas de colores y un olor a peta que narcotiza. Saludan. Aquí todo el mundo saluda aunque no te conozca. Es la educación de la sierra. Un código ancestral y primigenio que deberíamos trasladar a la selva de los rascacielos. No imagino a mi vecina del segundo siendo amable. Sí que la imagino en un jacuzzi saboreando un mentolado y masturbando impertérrita al señor Jasimoto, mi jefe, que según dicen la tiene como mi dedo meñique. Ella se las apañaría bien con el índice y el gordo, mientras le colgaba de los labios el Piper mentolado. No sé por qué me acuerdo ahora de ella ni de él. Debe ser el silencio, la paz que se respira o que me aburro como un mono acostumbrado al asfalto y a su griterío.
Así, como el que no quiere la cosa, he llegado a la cumbre. La Bola del mundo, creo que se llama este montículo. A lo lejos vacas. Cencerros habladores. Me asomo al balcón de rocas. Varias lagunas, como cuentas de un collar de esmeraldas, se esparcen en hilera. Hormigas bañándose. Hormigas de colores. Entran, salen, se zambullen. Risas lejanas. Me siento a recrearme en los agujeros del cielo, y es cuando observo un bulto despeñado. Desmadejado entre unas piedras. Parece llevar un casco rojo, y una mochila azul. Cojo los prismáticos. Bueno, no los cojo. Me los dejé en el coche. Intento agudizar la vista. Guiño los ojos. Creo que el pobre diablo tiene las dos piernas rotas por lo amorfas que parecen desde aquí. No se mueve. Pero… Veo un pequeño bulto a su lado. Creo que es una criatura. Un bebé. Siento que mi respiración y el ritmo de mis latidos se aceleran. Busco el móvil. Bueno, no lo busco. Me acuerdo que también lo dejé en el coche. Me crispan los nervios. Miro en derredor. Ni Dios a la vista. Ni tan siquiera el tipo calvo que se rascaba. Ni los puñeteros hippies. Sólo las hormigas de colores. Grito hacia ellas y aspaviento con las manos. Ellas, ni puto caso, como el que oye llover. Después pienso en lo tonto que puedo llegar a ser intentando llamar su atención. Son los nervios. Tomo la decisión de bajar. Me pasan por la cabeza las cosas más terribles mientras preparo el equipo de rapelar. El bebé. Creo que no habrá sobrevivido a la caída. Vuelvo a mirar el despeñadero, y es cuando le oigo. Llora. Está vivo. Ajusto mi arnés. Compruebo la cuerda y el sistema de deslizado. Voy para abajo. Suelto y freno a varios metros. Miro hacia el bulto. El aire arrecia. Algo se ha movido. No. Sólo son sus ropas por la fuerza del viento. Sigo bajando. Freno. Vuelvo a mirar. Ahora, la distancia que me separa de ellos es mínima. El aire sigue arreciando. Mi sombrero a la mierda, pero no importa. Sigo escuchando el llanto del bebé. El casco rojo rueda por el suelo. Se precipita y se despeña. Miro alucinado. No hay ninguna cabeza. Ningunas piernas. Tan sólo una mochila en la que se menean varios plásticos. Miro a la criatura. Gorrito y un chándal. Su llanto desgarrado llega hasta mí entrecortado por el viento. Hago pie. Suelto el mosquetón y corro. El llanto se acrecienta. El bebé está boca abajo. No se mueve, pero sigue llorando desconsoladamente. Creo que se ha roto la columna. Oigo como chillan arriba. Elevo la vista. Varias personas me hablan. Me hacen gestos señalando al bebé. Sus voces me llegan quebradas. ¡Cójalo, por favor!, parecen decirme. Sigo corriendo hasta él. Dudo si tocarlo. El llanto se torna metálico, repetitivo, estúpido… Estúpido como yo, cuando le doy la vuelta.
Texto e ilustración de Luisa Fernández
4 comentarios:
Sorpresa final, arriesgada porque a veces en el final es donde se define un relato. Me gusta el protagonista, tan lejos, tan cerca...
Besos.
Sentimientos encontrados: dulces y/o amargos en un recipiente aparentemente duro de una aleación metálica extraña, fraguada a fuejo en la forja de la incomunicación... Los valores humanos se están perdiendo. Pero todavía queda alguien que, en lo más profundo del alma, los encuentra y se sorprende por ello...
Genial el relato de Luisa que recoge todo esto y nos lo narra magistralmente...
Besos.
Me encanta el caracter desenfadado de la narración, que te mantiene espectánte, hasta la última palabra. Destaca el lado humano del protagonista, que a pesar de su aspecto inusual, acude a una presunta tragedia.
No deja de sorprenderme los diferentes estilos de Luisa, siempre te dan una increible variedad de sensaciones.
Destacar también la ilustración que refleja fielmente la personalidad del protagonista. Como escalador me encanta.
Hasta el más osado de los alpinistas tiene su corazoncito.
Conocía este relato de Luisa pero vuelvo a leerlo y me sorprende los diferentes registros que es capaz de acometer con la escritura.
Aunque siempre está predominando el factor sorpresa del final donde ella riza el rizo.
Muy bien Luisa. Y el dibujo mola. Con la libélula y todo.
Un abrazo de Mos desde la ESFERA.
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