miércoles, 17 de diciembre de 2008

¿No me oyes morir?

Es mentira que yo le amara, madre. Es mentira. Ahora me atrevo a admitirlo. Si le amé fue más por costumbre y abnegación que por amor.

El día que me desposó, ni si quiera supo hacerme sentir mujer. Para él no era más que una muñeca rota que se dejaba hacer. Tanta ilusión le había puesto yo a aquella eterna espera, que la decepción me dejó cierto rescoldo a tormento. Me folló con violencia exacerbada. No vibré con las sacudidas, ni grité como tantas veces había imaginado que haría. (Y si lo hice, fue por el dolor, no nos confundamos). Sus embestidas sólo me llenaron de un desprecio líquido y de una tristeza destinada al más profundo pozo, pero aún no le había dejado de amar y pensaba que la hiel que vertía en mí era dulce almíbar que pronto germinaría en mi vientre. La exhalación rancia que me vomitó cuando se desplomó sobre mí sonó a aborrecimiento antiguo, pero yo soñé con acunar un niño en mis brazos, aunque éste fuera el hijo del mismísimo demonio.

Luego vinieron los golpes. La primera vez que dejó marcados sus cinco dedos en mi piel, comprendí que era él quien mandaba en casa, que para eso era él quien traía el dinero, y jamás me atreví a contradecirle. Durante años renuncié a arreglarme y comencé a acumular sedimentos de miedo que anegaron mi carácter. Me volví gorda y fea aunque asustadiza como un pequeño roedor y el rencor me confinó a un recóndito cuarto oscuro.

En las interminables tardes de soledad, creí poder hablar contigo, mi madre muerta a la que lloraba su ausencia. Te plañí y te reclamé ayuda. Una clemencia que mi dios me negaba. Tus fríos y huesudos dedos acariciaron mi rostro magullado. Recuerdo que mientras el gato lamía mis piernas rudas, yo albergaba quizás falsas esperanzas. Pero entonces ocurrió el milagro. Debiste llevar mis ruegos hasta la misma puerta de dios, de los santos y de todos los muertos que allí habitan.

Ahora es otro, madre. Aquel andamio nos cambió la vida ¡a los dos! y doy gracias a Dios. Sabrás que ahora me acompaña a comprarme ropa, a la peluquería y a tomar café. A veces flirteo con otros hombres en su presencia sin que parezca que le importe demasiado ¿o si? vete a saber, ese nuevo hermetismo suyo me impide ver su realidad. ¿No es una lástima, madre, siendo tan fuerte como lo fue conmigo?. Volvemos a las tantas de la noche, momento que aprovecho para ducharme y engalanarme. Después es su turno, y le quito a él toda la mierda que lleva encima porque su inutilidad es tal que suele cagarse en los pantalones. Después le doy el puré mientras me mira con ojos piadosos y yo le rebaño los restos de comida que le caen tristemente por las comisuras, mientras le repito dulces palabras rabiosas. A veces le pinto de rojo sus labios resecos, y le dejo todo el día maquillado frente a un espejo, y le azuzo diciéndole ¿ves que guapo estás así?. Y entonces me pregunto, vuelta para adentro, qué pensará una mente como la suya estando encerrado en un cuerpo como el suyo. Sólo el rencor es capaz de esquivar mi fatal idea de abandonarle. Ya sabe que yo soy mujer de un solo hombre, madre, por eso estaremos juntos hasta que la muerte nos separe que no tardará mucho pues leo en su mirada una sempiterna pregunta: ¿es que no me oyes morir?


Esther Rodríguez Cabrales

3 comentarios:

Jesús Arroyo dijo...

Relato triste. Cuestiones que llegan. Realidades.
Me ha gustado.
Saludos.

pepe pereza dijo...

¡¡¡Muy Bueno!!!

Anónimo dijo...

MUY BUENO!! ME HA ENCANTADO. FELICITACIONES!