Hay una habitación estrecha y alargada. La puerta y la ventana se enfrentan como invitando a entrar y salir seguidamente, sin pausa. A la izquierda hay una pequeña cama pegada a la pared. El cabecero de metal descansa en el hueco que la puerta no ocupa. Los pies rozan el marco si la ventana está abierta. Una ventana de madera imposible de cerrar del todo, por donde el aire entra a veces susurrando nanas, a veces un nombre.
Debe ser verano. Hace calor. Tampoco se puede saber a ciencia cierta. La ventana está cerrada y algo impide que entre la luz de la calle.
Encima de la cama hay una niña muy pequeña, muy delgada, de pelo corto y oscuro y ojos negros y grandes, hundidos, febriles. Le cuesta mucho respirar. Todo le huele a jarabe de fresa. La falta de aire la mantiene en una especie de sueño ligero. No tiene nada que recordar aun. Tampoco tiene porqué entender nada. Solo es consciente de un espesor que impide que la saliva pueda deslizarse por su garganta. Consciente de una sed dolorosa.
Las paredes están desnudas como la niña y como ella, tienen un color pálido, apagado. Un farolillo rojo del tamaño de una mano, oscila con un movimiento leve e incesante desde un gancho que sobresale de la esquina más cercana.
En algún momento del día o de la tarde o tal vez de la noche, un hombre se acerca muy despacio a la cabecera de la cama. La niña está absorta en las mil formas que la luz roja del farolillo refleja en la pared. Son dibujos imprecisos, desenfocados. Círculos que se abren y se cierran según el movimiento de la luz.
El hombre la mira. No sabe si duerme con los ojos abiertos. No sabe si es consciente de su presencia. No sabe si la fiebre la mantiene en el sopor de un limbo tranquilo e indoloro. Solo se escucha la respiración de ambos y un murmullo lejano que sube de la calle.
La niña intenta decir algo, pero su garganta reseca e hinchada se lo impide. Susurra. Utiliza el poco aire que contienen sus pulmones. El hombre acerca el oído a los labios agrietados. Siente un calor intenso. El fuego que escapa de un cuerpo tan pequeño es como un espejismo.
“No llores abuelo que no me voy a morir”.
Debe ser verano. Hace calor. Tampoco se puede saber a ciencia cierta. La ventana está cerrada y algo impide que entre la luz de la calle.
Encima de la cama hay una niña muy pequeña, muy delgada, de pelo corto y oscuro y ojos negros y grandes, hundidos, febriles. Le cuesta mucho respirar. Todo le huele a jarabe de fresa. La falta de aire la mantiene en una especie de sueño ligero. No tiene nada que recordar aun. Tampoco tiene porqué entender nada. Solo es consciente de un espesor que impide que la saliva pueda deslizarse por su garganta. Consciente de una sed dolorosa.
Las paredes están desnudas como la niña y como ella, tienen un color pálido, apagado. Un farolillo rojo del tamaño de una mano, oscila con un movimiento leve e incesante desde un gancho que sobresale de la esquina más cercana.
En algún momento del día o de la tarde o tal vez de la noche, un hombre se acerca muy despacio a la cabecera de la cama. La niña está absorta en las mil formas que la luz roja del farolillo refleja en la pared. Son dibujos imprecisos, desenfocados. Círculos que se abren y se cierran según el movimiento de la luz.
El hombre la mira. No sabe si duerme con los ojos abiertos. No sabe si es consciente de su presencia. No sabe si la fiebre la mantiene en el sopor de un limbo tranquilo e indoloro. Solo se escucha la respiración de ambos y un murmullo lejano que sube de la calle.
La niña intenta decir algo, pero su garganta reseca e hinchada se lo impide. Susurra. Utiliza el poco aire que contienen sus pulmones. El hombre acerca el oído a los labios agrietados. Siente un calor intenso. El fuego que escapa de un cuerpo tan pequeño es como un espejismo.
“No llores abuelo que no me voy a morir”.
TEXTO BY REYES MONJE
ILUSTRACIÓN BY ROSA BORRÁS
3 comentarios:
Excelente.
Muy buena narración, consigues que el lector se meta dentro de la historia.
Saludos
gusta de leer cosas como esta...
saludos desde las islas canarias
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