Cerca del río, junto a las casetas desvencijadas de uralita, entre los miserables vendedores de libros de lance, una mujer vieja y fea, arrugada como los poemas que fenecen en la papelera, nos echaba los domingos las cartas. Se movía despacio, torpe. Se restregaba baba con la lengua en la encía desdentada. Nos miraba mal. Juraba. Exhalaba una bruma fluvial, fría. Y uno a uno colocaba los naipes sobre su mesa. Ése era el prólogo de nuestros magníficos futuros. Ahí nombraba el porvenir. Nos contaba con detalle todo lo que nos sucedería, nuestro destino bello como una tiara papal, junto a outsiders y eminencias, dando paseos en limusinas por largas avenidas, o con la mano en el vaquero de la prima Fortuna, o con la cabeza entre las piernas de una periodista del corazón. Nosotros, en lugar de creernos esa mierda, lo utilizábamos para alimentar nuestros relatos. Sustento literario, que llamábamos. Verdadera inspiración divina, nos cachondeábamos. Menuda irreverencia, novelar con nuestro futuro. Menudo sacrilegio. Y para colmo, el resultado no estaba mal del todo. Era al menos sorprendente: viajes interminables a bordo de un citroen rojo alfombra, carreteras hacinadas en el dibujo de los neumáticos, luces de farolas y neones resbalando sobre la carrocería como paños de colores eléctricos, toda nuestra juventud derramada sobre la acera, en la barra de un bar, en el césped de los parques, o en la sala de espera de un aeropuerto. Novelábamos también sobre las guapas amantes que marcarían nuestros corazones con sus lánguidos suspiros, con sus besos alcalinos y fulminantes; sobre ceremonias de brujería empañadas por el vapor de mercurio, misas negras en laberínticos sótanos de edificios estatales de Nueva Orleáns; sobre las peleas ilegales de perros contra gallos que nos llenaban los bolsillos de dinero y de estigmas la reputación. Pero también novelábamos sobre las cosas buenas, sobre trabajos honrados: proxenetas de los que guardan en el bolsillo interior de la americana un peine de caparazón de tortuga, traficantes de armas que se alimentan de coca y sexo, marchantes de arte, mecenas, agentes literarios...Y tanto llegábamos a creer que todo aquello era obra de nuestra imaginación, que cuando llegaba el momento, cuando las novelas se convertían en realidad, nos sentíamos como verdaderos profetas. Y comenzamos a proclamar que nuestra palabra valía un futuro entero. ¡Nuestra retórica era puro augurio! Qué gran poder, pensábamos. Y entonces decidimos escribir la poesía de todo lo que aún no habíamos vivido, lo que anhelábamos, lo que se configuraba como sueños, como deseos: la nieve lentísima cayendo en la playa un enero cualquiera, unos ojos marrones gravitando como planetas al rededor de nuestros rostros, unos labios en los que verter la luz gloriosa de nuestros penes, un dormitorio libre de pesadillas... Llegamos incluso a robar los poemas que Macarena había robado a Doña Leonora. Y también odas, églogas, jarchas, palabras tiernas que Dylan se arrancaba del corazón para cepillarse una vez más a Baez, oraciones onanistas que Lorca se dedicaba a sí mismo en cuartos que apestaban a orina, la retahíla de adjetivos que Miller depositaba con suavidad sobre los párpados de Marilyn, versos de tanta belleza que habrían perdido crónicamente todos los certámenes literarios de los ciento quince mil pueblos de España. Trabajamos sin pausa durante meses. Nos llenamos de palabras, de signos, de metáforas. Y finalmente nos sentamos a descansar en el porche de nuestra casa. Un viento amarillo limón nos bañaba la cara, nos arrancaba las lágrimas más sinceras de nuestra vida. Nos balanceaba en las mecedoras de mimbre. Ya sólo teníamos que esperar, con los sentidos abiertos como brazos abiertos, a que llegara futuro con toda la belleza de la poesía. Y esperamos, esperamos. Esperamos.
TEXTO, de Nacho Abad
IMAGEN, de Chincheta
TEXTO, de Nacho Abad
IMAGEN, de Chincheta
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