domingo, 13 de septiembre de 2009

LA ACTUACIÓN

La actuación estaba programada a las doce del mediodía, por eso habían quedado tan temprano. Él no había dormido en toda la noche porque se la había pasado con unos amigos esnifando speed y bebiendo cervezas. Sin dormir, se fue directamente al lugar donde había quedado con su socio Fernando y con Jacinto, el técnico de sonido. Eran las nueve y treinta y siete minutos de la mañana y ambos se retrasaban ya siete minutos de la hora convenida. Normalmente era él quien llegaba tarde, pero ese día, quizá porque venía de empalmada, llegó el primero a la cita. No se sentía cansado, el speed ocultaba el exceso de cervezas y la falta de sueño, manteniéndole despierto y animado. Se encendió un cigarro y siguió esperando con la vista puesta en la carretera, atento por si llegaba la furgoneta del grupo. Le habría gustado pasar por casa para darse una ducha pero apuró todo su tiempo en el bar de un colega que, a puerta cerrada, servía cerveza gratis al pequeño grupo que allí se había reunido. Y entre cerveza y raya de speed el tiempo voló tan deprisa que cuando quiso darse cuenta eran las nueve y diez de la mañana.
A las diez menos diez llegaron Fernando y Jacinto con la furgoneta. El retraso se debía a que tuvieron que parar a echar gasolina, se disculpó Fernando. Jacinto condujo la furgoneta hasta las afueras de la ciudad y después tomó la circunvalación para dirigirse al polígono industrial donde estaba la fábrica en la que tendrían que actuar. Según explicó Fernando, dicha fábrica cumplía esos días el centenario de su inauguración. Por ese motivo los habían contratado. Tenían que entretener a los niños de los obreros con una actuación de payasos. Ellos no se dedicaban a esa rama de la interpretación, más bien todo lo contrario, solían actuar en pubs nocturnos para un público adulto, pero dado que no tenían contratos pendientes decidieron montar unos cuantos números infantiles y aceptar la oferta de los de la fábrica.
A las diez y veinte llegaron al polígono industrial. Ninguno de los tres sabía dónde estaba ubicada la fábrica y deambularon por la zona sin un destino concreto. Como era domingo todas las empresas estaban cerradas y no había a quién preguntar. Todo estaba desierto y después de conducir unos cuantos minutos, se dieron cuenta de que estaban perdidos. Las bocacalles eran todas parecidas, por no decir iguales. Fernando, que era el más nervioso, fue perdiendo la compostura y a medida que pasaba el tiempo dejó escapar unos cuantos juramentos. Jacinto seguía al volante en silencio y con el ceño fruncido, atento a los letreros que daban nombre a las empresas situadas a ambos lados de la carretera. Él, por el contrario, iba disfrutando del viaje y no se sintió agobiado en ningún momento.

- Tranquilos, seguro que tarde o temprano la encontraremos – dijo, con la sana intención de animar a sus compañeros.

Justo en ese momento, al girar por una calle a la izquierda, vieron un recinto donde estaban aparcados varios coches.

- Seguro que es ahí – añadió con alegría.

Efectivamente era allí. Un operario de la fábrica les recibió. Luego les abrió una gran puerta metálica para que metiesen la furgoneta y pudiesen acceder al patio que habían destinado para la representación. El patio era bastante amplio, sin atisbo de sombra, y estaba rodeado de las paredes de ladrillo de la fábrica. En el fondo habían montado un escenario con tarimas de madera que se elevaba un metro del suelo. Delante del escenario tenían dispuestas doce hileras con quince sillas de madera cada una. Pasaban de las diez y media. Sólo tenían hora y media para montarlo todo, así que se pusieron manos a la obra sin más demora. Lo primero que hicieron fue descargar la furgoneta. Luego, mientras Fernando y él montaban la escenografía, Jacinto se ocupó del equipo de sonido. El speed aún corría por sus venas y trabajó duro sin importarle el esfuerzo y el exceso de sol. Cuando terminaron, los tres tenían la camiseta empapada en sudor. Pasaban de las once y media. Fernando y él apenas tenían media hora para vestirse y maquillarse. Así que cogieron una maleta donde llevaban el vestuario y el maquillaje y se dirigieron al vestuario, siguiendo las indicaciones dadas por el operario que anteriormente les había recibido. Tuvieron que atravesar una siniestra lonja, iluminada por los rayos de sol que entraban por las claraboyas del techo. Se internaron entre los pasillos que formaban las grandes maquinas. Se preguntó qué fabricarían allí. Echó un rápido vistazo a su alrededor en busca de pistas que contestasen su pregunta. Al final, no supo deducir la utilidad de aquella maquinaria pesada y se dio por vencido. Al fondo vieron un cartel que estaba pegado en una pared indicando con una flecha dónde estaban los vestuarios. Se dirigieron allí.
Los vestuarios, aparte de amplios, eran oscuros, tan sólo iluminados por dos tubos fluorescentes. Las pareces estaban circundadas por taquillas viejas y oxidadas. Una puerta conducía a los servicios, en el centro había una fila de lavabos tan usados y viejos como las taquillas del vestuario. Frente a los lavabos se levantaba una serie de espejos, la mayoría estaban resquebrajados. A la derecha estaban los retretes, unos cubículos deplorables sin pestillo en las puertas que les diesen un poco de intimidad. El aspecto general era desolador. No podía imaginar cómo la gente era capaz de trabajar en un sitio así. Antes de desnudarse se encendió otro cigarro. Le dio un par de caladas, lo dejó sobre uno de los lavabos y se quitó la camiseta. Se lavó los sobacos y la cara. Después de secarse con una pequeña y roída toalla, sacó la caja del maquillaje y la acomodó dentro del lavabo. Antes de maquillarse dudó entre pintarse una sonrisa o, por el contrario, alargar la comisura de sus labios hacia abajo, dándole un aspecto tristón. Se sentía animado y optó por la sonrisa. Fernando hacía del Cara Blanca y él, del Clown. Tenía que enfundarse unos zapatos extremadamente grandes, unos roídos pantalones que le subían hasta más arriba del pecho, sujetos únicamente por unos llamativos tirantes, una camiseta de rayas horizontales blancas y negras, una chaqueta de cuadros llena de remiendos, una pajarita bastante extravagante, una peluca de rizos naranjas, un destartalado sombrero de copa y una gran nariz de goma roja. Fernando se había pintado la cara de blanco con una sola ceja bien marcada en negro. Se había puesto un sombrero tipo cucurucho y un brillante traje de una pieza. Era de lentejuelas multicolores que se le ajustaba al tronco y se ensanchaba en la parte del pantalón. Le hubiera gustado meterse una raya de speed antes de salir, pero se reprimió por estar Fernando allí. Ya se la metería luego, en cuanto acabasen con su trabajo. Estaban listos. Volvieron a atravesar el pabellón lleno de máquinas extrañas. Cuando salieron, en el patio no había nadie, a excepción de Jacinto que estaba en su puesto enredando con la mesa de sonido. Fernando y él se extrañaron de no ver el patio lleno de niños.

- ¿Y los niños? – le preguntó Fernando.
- Y yo que coño sé – contestó Jacinto sin levantar la mirada de los mandos.
- Pues habrá que ir a preguntar.- dijo él ajustándose la nariz de goma.

Ninguno hizo mención de hacerlo. Al final, Jacinto dejó los mandos de la mesa y se dirigió de mala gana hacia donde suponía que estaba el operario que hasta ahora les había atendido.

- Si al menos hubiera cervezas - dijo antes de salir por la puerta.

Sin duda, él se hubiera bebido una cerveza bien fría, pero decidió no pensar en vicios y concentrarse en su papel. Sentía calor debajo de la peluca, notaba como el sudor se escurría a través del cuero cabelludo. Terminó de ajustarse la nariz de goma y ensayó un tono de voz acorde a su personaje. Fernando hacía estiramientos sobre el escenario. Al rato llegó Jacinto con su característico ceño fruncido. Nada más verle supieron que algo iba mal.

- ¿Qué pasa, Jacin? – se apresuró a preguntar Fernando.
- Me han dicho que la actuación no es hasta las tres de la tarde – contestó Jacinto consternado.
- ¿Quién te ha dicho eso? – preguntó él.
- No sé…, un tipo con pinta de ejecutivo. Por lo visto cambiaron la hora, aunque dice que nos avisaron por teléfono.
- A mí no me ha avisado nadie – dijo Fernando.
- A mí tampoco – añadió él.
- Y a mí menos – sentenció Jacinto. – Ahora viene el tipo y nos lo explica.

Permanecieron en silencio digiriendo la mala sangre. Al poco llegó el ejecutivo. Era bajito, quizás por eso caminaba casi de puntillas y con el cuello muy estirado. En seguida le cayó mal y pensó que le gustaría darle un puñetazo y borrarle la cara de autosuficiencia.

- Hola, estáis muy graciosos, de verdad… - dijo el ejecutivo mirándoles de arriba abajo.

Luego se dirigió a Fernando y le estrechó la mano.

- Me llamo Luís Bono. Soy el gerente de todo esto – añadió señalando los alrededores.

Cuando terminó extendió la mano hacia él, pero éste, en vez de estrecharla, le preguntó directamente el porqué del cambio de horario.

- Verán, pensamos que era más conveniente esperar a que los niños terminasen de comer. Además, así sus padres podrán disfrutar de lo que queda de la comida sin tener que preocuparse.
- Me parece muy bien, pero ¿por qué nadie nos aviso? – dijo él con un tono de voz que sonaba un poco nasal, ya que llevaba puesta la nariz roja.
- Claro que se les avisó, al menos es lo que yo tengo entendido.
- Le puedo asegurar que nadie se ha dignado a hacerlo – respondió él, quitándose la nariz, porque le pareció ridículo estar discutiendo con el gerente de esa guisa.
- Es verdad, a nosotros nadie nos ha avisado – dijo Fernando.
- Pues siento la falta de comunicación. Pero…

Siguieron discutiendo. Al final el gerente sentenció que la función se hacía a las tres o no se hacía, y no les quedó otro remedio que ceder. El gerente, victorioso, salió del patio más estirado aun que cuando entró. Estaba claro que no necesitaba de una buena estatura para salirse con la suya. Él estaba tan furioso que le hubiera gustado renunciar a su parte y abandonar aquella apestosa fábrica, pero sabía que los otros necesitaban el dinero del caché para sacar adelante a sus familias. Él era soltero y podía permitirse cierto orgullo, aun así cedió por sus compañeros. Volvió a ponerse la nariz de payaso e hizo una mueca exagerada tratando de mostrar su enfado.

- ¿Qué vamos a hacer hasta las tres? Quedan más de dos horas y media – dijo Jacinto consultando su reloj.
- Supongo que esperar – dijo Fernando protegiéndose los ojos del sol con la mano a modo de visera.
- Ni de coña. Me muero de sed. Yo me voy a buscar unas cervezas. – afirmó Jacinto, sacando las llaves de la furgoneta.

Jacinto se dirigió a la puerta de salida.

- Tráete unos bocatas – le dijo Fernando.
- Vale.

A Fernando y a él no les quedó más remedio que aguardar dentro del patio. Eso o se desmaquillaban y se quitaban sus disfraces para vestirse de calle. Ninguno de los dos tenía el ánimo para ello, preferían esperar. Fernando fue a sentarse en una esquina del escenario, él lo hizo en una de las sillas de madera de la cuarta fila. El sol pegaba de lleno. Aguardaron en silencio soportando el calor con dejadez. Reflexionó sobre su carrera de actor, si es que a lo suyo se le podía llamar carrera. Las cosas no marchaban bien, saltaba a la vista. Recordó que él se hizo actor por todo ese cuento de la fama y el dinero, por el glamour y las bellas mujeres, pero nunca consiguió nada de lo mencionado, además, dudaba que lo consiguiese alguna vez. El sol le estaba matando y el cansancio y la falta de sueño empezaban a hacer mella en él. Hizo mención de encenderse un cigarro, pero hacía tanto calor que desistió. Le picaba la cara, quiso quitarse el sudor de la frente pero no lo hizo para no estropear el maquillaje. De pronto se sintió muy cansado y los ojos empezaron a cerrársele. Necesitaba una buena raya de speed para volver a ponerse a tono.

- Voy al servicio a echar una meada – dijo poniéndose en pie y estirando los músculos de la espalda.

Fernando asintió con la cabeza sin decir palabra. Entró en la lonja y caminó en dirección a los vestuarios. El cambio de temperatura le resultó agradable. Se detuvo delante de una de las máquinas, la observó detenidamente tratando de averiguar su utilidad. Nada, él no estaba echo para manejar maquinas. La instalación de cualquier electrodoméstico siempre le resultó un dilema, como para saber para qué servia aquel gran armatoste. Siguió caminando hacia los vestuarios. Entró. Los tubos fluorescentes parpadearon levemente cuando él atravesó los vestuarios. De su pantalón de calle cogió la cartera y entró en la zona de los servicios. Sobre uno de los lavabos fue dejando la papelina, la tarjeta de crédito y un billete enrollado. Vertió un poco de speed sobre el cuero de la cartera y lo fue cortando y aplastando con ayuda de la tarjeta. Finalmente alineó el polvo en una fina raya. Con el billete enroscado se dispuso a esnifar, pero no pudo porque había olvidado que llevaba puesta la nariz de payaso. Se contempló en el espejo. El sudor había corrido su maquillaje dándole un aspecto de lo más macabro. Parecía una especie de Joker siniestro con los ojos inyectados en sangre. Cualquier niño que lo viese de esa guisa se echaría a llorar, y eso es, a todas luces, lo contrario que quiere un payaso. Se quitó la nariz, también el sombrero y la peluca. Realmente tenía un aspecto lamentable y su rostro, enmarcado en aquel revenido espejo, no hacía más que resaltar lo cutre de la situación.

- ¿Dónde está el glamour en todo esto? - pensó.

Allí no había glamour, eso lo tenía claro. Lo único que había allí era fracaso y desesperación. La cara amarga de la vida. Esnifó la droga. Estaba tan agotado que apenas sintió los efectos vigorizantes del speed. Abrió el grifo y se lavó la cara. De todas formas iba a tener que maquillarse de nuevo. Y esta vez lo haría pintándose una cara triste.


TEXTO by Pepe Pereza


IMAGEN by Brocco Lee