domingo, 8 de noviembre de 2009

EL PARQUE


-¡Ya estás aquí!
-El autobús llegó tarde.
-Bueno, me voy, ahí te la dejo. Ha pasado mala noche.
-Ande, que ya me quedo yo.
Y cerró la puerta a la hija de doña Engracia con quien vivía desde que la enfermedad se había recrudecido. La mujer la contrató por eso mismo: “¿Le importa que mi madre esté así?” “No, señora. No se apure, sabré manejarla”. Y sí sabía. Toda la infancia se la pasó cuidando a unos y a otros; la mayor de cinco hermanos en una casa donde también vivía una abuela ciega y el hermano tonto del padre.
-¿Cómo está, Engracia? -Y esperaba a saber quién sería hoy. La anciana la miraba sin verla, como casi siempre, hasta que sus ojos enfocaban en el presente lo que su mente recordaba del pasado, recreando en ella a quién querían ver. Entonces se animaba y empezaba a hablar con Carmela, que dejaba de ser ella para ser la persona que la mujer deseaba que fuese. Había dejado de intentar situarla, si ella quería que su hermana Amalia le contara lo que había pasado en clase, pues se lo decía. Qué era Zacarías, su marido, el que acaba de llegar del trabajo, entonces le hablaba de lo mismo que tantas veces le había escuchado contarse a ella, en voz baja; un murmullo susurrante apenas, una letanía que contenía retazos de su vida.
Los ojos aguados y azules de la anciana enfocaron una vez más la proyección del recuerdo. “Hija, qué alta estás ya”. “Sí, madre”. Al principio del día, Carmela no hablaba mucho, tenía que ir metiéndose en el personaje, situarse en el tiempo, la dejaba vaciarse de las palabras hasta tener los datos precisos para seguir la conversación. “No sé si te cabrá el traje”. “Me lo puedo probar, si quiere”. “No, que lo podríamos manchar”.
A veces, cambiaba rápidamente de recuerdo y Carmela tenía que volver a encarnar otro personaje, valiéndose de la interminable información que la anciana masculla hora tras hora. En ocasiones, simplemente, contestaba sin más, pero con coherencia, eso sí, porque si no, la mujer se daba cuenta; no le valía que le dieran la razón, o le siguieran la corriente; ponía trampas sutiles, tendía lazos dialécticos, hasta confirmar que no le prestaban atención, entonces se irritaba sobremanera, llegando a gritar exigiendo la presencia del hermano muerto hace años con quién estaba hablando. “¿Y tú quién eres, qué quieres, dónde está Andrés?” y se rompía el precario equilibrio entre la cordura y el olvido en el que se movía. Chocarse con el presente, futuro imposible para quien no recordaba haberlo vivido, era doloroso para ella, y para los demás, que no sabían cómo enmendar la memoria rota. “Madre, tranquilícese, soy yo, Alicia, está bien, está en casa conmigo”. “Usted no es mi hija, no sé quién es usted. Mi hija está en clase.”
Carmela no intentaba mostrarle la realidad. Cuando la dejaban intervenir, la llevaba de la mano hasta su refugio; esa mezcolanza temporal donde lo pasado seguía vivo y el presente se fundía en un borrón incomprensible de manchas, olores y voces familiares, pero a la vez aterradoras.
“Ande, madre, ¿qué ha hecho hoy?, yo he dicho bien la lección y la maestra me ha felicitado”. “Hija, ¿ya has vuelto?” Y sonreía tranquila a quien no era de su sangre, mientras que la pequeña, ahora mujer, se retorcía las manos desesperada. “No sé que maña tienes, Carmela, menos mal que te apañas bien. Me voy”. Y se iba, cada mañana, dejándolas en medio del mundo propio de la madre, en el que ya nada tenía sentido porque el tiempo dejó de medirlo.

Carmela saca a pasear a la anciana siempre que no haga mal tiempo, aprovechando para encontrarse con compatriotas que también tutelan gente mayor o niños pequeños; conviviendo con los extremos de la vida del país que los acogió: ancianos que les cuentan cómo fueron sus vidas y niños con los que compartir las propias infancias tan lejanas en el mapa. Una mezcla cultural de recuerdos que les une más allá del tiempo, del espacio, acortando fronteras al escuchar a los más ancianos desmigar sus vidas, ahora narradas, y al contar a los niños ese cuentito en el que el pequeño no parará de preguntar qué cosa era esa, o qué sabor tenía aquello, y al llegar a casa pedirá a la madre objetos y sabores lejanos e imposibles de adquirir, con los que crecerá aún sin haber visto ni saboreado.
-Hace buen día hoy.
-Sí, se está bien, ¿verdad, Engracia?
La anciana sentada en el banco, al sol, con los ojos cerrados pensando en lo que nadie podría adivinar, movió la cabeza, afirmando. “Sí, hace bueno”.
Y Carmela y su amiga, Claudia María, que solía estar a esas horas, asintieron de nuevo volviendo a alabar el día brillante y nítido que se respiraba. Estuvieron unos minutos sin decirse nada. “¿Recibiste carta de casa?” “Sí”. “Yo les llamo cada domingo, las cartas son pesadas, y si no está Juanito no pueden leerlas. Mejor llamo”. “Claro, además se les oye la voz y parecen más cerquita”. “Sí que es muy cierto, yo, es que… , perdona… ¡Borja, vení a por el bocadillo!” Y sobresaltó a la amiga y a la anciana que abrió los ojos, al cambiar el tono de confidencias por el de la voz en cuello. “Este niño es muy desobediente, le dije que no se alejase, que tenía que merendar enseguida y mirá dónde está; ni se le ve. Y no creas que va a venir así de fácil, no. ¡Borja, qué vengas!. Ya verás, si me tocará ir a mí.” Y se levantó con el bocadillo envuelto en papel de plata, refunfuñando y metiéndose con lo malcriado que estaba el niño.
Carmela se quedó mirando la escena de su amiga llevando la merienda al niño que cuidaba, y también la anciana, que una vez abiertos los ojos, ya no los cerró de nuevo, dedicándose a observar el parque y a no reconocerlo.
En el banco había quedado parte del envoltorio de la merienda; un trocito de papel de plata que la joven cogió como si estuviese hecho de verdad de ese metal, no podía evitar pensar que estaba robando algo valioso como cuando niña y recogía todo lo que brillaba. La primera vez que vio ese tipo de papel se deslumbró. Encontró entre los escombros donde buscaba parte de su colección de brillos, como los llamaba, un rollo de papel de aluminio que no sólo reflejaba el sol, sino que se dejaba moldear. Las demás piezas no; tanto las cuentas como los fragmentos de cristal y cerámica que tenía en la caja de latón, eran invariables. Se pasó largos ratos haciendo bolitas, cuadrados, muñecos, que ella creía valiosísimas esculturas de plata. Mientras las creaba las iba tasando y saliendo de la pobreza a medida que en su imaginación las iba vendiendo.
La decepción fue enorme cuando, tras mucho pensárselo y pasarse horas de guardia ante la dulcería más apetecible del pueblo, se decidió a abordar a la dueña tras el mostrador, y con su tono de voz más firme, le preguntó cuántos dulces, bollos, panes y chocolates, le daría a cambio de un Niño Jesús de plata. La dueña del establecimiento dudó unos segundos; haber visto a la rapaza apostada en la esquina cada día, le había intranquilizado un tanto y verla entrar, más. Pensó que no era un disparate que hubiese robado esa joya que ahora le ofrecía. Ya se sabe esa gente de los arrabales no tienen temor de Dios, pero en realidad, ella no tenía el porqué de saberlo, y no aceptar lo que se le tendía hubiera sido necio; si no lo cogía ella, lo haría cualquier otro. Así que miró a la niña severamente; “¿Qué figurita? ¿Una medalla?” “No, señora, un Niño Jesús, sin cadenita”. Y abrió el puño donde estaba fuertemente apresado algo parecido a nada: con imaginación y buena voluntad, se podía distinguir una cabeza coronada y un cuerpo con bracitos y pies. “Mire, ¿cuántos panes me puedo llevar? Es de plata, señora”. Y dejó, sudado y caliente, la figura de la que más orgullosa estaba, encima del mostrador, aupándose de puntillas para llegar. La mujer lo cogió y a punto estuvo de estampárselo: de ella no se reía nadie, pero la ira se le fue cuando buscando la risa en la niña, no la encontró; no se burlaba, lo decía en serio, creía que era bueno. Entonces la que se echó a reír fue ella: “Qué niña más tonta, ¿de verdad creías que esto era de plata?” Y las risas que escuchó, humillada, mientras se iba de la tienda, sin acabar de comprender del todo las carcajadas, la acompañaron toda la vida.
Carmela, instintivamente, apartó con rabia y dolor de sí la pequeña bolita de papel de aluminio que había estado modelado mientras, sin saberlo, volvía a salir con las manos vacías de esa dulcería.
-¡Ale! Ya le he dado el bocadillo. Ahora que se lo coma y no lo tiré por ahí-y las dos se miraron con la triste complicidad que da la incomprensión de tal acción-.
TEXTO POR Eva Monzón
ILUSTRACIÓN POR Álvarez Cabrero

2 comentarios:

John Table dijo...

muy buena la ilustracion!!!

Es raro pero la única forma que tiene de estar, “presente”, viva, la anciana es en sus recuerdos. Y Engracialo lo sabe y borda el este papel , fingiendo, actuando en el película ...esta bien narrado , fidedigno, bien visto ...pero quizás y esto es cosa mía lo de la niña y el papel de aluminio me deja con un sabor raro, tiene menos fuerza que la sencillez de la otra

John Table dijo...

perdon, me referia a carmela en cuanto a lo de bordar el papel y no a engracia !
un saludo desde canarias.