¿Saben?, a veces llama mamá y hablamos. Me cuenta como le va y le cuento como me va, por lo general nos va regular, la vida es descafeinada aunque nos empeñemos en lo contrario: hay que barrer el suelo y fregar los platos todos los días. Hablamos de las cicatrices del pecho y de las heridas que aún no se han cerrado. Cuando se acaba la conversación me dice te quiero y yo le digo que también, luego me manda un beso y yo le envío otro, imito con la boca el sonido que hace un beso y mi beso va montado en una onda electromagnética por los aires desde el centro de la península donde estoy yo a la costa del Norte donde ella lo espera.
Porque un beso es algo más que un gesto que hacemos con el cuerpo, algo más que cuatro labios que se tocan y retozan, algo más que dos labios que acarician una mejilla, o dos mejillas que se rozan a un lado y otro de una cabeza; más, sin duda, que dos labios que se posan sobre unos dedos y luego se levantan y soplan suavemente para enviar el beso a alguien que está lejos y lo espera y se despide agitando la mano o un pañuelo, más que dos lenguas lascivas que pelean o incluso que una boca en la entrepierna. Es algo más que eso, un sonido que revolotea: los labios son mariposas que expulsan a una mariposa hija, así que le envío a mi madre un beso al final de la llamada y éste alza el vuelo errático y sale de Delicias y de Madrid entero, y pasa sobre la sierra y cruza Segovia y Zamora y lo que haya después, hasta pasar la Cordillera Cantábrica, y entre la niebla que lo recibe sigue incansable hasta mi casa donde echada en la cama grande y con el teléfono al oído mi madre usa su oreja/mejilla como pista de aterrizaje para el bicho loco volador recién llegado, que vino de la capital, de mi casa, de mis labios, todo eso en menos de un segundo.
Y en ese justo instante truena en Tokio, ya saben, el batir de alas de una mariposa encima de la meseta castellana provoca una tormenta en la megápolis japonesa y allí están en un callejón Yeiko y Tetsuo y sus labios están a menos de un milímetro aun sin tocarse, las caras muy juntas, vestidos con el uniforme escolar, la chaqueta azul marino, la falda y el pantalón gris, después de tanta mirada furtiva en clase y en el comedor y de provocar tantos encuentros supuestamente accidentales: si pasas por el parque esta tarde y hace sol tal vez esté allí, a veces por las tardes me siento en un banco y leo un libro tomando el fresco –mentira, mentira-; Tetsuo acude al parque como quien no quiere la cosa y allí está Yeiko siempre hermosa, flequillo negro perfectamente cuadrado enmarcando su sonrisa franca y la falda un poquito más corta después de la escuela, se sientan a pasar la tarde y a hablar de cosas japonesas –ella no ha podido leer ni una sola página atenazada por los nervios-, algún día incluso se han rozado la mano, son jóvenes y todas estas cosas se sienten con fuerza y en el pecho, donde deben de sentirse, sus cuerpos tiemblan casi imperceptiblemente, y así decenas de tardes y decenas de noches de insomnio y de adolescentes cabecitas incapaces de conciliar el sueño sobre sábanas empapadas de sudor, hasta que llega el día de hoy: quién sabe por qué motivo o con qué estúpida excusa Yeiko y Tetsuo se han adentrado en ese callejón, tal vez siguiendo a gato pequeño que se les ha cruzado en el camino o queriendo ver algún árbol recién florecido –debe de ser primavera y los japoneses aprecian estas cosas-, así que por fin están escondidos del mundo y en el silencio solo roto por la brisa y las ramas frotándose, sus rostros casi en contacto, sus labios crepitando antes del primer beso mil veces imaginado en noches húmedas, y ya están muy cerca y los pechos casi explotando cuando de pronto truena fuerte, muy fuerte –millones de martillos cayendo a destiempo sobre un mismo yunque-, y todo se oscurece: Yeiko se asusta, abre los ojos, se encuentra los ojos recién abiertos de Tetsuo y comienza a llover como nunca y todo se llena del agua –el suelo, las mejillas, el pelo- y del sonido de un mar desparramándose sobre el asfalto, Yeiko siente el aliento caliente de Tetsuo en su rostro y se avergüenza y enrojece y dice adiós tímidamente bajando la cabeza, se da la vuelta, agarra bien la cartera contra el pecho y echa a correr a casa desesperadamente, buscando las esquinas, y allí se queda Tetsuo, taquicárdico y puteado –con el buen día que hacía minutos antes, joder-, su primer beso oriental chafado sin explicación aparente, simplemente –pero esto él no lo sabe- porque yo le mandé un beso aéreo a mi madre al final de la llamada antes de irme a dormir y la atmósfera es un sistema dinámico caótico extremadamente sensible a las condiciones iniciales, ya saben, esas teorías raras.
TEXTO DE:Sergio C. Fanjul
ILUSTRACIÓN DE:Toño Benavides
Porque un beso es algo más que un gesto que hacemos con el cuerpo, algo más que cuatro labios que se tocan y retozan, algo más que dos labios que acarician una mejilla, o dos mejillas que se rozan a un lado y otro de una cabeza; más, sin duda, que dos labios que se posan sobre unos dedos y luego se levantan y soplan suavemente para enviar el beso a alguien que está lejos y lo espera y se despide agitando la mano o un pañuelo, más que dos lenguas lascivas que pelean o incluso que una boca en la entrepierna. Es algo más que eso, un sonido que revolotea: los labios son mariposas que expulsan a una mariposa hija, así que le envío a mi madre un beso al final de la llamada y éste alza el vuelo errático y sale de Delicias y de Madrid entero, y pasa sobre la sierra y cruza Segovia y Zamora y lo que haya después, hasta pasar la Cordillera Cantábrica, y entre la niebla que lo recibe sigue incansable hasta mi casa donde echada en la cama grande y con el teléfono al oído mi madre usa su oreja/mejilla como pista de aterrizaje para el bicho loco volador recién llegado, que vino de la capital, de mi casa, de mis labios, todo eso en menos de un segundo.
Y en ese justo instante truena en Tokio, ya saben, el batir de alas de una mariposa encima de la meseta castellana provoca una tormenta en la megápolis japonesa y allí están en un callejón Yeiko y Tetsuo y sus labios están a menos de un milímetro aun sin tocarse, las caras muy juntas, vestidos con el uniforme escolar, la chaqueta azul marino, la falda y el pantalón gris, después de tanta mirada furtiva en clase y en el comedor y de provocar tantos encuentros supuestamente accidentales: si pasas por el parque esta tarde y hace sol tal vez esté allí, a veces por las tardes me siento en un banco y leo un libro tomando el fresco –mentira, mentira-; Tetsuo acude al parque como quien no quiere la cosa y allí está Yeiko siempre hermosa, flequillo negro perfectamente cuadrado enmarcando su sonrisa franca y la falda un poquito más corta después de la escuela, se sientan a pasar la tarde y a hablar de cosas japonesas –ella no ha podido leer ni una sola página atenazada por los nervios-, algún día incluso se han rozado la mano, son jóvenes y todas estas cosas se sienten con fuerza y en el pecho, donde deben de sentirse, sus cuerpos tiemblan casi imperceptiblemente, y así decenas de tardes y decenas de noches de insomnio y de adolescentes cabecitas incapaces de conciliar el sueño sobre sábanas empapadas de sudor, hasta que llega el día de hoy: quién sabe por qué motivo o con qué estúpida excusa Yeiko y Tetsuo se han adentrado en ese callejón, tal vez siguiendo a gato pequeño que se les ha cruzado en el camino o queriendo ver algún árbol recién florecido –debe de ser primavera y los japoneses aprecian estas cosas-, así que por fin están escondidos del mundo y en el silencio solo roto por la brisa y las ramas frotándose, sus rostros casi en contacto, sus labios crepitando antes del primer beso mil veces imaginado en noches húmedas, y ya están muy cerca y los pechos casi explotando cuando de pronto truena fuerte, muy fuerte –millones de martillos cayendo a destiempo sobre un mismo yunque-, y todo se oscurece: Yeiko se asusta, abre los ojos, se encuentra los ojos recién abiertos de Tetsuo y comienza a llover como nunca y todo se llena del agua –el suelo, las mejillas, el pelo- y del sonido de un mar desparramándose sobre el asfalto, Yeiko siente el aliento caliente de Tetsuo en su rostro y se avergüenza y enrojece y dice adiós tímidamente bajando la cabeza, se da la vuelta, agarra bien la cartera contra el pecho y echa a correr a casa desesperadamente, buscando las esquinas, y allí se queda Tetsuo, taquicárdico y puteado –con el buen día que hacía minutos antes, joder-, su primer beso oriental chafado sin explicación aparente, simplemente –pero esto él no lo sabe- porque yo le mandé un beso aéreo a mi madre al final de la llamada antes de irme a dormir y la atmósfera es un sistema dinámico caótico extremadamente sensible a las condiciones iniciales, ya saben, esas teorías raras.
TEXTO DE:Sergio C. Fanjul
ILUSTRACIÓN DE:Toño Benavides
2 comentarios:
Me ha encantado¡: el beso errático que viaja a propulsión, los adolescentes,que no estan acostumbrados a los cambios de presión.
Bellisimo...
Un abrazo
A mí también me ha gustado, de hecho es el que más me ha gustado de unos cuantos cuentos que he leído en la página. Bonita forma de descomponer el concepto del beso para después recrearlo en una metáfora no del todo nueva (la de la mariposa) pero reconstruida con la idea de que en realidad un beso es la mariposa hija de otras dos. En la segunda parte realmente me ha aparecido un cómic manga blanco y negro en la cabeza, con sus tópicos y sus exageraciones.
Felicitaciones.
Publicar un comentario