Contártelo, Adela
Necesito contártelo, Adela, aunque tal vez no puedas, aunque tal vez no quieras saberlo. Necesito decirte cómo ha sucedido esta historia que me resisto a creer verdadera, que aún no sé si no estaré soñando.
Vino a mí. No habría podido ser de otro modo. Tú sabes que yo no busco ni buscaría, que mi pacto con la vida, después de lo que nos sucedió, se basaba en no esperar nada y conformarme con que nada viniera. Pero un día, mientras yo andaba a otras cosas, ella acudió.
La primera vez la vi en invierno. Y no te diré que no me atrajo. Pero lo hizo como corresponde que atraigan a un hombre en la cincuentena, y bastante consciente de sus limitaciones de cuerpo y espíritu, las veinteañeras vistosas que se cruza por la calle. La consideré como un ente abstracto, más como una proyección de la idea de belleza que como una belleza tangible. No sólo no me planteé poseerla; ni siquiera lo deseé, porque uno sólo desea realmente las cosas por las que está dispuesto a hacer algún sacrificio, y yo por ella, en aquel momento, no habría arrostrado la más mínima alteración de mi ordenada rutina.
Sólo puedo apuntarte una mínima perturbación, algo que la hiciera singular. Aquel primer encuentro sucedió en una situación poco propicia, en un pasillo, donde su hermana, una de las secretarias, me la presentó mientras yo estaba apurado por otras cuestiones. No creo que la conversación, un simple intercambio de cortesías, durase más de un par de minutos. Pero ella se las arregló para que su mirada se me quedase grabada en la memoria. No estoy acostumbrado a que una mujer que podría ser mi hija me mire de arriba abajo sin ningún recato.
Lo achaqué a alguna clase de rareza, o a una impertinencia que en modo alguno creí necesario reprimir; cuando los años avanzan, uno aprende a no sentirse afectado por la insolencia de los jóvenes. Y supongo que la habría olvidado por completo al cabo de pocos días, de no haber sido porque una semana después recibí en mi casa una carta.
Mi dirección particular, según me contó luego, la encontró a través de su hermana, aprovechando un descuido suyo otro día que fue a recogerla a la oficina. Luego, simplemente, escribió la carta y me la mandó. Un acto que habría podido ser intrascendente. Imaginemos que la carta hubiera sido un anónimo amenazante. O un anónimo mordaz. O un anónimo ofensivo. La habría roto en mil pedazos y me habría olvidado de ella, como he hecho siempre con esa clase de mensajes, sin consecuencia hasta la fecha. Pero no, la carta no era anónima. Se identificaba con su nombre, Nathalie y, por si yo no la recordaba, me indicaba de quién era hermana y cuándo nos habíamos visto. Tras algunas consideraciones sobre mi persona y la impresión que le había causado, me proponía sin mayores circunloquios que nos acostáramos juntos.
Al estupor, como en mí es habitual, sucedió el análisis, al que me apliqué con rigor y sin aspavientos. Podía ser una burla, en cuyo caso lo mejor que podía hacer era ignorarla. Podía ser una oferta seria, en cuyo caso, concluí tras una breve reflexión, debía ignorarla igualmente. No tenía sentido atenderla, y tampoco reaccionar con ira. Era evidente que su hermana le había facilitado ciertas informaciones sobre mí, sobre mi vida y mis circunstancias, y entonces todavía podía sospechar que le hubiera dado mi dirección privada. Pero ni siquiera en caso de que así fuera juzgué útil aplicar ningún castigo. No se puede evitar que la existencia de uno alimente la murmuración ajena, ni cabe impedir que otros tengan acceso a informaciones que uno preferiría mantener reservadas. Nada de eso es grave si no plantea un peligro preciso. No lo percibí en Nathalie, y preferí archivarla como a una lunática demasiado audaz. Pero hice algo que admito incoherente: guardé la carta.
Por qué la guardé, creo que empecé a comprenderlo al recibir la segunda misiva. En ella, mi corresponsal recuperaba una frase que ya había utilizado en la primera, una frase que es cierto que podía parecer una banalidad, incluso una cursilería, pero que no sé por qué escogí leer como una prueba de perspicacia: "Ese desierto limpio y triste que asoma en tu mirada pide a gritos ser habitado". Cuando me tropecé de nuevo con esas palabras, me quedé pensativo. Pero, una vez más, nada hice. Y tal y como había hecho con la primera, guardé la carta.
En los meses siguientes continuaron llegando cartas que leí y guardé sin darles nunca respuesta. La oferta se renovaba en todas (junto a un número de teléfono móvil, siempre el mismo), y en cada una Nathalie me iba contando cosas de su vida, de sus emociones, de sus deseos, incluso de sus melancolías. En resumen, deduzco ahora: se iba construyendo ante mí, sin conocernos ni encontrarnos, como la mujer que esperaba que un día me atrajera tanto como para hacerme sucumbir.
La llamé un día de verano. No me preguntes por qué. No sé si fue simple curiosidad, o cansancio de aquel ritual neurótico, o si de un golpe se juntó una dosis de deseo y otra de imprudencia, las necesarias para aceptar una cita con la hermana de una empleada bajo premisas cuando menos inconvenientes. Nathalie atendió nerviosa el teléfono. Aceptó sin rechistar el lugar y la hora que, casi autoritario, dispuse.
Ése fue mi último acto de poder sobre ella. Porque cuando la encontré, en el lugar estipulado, esperándome aunque yo llegaba con algún minuto de antelación, me causó una conmoción bajo la que todavía me encuentro. Llevaba unos pantalones ceñidos, los hombros descubiertos y una blusa de poco escote, pero lo bastante ajustada como para hacerme sentir el poderío de aquellos pechos que la llenaban hasta comprometer sus costuras. Desde el primer momento, y aunque se la veía insegura e inquieta, el fulgor amarillo de sus ojos se expuso sin pudor a mi escrutinio, y aún más desembarazada se mostró a la hora de hablar de sus sentimientos, sus ensoñaciones, sus fantasías.
Aquella tarde no pasó nada. Quiero decir, ni siquiera la rocé. Pero los dos supimos que la próxima vez que volviéramos a vernos tendríamos que arrojarnos el uno en brazos del otro. Así lo constatamos, en una extraña y ardiente conversación telefónica que tuvimos al otro día.
Y volvimos a vernos. Esta vez ella vino escotada, y con falda, y mis manos tardaron poco en pasearse por sus muslos y buscar acomodo entre sus copiosos pechos de color bronce. Fue entonces cuando le dije, como una broma, que tenía piel de árabe, y ella me respondió que también donde no se veía, y que si quería comprobarlo. Temí el momento de encontrarme desnudo ante ella, después de tantos meses de onanismo compensatorio. Pero cuando desabroché su sujetador y sus pezones oscuros se ofrecieron a mis labios, cuando bajé su tanga gris y su sexo moreno me llamó como la madre de todos los abismos, sentí que mi miembro se afirmaba con una rotundidad antigua y desconocida.
Y así sigue, un mes después, cada vez que su boca ansiosa lo recibe, cada vez que sediento busca él su vientre. La vida es así de excéntrica, Adela: cuando ya no toca, allí donde no debía, viene y estalla.
Aunque estés muerta, espero que lo comprendas. No tengo más remedio que amarla, porque sigo siendo un trozo de vida, absurdo y desvalido. Un trozo de vida que, pase lo que pase, te añora siempre.
Necesito contártelo, Adela, aunque tal vez no puedas, aunque tal vez no quieras saberlo. Necesito decirte cómo ha sucedido esta historia que me resisto a creer verdadera, que aún no sé si no estaré soñando.
Vino a mí. No habría podido ser de otro modo. Tú sabes que yo no busco ni buscaría, que mi pacto con la vida, después de lo que nos sucedió, se basaba en no esperar nada y conformarme con que nada viniera. Pero un día, mientras yo andaba a otras cosas, ella acudió.
La primera vez la vi en invierno. Y no te diré que no me atrajo. Pero lo hizo como corresponde que atraigan a un hombre en la cincuentena, y bastante consciente de sus limitaciones de cuerpo y espíritu, las veinteañeras vistosas que se cruza por la calle. La consideré como un ente abstracto, más como una proyección de la idea de belleza que como una belleza tangible. No sólo no me planteé poseerla; ni siquiera lo deseé, porque uno sólo desea realmente las cosas por las que está dispuesto a hacer algún sacrificio, y yo por ella, en aquel momento, no habría arrostrado la más mínima alteración de mi ordenada rutina.
Sólo puedo apuntarte una mínima perturbación, algo que la hiciera singular. Aquel primer encuentro sucedió en una situación poco propicia, en un pasillo, donde su hermana, una de las secretarias, me la presentó mientras yo estaba apurado por otras cuestiones. No creo que la conversación, un simple intercambio de cortesías, durase más de un par de minutos. Pero ella se las arregló para que su mirada se me quedase grabada en la memoria. No estoy acostumbrado a que una mujer que podría ser mi hija me mire de arriba abajo sin ningún recato.
Lo achaqué a alguna clase de rareza, o a una impertinencia que en modo alguno creí necesario reprimir; cuando los años avanzan, uno aprende a no sentirse afectado por la insolencia de los jóvenes. Y supongo que la habría olvidado por completo al cabo de pocos días, de no haber sido porque una semana después recibí en mi casa una carta.
Mi dirección particular, según me contó luego, la encontró a través de su hermana, aprovechando un descuido suyo otro día que fue a recogerla a la oficina. Luego, simplemente, escribió la carta y me la mandó. Un acto que habría podido ser intrascendente. Imaginemos que la carta hubiera sido un anónimo amenazante. O un anónimo mordaz. O un anónimo ofensivo. La habría roto en mil pedazos y me habría olvidado de ella, como he hecho siempre con esa clase de mensajes, sin consecuencia hasta la fecha. Pero no, la carta no era anónima. Se identificaba con su nombre, Nathalie y, por si yo no la recordaba, me indicaba de quién era hermana y cuándo nos habíamos visto. Tras algunas consideraciones sobre mi persona y la impresión que le había causado, me proponía sin mayores circunloquios que nos acostáramos juntos.
Al estupor, como en mí es habitual, sucedió el análisis, al que me apliqué con rigor y sin aspavientos. Podía ser una burla, en cuyo caso lo mejor que podía hacer era ignorarla. Podía ser una oferta seria, en cuyo caso, concluí tras una breve reflexión, debía ignorarla igualmente. No tenía sentido atenderla, y tampoco reaccionar con ira. Era evidente que su hermana le había facilitado ciertas informaciones sobre mí, sobre mi vida y mis circunstancias, y entonces todavía podía sospechar que le hubiera dado mi dirección privada. Pero ni siquiera en caso de que así fuera juzgué útil aplicar ningún castigo. No se puede evitar que la existencia de uno alimente la murmuración ajena, ni cabe impedir que otros tengan acceso a informaciones que uno preferiría mantener reservadas. Nada de eso es grave si no plantea un peligro preciso. No lo percibí en Nathalie, y preferí archivarla como a una lunática demasiado audaz. Pero hice algo que admito incoherente: guardé la carta.
Por qué la guardé, creo que empecé a comprenderlo al recibir la segunda misiva. En ella, mi corresponsal recuperaba una frase que ya había utilizado en la primera, una frase que es cierto que podía parecer una banalidad, incluso una cursilería, pero que no sé por qué escogí leer como una prueba de perspicacia: "Ese desierto limpio y triste que asoma en tu mirada pide a gritos ser habitado". Cuando me tropecé de nuevo con esas palabras, me quedé pensativo. Pero, una vez más, nada hice. Y tal y como había hecho con la primera, guardé la carta.
En los meses siguientes continuaron llegando cartas que leí y guardé sin darles nunca respuesta. La oferta se renovaba en todas (junto a un número de teléfono móvil, siempre el mismo), y en cada una Nathalie me iba contando cosas de su vida, de sus emociones, de sus deseos, incluso de sus melancolías. En resumen, deduzco ahora: se iba construyendo ante mí, sin conocernos ni encontrarnos, como la mujer que esperaba que un día me atrajera tanto como para hacerme sucumbir.
La llamé un día de verano. No me preguntes por qué. No sé si fue simple curiosidad, o cansancio de aquel ritual neurótico, o si de un golpe se juntó una dosis de deseo y otra de imprudencia, las necesarias para aceptar una cita con la hermana de una empleada bajo premisas cuando menos inconvenientes. Nathalie atendió nerviosa el teléfono. Aceptó sin rechistar el lugar y la hora que, casi autoritario, dispuse.
Ése fue mi último acto de poder sobre ella. Porque cuando la encontré, en el lugar estipulado, esperándome aunque yo llegaba con algún minuto de antelación, me causó una conmoción bajo la que todavía me encuentro. Llevaba unos pantalones ceñidos, los hombros descubiertos y una blusa de poco escote, pero lo bastante ajustada como para hacerme sentir el poderío de aquellos pechos que la llenaban hasta comprometer sus costuras. Desde el primer momento, y aunque se la veía insegura e inquieta, el fulgor amarillo de sus ojos se expuso sin pudor a mi escrutinio, y aún más desembarazada se mostró a la hora de hablar de sus sentimientos, sus ensoñaciones, sus fantasías.
Aquella tarde no pasó nada. Quiero decir, ni siquiera la rocé. Pero los dos supimos que la próxima vez que volviéramos a vernos tendríamos que arrojarnos el uno en brazos del otro. Así lo constatamos, en una extraña y ardiente conversación telefónica que tuvimos al otro día.
Y volvimos a vernos. Esta vez ella vino escotada, y con falda, y mis manos tardaron poco en pasearse por sus muslos y buscar acomodo entre sus copiosos pechos de color bronce. Fue entonces cuando le dije, como una broma, que tenía piel de árabe, y ella me respondió que también donde no se veía, y que si quería comprobarlo. Temí el momento de encontrarme desnudo ante ella, después de tantos meses de onanismo compensatorio. Pero cuando desabroché su sujetador y sus pezones oscuros se ofrecieron a mis labios, cuando bajé su tanga gris y su sexo moreno me llamó como la madre de todos los abismos, sentí que mi miembro se afirmaba con una rotundidad antigua y desconocida.
Y así sigue, un mes después, cada vez que su boca ansiosa lo recibe, cada vez que sediento busca él su vientre. La vida es así de excéntrica, Adela: cuando ya no toca, allí donde no debía, viene y estalla.
Aunque estés muerta, espero que lo comprendas. No tengo más remedio que amarla, porque sigo siendo un trozo de vida, absurdo y desvalido. Un trozo de vida que, pase lo que pase, te añora siempre.
2 comentarios:
Tiene estilo, me gusta. Tiene una retórica un tanto curiosa, pero bastante efectiva en las alternancias de registros.
Por cierto, un blog fantástico. Enhorabuena.
Un saludo
Lo leí en papel y me encantó. Un saludo y enhorabuan por vuestro trabajo.
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