miércoles, 7 de julio de 2010

POR QUÉ CUENTO LO QUE CUENTO, por Antonio Bordón


Me gustaría comenzar esta presentación con una confesión: Muchachos, maten a Borges no es el libro que yo quería escribir, sino el libro que quería leer. Cuando uno siente algo como lector, le gustaría provocar esa misma sensación en otras personas; entonces se lanza uno en busca de ese espejo, que sólo unos pocos consiguen atravesar —como la Alicia de Lewis Carroll— de lado a lado. Para mí uno de los lugares comunes más molestos del mundillo literario, ese de los “egos revueltos” de los que habla Juan Cruz en su último libro, es el de los escritores que dicen que sufren mucho cuando escriben. Escribir bien, es escribir feliz. Eso no quiere decir que los cuentos que componen este Muchachos, maten a Borges sean perfectos, seguramente son mejorables, pero no les cambiaría ni una coma, no me tomaría el trabajo de cambiarlos, porque he sido feliz escribiéndolos, y me gustaría que el lector también lo fuera leyéndolos tal como están, con sus defectos y sus virtudes, que son los defectos y las virtudes del autor, quizás más los defectos que las virtudes, pues estas últimas seguramente no sean mías, sino de las personas que me han ayudado en su publicación: Talía Luis, Daniel Ortiz, Miguel Bolaños y Noelia Sidi.

Hace poco leí en algún sitio —y con esto no me estoy refiriendo a ningún ensayo sesudo, sino tal vez a una de esos sobres de azúcar que llevan inscritas en el reverso una frase ocurrente— que cuando dejamos de amar regresamos al mundo de la superficie y los estereotipos. “La pérdida del amor —he aquí la frase— equivale a la pérdida de la vista”. Donde mejor se aprecia el sentido de la vista es sin duda en el cuento, que al contrario de lo que se piensa muy menudo no es un género fácil. “Aquello que se entrega fácilmente / mal alimenta un prolongado amor”, decía Ovidio. No obstante, la novela ha sido siempre mejor partido que el cuento. Le precede una fama increíble de hazañas caballerescas; y al mismo tiempo, es joven todavía, aunque algunos posmodernos la den por muerta. Y no es que el cuento no sea un buen partido, pero es considerablemente más viejo.

Aunque no creo que sea ésta la cuestión, pues si fuéramos a definir en términos humanos la diferencia entre el cuento y la novela, diríamos que el cuento es como un niño pequeño y la novela como un hombre adulto. Pero yo me inclinaría más por la definición que dio en una ocasión John Updike sobre los escritores y que se puede aplicar también a los cuentos: un cuento es como un enano alto, siempre está en el límite de la normalidad. Precisamente esa supuesta “anormalidad” es para mí lo más atractivo de los cuentos.

En los últimos meses, he leído exclusivamente cuentos, algunos los he releído hasta veinte veces, como Un día perfecto para el pez plátano, de Salinger. Era, y sigue siendo, mi favorito. A veces, para mantener la capacidad para maravillarnos, debemos dar un paso atrás de vez en cuando. En francés existe una expresión: “reculer pour mieux sauter”, es decir, dar un paso atrás para mejorar el salto hacia delante. Pero volviendo a lo de leer sólo cuentos, puede que esto se deba únicamente a la falta de tiempo o puede que se deba tal vez a que me estoy volviendo más sensato y ya no malgasto mi tiempo leyendo una historia de ochocientas páginas que podía haber sido narrada en veinte. Sin ir más lejos, Jorge Luis Borges, en su cuento El inmortal, de apenas dieciséis páginas, cuenta una historia que muy bien hubiera alcanzado las novecientas páginas si la hubiera escrito Ken Follet. Después tenemos a Augusto Monterroso, que con sólo siete palabras (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”) reescribe Parque Jurásico y, si me apuran mucho, toda la obra de Michael Crichton.

Y eso por no hablar de Raymond Carver, escritor sobre el que pesan las etiquetas de haber inventado una nueva forma de contar llamada “minimalismo” o “realismo sucio”, como si se quisiera reducir el cuento a la mínima expresión a la vez que deshonrarlo. No puede haber peor etiqueta que “realismo sucio” para definir una obra de belleza cristalina y fascinante complejidad como la de Carver, a menudo citado con reverencia, pocas veces leído en su totalidad y mucho menos aún estudiado con afán verdaderamente crítico. Desde luego, a uno le gustaría escribir como los autores que más admira. Pero lamentablemente, no suele ocurrir. A menudo uno termina pareciéndose a los escritores de los que no es tan adepto. A mí me gustaría parecerme a Borges, a Cortázar, a Perec o incluso a Chéjov, a quien un amigo encontró un día corrigiendo un cuento en un banco de un parque. Chéjov tachaba y tachaba y tachaba. El amigo reprochó a Chéjov el ímpetu con que suprimía adjetivos, frases, párrafos enteros. “Al final no va a quedar nada, salvo se enamoraron, se casaron y fueron infelices”, le dijo el amigo. “¿Acaso hay algo más?”, le contestó Chéjov.

Yo me he hecho la misma pregunta muchas veces. ¿Acaso hay algo más? Tal vez, llegado a este punto, sería conveniente echar mano de alguna teoría sobre el cuento, pero no se me ocurre ninguna. Por el contrario, me acuerdo de un montón de cuentos —La dama del perrito, El Aleph, Bartleby el escribiente, Los asesinos, La balada del café triste, El perseguidor, Tres rosas amarillas, etc—; en cambio los ensayos y las teorías sobre el cuento se me olvidan al minuto. Ahora mismo me viene a la cabeza un cuento de Truman Capote. Se titula Una luz en la ventana. Está en el libro Música para camaleones. Es un cuento sobre una anciana que vive sola en medio de un bosque. El narrador, después de tener un contratiempo que lo ha dejado tirado en medio de la oscuridad, se dirige a la casa de la anciana porque ha visto una luz en la ventana. La anciana lo invita a entrar y se muestra amable con él. Al poco rato comienzan a hablar de los autores que les gustan: hablan de Jane Austen (ella le dice que su tragedia es que ha leído todos sus libros tantas veces que se los sabe de memoria); hablan de Charles Dickens, de Lewis Carroll, de Willa Cather, de Chéjov, de Maupassant. Una de las cosas que llaman la atención del narrador es que la anciana vive rodeada de gatos. Cuando se van muriendo, los mete en la nevera, donde el narrador encuentra decenas de gatos, congelados, perfectamente conservados. Lo hermoso del cuento de Capote es que no trata ni de la vieja ni de los gatos ni siquiera del amor por los libros. El cuento está más allá. ¿Recuerdan el título? Una luz en la ventana. Su tesis central defiende que una luz en la ventana se asemeja a una mano tendida en la oscuridad. Los buenos cuentos tratan siempre de otra cosa, salvo cuando sólo vemos una categoría y dejamos de ver una realidad.

No es preciso decir que Muchachos, maten a Borges no trata de Borges, pese a que el suceso de su infancia que se narra pueda parecer biográfico. J. G. Ballard solía decir que los relatos biográficos siempre le habían resultado sospechosos, y que no creía una sola palabra de ellos. Hacía muy bien en no fiarse. Por algo el cuento se llama cuento: “relación de un suceso falso o de pura invención”, según el diccionario de la RAE. John Cheever decía que “un cuento es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas para que te saquen una muela. [...] El cuento es un eficaz bálsamo para el dolor”.

Los cuentos reunidos en Muchachos, maten a Borges no aspiran a tanto. Lo único que tenía en mente mientras los escribía era el consejo que Flaubert le dio a su amada Louise Colet: “Piensa siempre en el estilo y, sobre todo, escribe lo menos posible”. A simple vista, esto creo que lo he conseguido. Para terminar, me gustaría volver a Borges. En el relato El inmortal escribió: “Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla”. Pues bien, también yo ignoro si creí alguna vez en lo que hacía cuando escribía estos cuentos, pienso que entonces me bastó la tarea de escribirlos para ustedes. Eso es todo.

Antonio Bordón en TRES ROSAS AMARILLAS, marzo 2010

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1 comentario:

suequi dijo...

MUY buen artículo, me deja pensando muchísimo!
Y recuerdo algo que leí de Borges, que era algo así como que él no creía demasiado en lo que él mismo escribía, que era mucho mñas divertido para él, leer a los demás. No leí, "Maten a Borges", voy a ver si lo leo.
Carver es genial, cómo pueden opinar así los críticos?
BASTA d ecríticos, y leamos más sin juzgar...
Un enano de mayor altura que lo usual, MB....me uno a ello en el tema cuentos.
Escribir un buen cuento, es tener una buena capacidad de conceptualización...y de acuerdo con escribir, tachar...y ecribir y tachar...
Y realtivizar, y leer, y o juzga, repito NO juzgar, sino leer y meditar, internalizar, crecer para uno, buscar el sentido de lo que lemos, incorporarlo, y no complicarse tanto con las famosas críticas.
Q los críticos se dediquen a mirarse el ombligo...
Saludos!
:))