viernes, 13 de mayo de 2011

La ciudad dividida - David Vázquez

Surgió de la nada. Aquella mañana de un mes de agosto de 1961 Marie se asomó a la ventana y observó como a unos metros de la puerta de su casa, en mitad de la calle que separaba ambos edificios, alguien había delimitado una nueva frontera. En la brevedad de un parpadeo. ‘Estas cosas surgen sin avisar’ comentaban los transeúntes asustados. Una corriente de nerviosismo recorrió a toda la población a ambos lados.

Ella creyó que era un mal sueño así que, cerró los ojos delante de la ventana y volvió a abrirlos. Y allí seguía aquella vasta extensión de piedra grisácea. Encendió la radio e intentó averiguar cuál era el motivo de semejante acto. Preocupada, bajó corriendo a comprar el periódico. Nunca lo hacía, pero empezaba a estar inquieta. Sabía que todo era consecuencia del clima bélico que se respiraba desde hacía mucho tiempo y que ya duraba algunos años. Sin embargo, ella comenzó a hacerse preguntas: ‘¿Y ahora qué? ¿Podré volver a pasear tranquilamente por las calles? ¿Será posible seguir con las costumbres cotidianas, con los quehaceres diarios como hacer la compra en el barrio? ¿Volveré a ver a Mathias?’

Eran demasiadas preguntas que inundaban su cabeza al tiempo que los soldados tomaban posiciones en las aceras, en los puestos de control – Checkpoint Charlie –, registraban casas y tiendas y extendían el miedo a su paso, al ritmo de sus botas negras golpeando el suelo al unísono. El cielo sobre la ciudad se había vuelto gris con el humo de las detonaciones, de la quema de bienes de muchos vecinos, de la quema de libros y libertades. Y por mucho que todas aquellas personas llorasen no conseguían apagar esos fuegos y no conseguían una respuesta de todo aquello que estaba sucediendo.

Marie empezó a ver como cambiaba su ciudad. Una ciudad que pedía a gritos la ayuda de otros países, pero que tardaría en llegar porque las invasiones y la guerra pillaron por sorpresa a todos. Así se extendía la violencia y cada vez más gente era depositada en campos de concentración o apaleada o saqueada en sus casas o directamente asesinada. Ella procuraba mantenerse ajena a todos los hechos y acudía estrictamente a los actos que, por obligación, no podía eludir.

Durante meses no tuvo noticias de Mathias. Fue incapaz de encontrar un taxi que la llevase al otro lado para poder buscar lo que quedase de él. Pero es que era imposible ver taxis fuera del círculo donde se movían los altos mandatarios del gobierno. Así que llegó un punto en el que abandonó. Y se sumió en noches en las que pensó que había muerto. Que podía estar enterrado en cualquier parte del país y nunca saberlo. Esas noches en las que lloró durante horas hasta que el cansancio vencía su dolor y se dormía. Siempre deseaba que, al menos, lo peor que ocurriese fuese que rehiciesen su vida uno a cada lado del mural gris que dividía algo más que la carretera. El olvido no era la peor de las opciones.

También notó la falta de libertad a su alrededor, echaba de menos saludar al tendero del puesto de frutas y verduras, no volvió a ver al Sr. Schneider, un afable anciano que pasaba las mañanas leyendo la prensa en el banco que había en frente del viejo café y que siempre acababa proponiéndola matrimonio si el condenado Mathias no lo hacía. Todo un galán, con su inseparable sombrero gris y un bastón marrón; de talla y vestimenta impecable. Seguramente en otra época era la mismísima encarnación del Don Juan, como ahora se entiende. Por primera vez estaba viendo como morían de frío en las aceras las gentes de su barrio. Daba igual la condición social de la que fuesen parte, el gélido invierno no perdonaba. Entre la población se volvió a extender un mercado negro de alimentos y Zyklon B. Nadie quería pasar la agonía de morir lentamente.

Poco a poco se fue dando cuenta de que su vida se iba desmoronando, todas sus memorias se rasgaban y vivía en un estado de alerta en el que era imposible recordar las emociones. En la calle la gente gritaba a los soldados rogando una bala en la cabeza, un tiro certero, un billete de ida fuera de aquel infierno. Ya había perdido todas las ilusiones propias de su edad, había perdido: vecinos, amigos, familiares y a su gran amor. Todo se esfumó de la noche a la mañana: sus deseos de prosperar, de crear una familia, de disfrutar de la vida. Sin embargo, paradójicamente, los cementerios seguían igual de llenos. Fue entonces cuando recordó una vieja frase que solía decir su abuelo: ‘La vida es bella, pero el sufrimiento es una forma de vida: los seres humanos siempre sufriremos’.

Se acercó a una esquina del salón, encendió su vieja radio y cogió uno de los vinilos que conformaban su pequeña colección de música. Empezó a sonar Tears de Django Reinhardt. Se sentó en su sillón, tomo un poco de tabaco sobre su mano, sacó un papelillo y se fumó tranquilamente el cigarrillo. Disfrutando cada calada, jugando con cada bocanada de humo, desconectando del horror que reinaba en su vida o lo que quedaba de ella. Desde que fue consciente del cambio sabía que vivir en la ciudad dividida no resultaba fácil. Pero por un momento dejó a un lado todas las preguntas que merodeaban sin cesar por su cabeza, tomo uno de sus libros: “Leyes naturales” de Ryszard Kapuscinski que contenía su poema favorito, ‘Desde que estás’. Algo que la transportaba a los momentos felices de su memoria, esos que tiene y mantiene arrinconados para que no se los roben ni los destrocen. Momentos de felicidad que son necesarios recuperar para mantener la cordura y la esperanza. Aquella noche no hubo nada fuera de su propia burbuja. Ni el sonido de las explosiones derribando las casas de la ciudad en otro ataque aéreo ni los disparos furtivos de media noche mordiendo el pecho de otro inocente que no quiso doblegarse ante la tiranía del régimen. Nada. Y aquella noche, desde hacía mucho tiempo, volvió a sonreír.

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1 comentario:

enercen dijo...

Gran texto David. Acercate a Sol y reparte poesía.