Ayer me acosté en una cama rara pero mi cuerpo no la notó diferente. Borracha por el licor del cielo el sueño me alcanzó tarde. Y sin más, en el duermevela, dije un nombre. Enferma de culpa te miré para comprobar si seguías dormido. Tuve suerte. Y eso que el despertador anunciaba un martes y trece. Pero siempre te ha costado escucharme. Me tapé los ojos para encerrarle de nuevo y evité mostrar la resaca de mi boca. Borré el rastro que habían dejado las lágrimas en nuestra almohada. Y esta mañana, mientras el microondas hacía girar al café, en mi cabeza daba vueltas la atolondrada idea de confesarte quién era.
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