Hasta aquel día no había tenido ocasión de saber, con certeza, lo que es sentir temor. Uno puede tratar de aproximarse, a lo largo de su vida, observando los ojos perdidos y desquiciados de los chiquillos, los del tercer mundo, que no tienen nada que llevarse a la boca, o en las miradas desorbitadas de aquellos que debido a una catástrofe natural pierden todo, encontrándose con lo puesto. Eso sí, el tamiz dramático que saben aplicar los telediarios, a la hora de la sobremesa, a estas situaciones es único, para hacernos sufrir un poquito.
Pero es un temor lejano, ajeno, que nunca nos pertenecerá. Hasta que llega el nuestro, y es ahí, cuando uno se acojona.
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Acostumbraba, los días que libraba en el trabajo, a colocarse el chándal, las deportivas, la radio con sus cascos y salir a caminar, o correr según se terciase. Esa mañana, temprano, tampoco rompió la rutina.
Procuraba que la climatología le acompañase, y solía escoger la primavera o el verano para sus caminatas de hora u hora y media. El resto del año prefería guarecerse entre las ropas de la cama y los pliegues de su esposa.
No llevaba reloj de pulsera pero calculaba que serían las ocho o así, y a esas horas, Ramiro y Andrés, sus hijos, ya andarían mentalizándose para ir a trabajar. Mientras, su locutor preferido le susurraba las noticias más interesantes con las que se abría el día.
Con paso firme comprobó que aquella mañana se encontraba más ágil que otras, y decidió acelerar el paso a la par que se desprendía de la sudadera. El sol, con calma, empezaba a hacer sus estragos.
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Le resultaba imposible incorporar la cara para mirársela en el espejo. Sabía de sobra, y ese era uno de los distintos temores que le atenazaban, como iba a encontrarse el rostro si era capaz de atreverse a contemplarlo.
El agua que corría por el grifo no daba abasto para limpiar la sangre que embadurnaba el lavabo. Se sujetaba al mueble de la pila como podía, con escasas fuerzas, dejando que el resto de su cuerpo, un peso totalmente muerto, reposase sobre el suelo.
Debía, tenía que llamar a emergencias o al menos a su mujer, pero el fuelle se le había terminado en el momento que entró, dando bandazos, en el baño.
Aun así, su mujer, no tardaría mucho en aparecer. Vendría cargada con la compra, y juntos, irían al hospital más próximo.
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Cuando quiso echar la vista atrás solo pudo contemplar un sol ubicado, perfectamente, en el centro del cielo. Mediodía. Más horas de caminata de lo previsto, pero se sentía bien y su casa no quedaba lejos. Guardó la radio en un bolsillo junto con los cascos dispuesto a regresar. Un zumbido. Cada vez, el zumbido, más contiguo a él. El motor de una motocicleta. Tres, sí tres personas a horcajadas sobre la misma. Dos hombres y una mujer. Llegaron a su altura. Probablemente serían gitanos del poblado chabolista al que se había aproximado sin percatarse de ello.
Le pidieron dinero. Lo propio. No llevaba un duro encima, y era verdad. Les quiso entregar la radio y los cascos. Ellos le pidieron la ropa. Él se negó, les contestó que a su casa no volvía en pelotas ni loco. Fue su última palabra. El más bajo, con coleta y pelo grasiento, le atizó un cabezazo en la cara. Sintió el calor de la sangre, la ceja rota, la sensación de irse al suelo. Ella le trabó las piernas con una zancadilla. Desplomado, abatido, fue golpeado y ninguneado. En posición fetal trató de protegerse. La navaja, siempre una maldita navaja en el camino. El sol se reflejó en ella. Después, las frescura de su lecho, del río, que lo acogió entre sus aguas.
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El agua seguía corriendo por el lavabo diluyendo la sangre. Un último mareo, muy fuerte, éste no era como los anteriores y sabía que no podría soportarlo. Ese era su temor. Se acojonó. Se acojonó y mucho porque se dio cuenta que aunque su esposa llegase a tiempo no podrían ir juntos al hospital.
La llave introduciéndose en la cerradura de la puerta de entrada es lo último que pudo oír.
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