Cuando T. salió de su casa iba ya con la mosca detrás de la oreja. Era temprano, pero no lo bastante, y por esa razón la mosca ya estaba allí, besándole el lóbulo izquierdo y zumbando de lo lindo. ¿Qué es esto que hay a mi alrededor? ¿Acaso debería comprender la función de cada ruidoso instrumento y el significado de esos símbolos que los ornamentan? Y mientras caminaba, los colores se desprendían de los objetos y bailaban solos como vívidos reflejos que temblaban sobre calles mal bosquejadas, desplegadas como ríos turbios frente a su figura igualmente descolorida y pálida.
Anduvo a contracorriente esquivando hordas de zombies que pasaban a su lado sin reconocer en él a un hombre... ¿vivo? Tal vez ya no lo estaba. Paró frente a un escaparate y lo miró. Que bonitos eran aquellos maniquíes, cuanta vida desprendían esos cuerpos perfectos y mutilados, enfundados en bellas prendas pret-a-porter de temporada. Se los imaginaba follando como locos, maniquíes masculinos con maniquíes femeninos, y masculinos con masculinos y femeninos con femeninos, allí, dentro de aquellos marcos tan exquisitamente decorados y que refulgían como el neón de un puticlub en una carretera infinitamente negra e imprecisa; como un cuadro animado de sexo expuesto a los viandantes moribundos, o muertos del todo, que ni por esas se inmutarían, porque el sexo sin amor ya no inmuta a nadie. Y, mientras, los maniquíes se buscarían con ansia, arrancándose la ropa los unos a los otros; arañando, mordiendo y golpeando sus cuerpos de plástico duro, frotándose hasta que se quemaran y se derritieran, y ese plástico fundido chorrearía por entre sus piernas como semen y flujo destilado que los iba licuando gota a gota, hasta que de ellos no quedasen mas que unos cuantos charcos de amor húmedo que se derramaría por entre las rendijas de los cristales vertiéndose a la calle, donde los zombies seguirían caminando sin hacer el menor caso. Menos T., porque T. los habría estado observando. Por eso ahora se arrodilla y bebe del charco de la acera, y luego lame las baldosas del suelo y sube lamiendo por la pared hasta toparse de nuevo con la luna del escaparate, y comienza a lamer el cristal, y lo lame con vehemencia, con los ojos cerrados, lo lame, lo chupa, lo besa, como si en ese momento estuviera besando todo aquello que ha amado alguna vez en su vida. Y los zombies lo miran, ahora si lo miran... Porque han reconocido el brillo ácido del amor en su saliva. Y se preguntan qué está haciendo ese loco. Y pasan de largo dando un pequeño rodeo para evitar acercase a él demasiado. Lo temen, ahora los zombies lo temen porque ama, ama en público y ama con todas sus fuerzas. Y es obsceno, porque el amor es obsceno, como todo el mundo sabe. Y además da miedo, si, mucho miedo. Joder, ya lo creo que da miedo: el amor acojona de verdad. Pero él sigue a lo suyo, con los ojos cerrados, llenando de babas el enorme ventanal y recorriéndolo febrilmente de una esquina a otra con la lengua. Y los maniquíes siguen a lo suyo, quietos frente a él, mutilados y enfundados en sus bellas prendas pre-a-porter de temporada, manteniendo la compostura que, por otro lado, es lo único que se les exige. Y T. ni siquiera se ha dado cuenta. No, no se ha dado cuenta de que en realidad no se han movido, ni tampoco han follado, ni se han derretido; porque los maniquíes no se mueven, ni follan, ni se destilan como el aguardiente; ni se funden cual lava chorreando calle abajo. No, los maniquíes se quedan quietos, nada mas. Impertérritos, nada mas. Imperturbables, nada mas. Inaccesibles, nada más. Todos menos uno, uno que lo ha estado observando, que se acercó despacio, dando pasos cortos, y que ahora está de rodillas bebiendo del charco de babas que se ha escanciado por entre la rendija del cristal. Y lame el suelo enmoquetado, y besa el vidrio del escaparate, y lo persigue con sus labios de plástico, febrilmente, de una esquina a otra del ventanal; y cierra los ojos y lame y besa y besa y lame y lame y besa... Y ambos notan el calor del otro al otro lado, un calor que se va haciendo mas y mas intenso. Y los demás maniquíes miran impertérritos al compañero que ha perdido la compostura, que, por otro lado, es lo único que se le exigía. Y parecen incluso algo perturbados, acojonados diría yo, ante tal exhibición de amor que, como todo el mundo sabe, incluidos los maniquíes -que también son parte de este mundo-: ACOJONA DE VERDAD. Si, he aquí una verdad irrefutable: el amor acojona por igual a zombies y maniquíes. Y al otro lado del cristal los zombies siguen su camino, sin tan siquiera pararse a observar, andando como si supieran a dónde van o de dónde vienen, pero sin detenerse jamás, y mucho menos a mirar a un grupo de maniquíes mutilados que solo saben quedarse quietos, y algunos ni eso. Y él ni se ha dado cuenta. No, todavía cree que hay una persona al otro lado del cristal besándolo con pasión desenfrenada. Pero eso es del todo imposible porque T. no existe: es solo un personaje de mi invención que, además, jamás ha ido de compras al centro. Pero, además, esta lo otro, lo de que el amor acojona de verdad. Y acojona de verdad tanto a zombies como a maniquíes. Y por eso este cuento no tiene ni pies ni cabeza. Por eso el otro día, cuando yo paseaba por el centro y vi a ese montón de maniquíes fornicando como locos dentro de sus escaparates, nadie les hizo ni puñetero caso. Porque era solo sexo, y el sexo sin amor es una pistola sin balas. Por eso si un día te sacas la polla y se la enseñas a una de esas muñecas de las tiendas de ropa, verás como ni reacciona. No, si lo que quieres echar un buen polvo, vaciar todo el amor que llevas dentro, lo mejor es que lo intentes con un maniquí. Pero tienes que dar con uno de esos defectuosos que no sirven ni para mantener la compostura. Ponte frente a él y lame el escaparate hasta que el vidrio se funda y él reaccione, y luego dile que le quieres y luego dale una patada en el culo para que vaya aprendiendo como es la vida a este lado del cristal, lleno de zombies que una vez fueron maniquíes y que ahora caminan sin detenerse jamás, como si supieran a donde van o de donde vienen. Ah, pero eso si, debes saber que a ti, a partir de entonces y por encima de cualquier otra consideración, se te exigirá mantener la compostura.
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2 comentarios:
Joder, que puntazo. jajaja
Terrible.
Claro, en los primeros instantes ningún zombie sospechará que un maniquí sea follado por otro con amor hasta perder la compostura, en poco tiempo el amor se habrá propagado por todo el planeta con crueles e instintivos "Te quieros".
Recibir un simple "Te amo" inesperado bastará para que en cuestión de horas el amor se extienda por toda la no-vida. Que será de los Zombies cuando todos los maniquíes acaben siendo besados hasta el extremo por hordas de enamorados sin escrúpulos.
Qué horror! :D
Si, el amor acojona de verdad, sobre todo porque nos expone, y hace caer una fachada tras otras. Quizás por eso pasamos de largo. Pero, el sexo sin amor no nos deja impertérritos. Cada vez que nos desnudamos ante alguien le entregamos un pedacito del alma. Puede que lo atesore con cariño o puede que lo lance a la papelera como vil objeto en deshuso. El sexo también es entrega, el sexo el vida...la vida sin amar no la saben sujetar ni los zombis.
Fantástico, David. Te felicito.
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