lunes, 31 de octubre de 2011

Los ojos negros II - Pedro Antonio de Alarcón




Sobre las áridas peñas de la isla de Loppen asiéntase un castillo que parece riscosa excrecencia de la montaña; tan musgosos y viejos son sus muros, tallados casi todos en la roca viva.

Aquella guarida de buitres no ha sido obra de edificación, sino de excavacióny desbastes. Es un monolito ahuecado coronado de almenas.

Algunos óvalos, abiertos en la peña para llevar aire al interior, indican vagamente el descenso a los siete pisos del castillo, en el último de los cuales, inaccesible completamente a los rigores del invierno, habitan los señores de aquel alcázar subterráneo.

No tenemos para qué decir qué hora era... Allí es siempre de noche.

En un salón triangular, tapizado y alfombrado de ricas pieles de marta y de rengífero, y alumbrado por tres grandes lámparas, ardía un enorme tronco de teoso pino. Huía el humo arremolinado, semejando movible columna salomónica, por el techo horadado de aquella aristocrática gruta, excavada a cien pies de profundidad, en tanto que una inmensa galería, abierta enfrente de la chimenea, traía ráfagas de aire tibio y perfumado.

Dos personajes había en este aposento.

Dormía el uno, sentado en disforme sillón de encina, y era Magno de Kimi, el Jarl o Conde reinante de la isla Loppen.

Tendría veinticinco años: vestía larga túnica de pieles negras, por debajo de la cual asomaba un traje medio guerrero, medio cortesano, sumamente lujoso. Este joven, que en el Mediodía hubiera pasado por feo, o cuando menos por raro, no carecía de cierta belleza local. Era pequeño de talla, un poco grueso, o, por mejor decir, muy recio y fornido; moreno de cara, o más bien pardo tirando a rojo, pero con cabellos rubios como el oro, sumamente largos y espesos, y ojos de un azul tan claro como el cielo de España en despejado día de Enero. Su rostro, en fin, imberbe como el de una mujer, tenía, sin embargo, tal aire de fuerza y de entereza varonil, que nadie hubiera puesto en duda el salvaje valor del noble escandinavo.

Enfrente de él, e iluminada dulcemente por los resplandores del hogar, rezaba en silencio una mujer, que más parecía una niña; blanca como el alabastro; rubia también, con ojos celestes, semejantes a dos turquesas, y hermosa y triste como las siempre moribundas flores de aquellas fugaces primaveras. Envolvía todo su cuerpo anchísima bata de dobles pieles de armiño, cuya blancura deslumbraba, y cubría su cabeza gracioso capuchón de blondas... Con aquel traje parecía la joven una rosa flotando en golfos de nacarada espuma, un elegante cisne de albo plumaje, la luz matutina reflejada en intacta nieve.
Era la jarlesa Fœdora, la esposa del joven Magno.

Mucho tiempo hacía que los cónyuges estaban en aquella actitud... Él haciendo como que dormía, y ella haciendo como que rezaba.

Fœdora, en cuyo rostro se veían las huellas de un dolor sin consuelo, clavaba los ojos en las juguetonas llamas del hogar. Mas si por acaso los tornaba un momento hacia la sombría figura de Magno, no era sin que leve temblor la agitase, ni sin que al punto volviera a fijar la vista en la lumbre, prosiguiendo con más fervor sus oraciones.

Una vez abrió Magno los ojos repentinamente, y sorprendió la tímida mirada que le dirigía su esposa.
-¿Dormíais? -murmuró ésta con voz dulce y apagada.

-Yo no duermo nunca...-respondió Magno-. ¿Por qué me mirabais de aquella manera?

Fœdora tembló de nuevo y cruzó las manos.

-¡Porque os amo mucho! -respondió al cabo de un momento.

Y se enjugó las lágrimas y tornó a sus oraciones.

Pero sus dedos no atinaban a pasar las cuentas de ámbar del rosario.

Y ya no hablaron más, y habían hablado más que de costumbre.



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