La montaña Jefú queda a poca distancia de nuestra aldea. Allí, cerca de un pequeño lago, existe un templo conocido como el de la Madre Wang. Nadie sabe en qué época vivió la Madre Wang, pero los viejos cuentan que era una mujer que fabricaba y vendía aguardiente. Un monje taoísta tenía la costumbre de ir a beber a crédito en su casa. La tabernera no parecía prestarle mayor atención a esa demora en el pago: el monje se presentaba y ella lo servía de inmediato.
Un día el taoísta le dijo a la Madre Wang:
-He bebido tu aguardiente, y como no tengo con qué pagártelo, voy a cavar un pozo.
Cuando terminó el pozo se dieron cuenta de que contenía un buen aguardiente.
-Es para pagar mi deuda -dijo el monje, y se fue.
Desde aquel día la mujer no tuvo necesidad de hacer aguardiente. Servía a sus clientes el licor que sacaba del pozo, mucho mejor que el que anteriormente fabricaba con cereal fermentado. Su clientela aumentó enormemente. En tres años hizo una gran fortuna de decenas de miles de onzas de plata.
De improviso, un día volvió el monje. La mujer le agradeció efusivamente.
-¿Es bueno el aguardiente? -le preguntó el monje.
-Sí, el aguardiente es bueno -admitió-. ¡Lástima que como no fabrico el aguardiente, ya no tengo cáscaras de cereal para alimentar a mis cerdos!
Riéndose, el taoísta tomó el pincel y escribió en el muro de la casa:
La profundidad del cielo no es nada,
el corazón humano es infinitamente más hondo.
El agua del pozo se vende por aguardiente,
pero la mujer se lamenta de no tener cáscaras para sus cerdos.
Terminado su cuarteto, el monje se fue, y del pozo sólo salió agua.
Texto tomado de la Biblioteca Digital Ciudad Seva.
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