Cuando Harald tenía siete meses de edad le salió su primer diente. Entonces su padre le dijo:
- Todas las crías de mi ganado, corderos y terneros y potros, que han nacido desde que este bebé nació hasta el día de hoy, serán para él. También le doy este esclavo, Olaf. Estos son mis regalos para mi hijo por su primer diente.
El niño creció rápidamente y tan pronto como pudo caminar pasaba fuera la mayor parte del tiempo. Corría por el bosque, subía a las colinas y se metía en el arroyo. Pasaba la mayor parte del tiempo con su esclavo de los dientes, porque el rey había dicho a Olaf:
- Atiende siempre a su llamada.
Ahora bien, este Olaf conocía muchas historias, y a Harald le gustaba oírlas.
- Vayamos a la Roca de Aegir, Olaf, y me cuentas cuentos - , decía casi a diario.
Así que comenzaron a atravesar las montañas. El hombre llevaba un abrigo largo y suelto de lana de color blanco, ceñido a la cintura con una correa. Llevaba zapatos gruesos y polainas de cuero. Alrededor del cuello llevaba un collar de hierro soldado de manera que no podía quitárselo. En él, unos extraños signos llamados runas rezaban:
- Olaf, esclavo de Halfdan.
La ropa de Harald era elegante. Una capa de terciopelo gris colgaba de sus hombros, sujeta sobre su pecho con una gran hebilla de oro. Cuando ondeaba al viento, mostraba el brillante forro escarlata y la parte inferior de una chaquetilla también escarlata. Sus pies y piernas estaban cubiertos con medias de lana gris. Unos cordones de oro rodeaban sus piernas desde los zapatos hasta las rodillas. Una banda de oro sujetaba su largo y rubio pelo.
Caminaban por un terreno abrupto, subiendo empinadas y ásperas colinas. Algunas parecían hechas totalmente de piedra, con un poco de tierra algunas zonas. Grandes rocas colgaban de ellas, con árboles creciendo en sus grietas. Algunas se había desprendido y rodado colina abajo.
- Thor las rompió -, dijo Olaf. - Él cabalga por el cielo y arroja su martillo a las nubes y a las montañas. Eso provoca el trueno y el relámpago y las grietas de las colinas. Su martillo nunca falla, y siempre vuelve a su mano para ser lanzado de nuevo.
Cuando llegaron a la cima de la colina miraron hacia atrás. Muy por debajo de ellos había un valle suave y verde. Frente a ellos el mar se adentraba en la tierra formando un fiordo. A cada lado del fiordo las altas paredes de roca oscurecían el agua con su sombra. Alrededor del valle se alzaban altas colinas cubiertas de oscuros pinos. A lo lejos estaban las montañas. En el valle se hallaban las casas de Halfdan ocupando una yarda cuadrada.
- ¡Qué pequeñas se ven nuestras casas ahí abajo! - dijo Harald. - Pero casi puedo… Sí, puedo ver el dragón rojo en el techo del salón de fiestas. ¿Te acuerdas de cuando me subí y me senté en la cabeza, Olaf?
Él se rió, golpeó sus talones y echó a correr.
Al fin llegaron a la Roca de Aegir y treparon a su parte superior plana. Harald se acercó al borde y miró desde allí. Una pared de roca irregular se extendía hacia abajo doscientos metros hasta las negras aguas del fiordo. Olaf lo miró por un rato y luego dijo:
- ¿No palideces, Harald? ¡Bien! Un niño que puede hacer frente al acantilado de Aegir no tendrá miedo de hacer frente a la guerra, cuando sea un hombre.
- Oh, no tengo miedo de la guerra -, exclamó Harald.
Echó hacia atrás la capa y sacó una pequeña daga de su cinturón.
- ¡Mira! - gritó, - ¿no brilla como una espada? y no tengo miedo. Pero después de todo, esto es una cosa de bebé. Cuando tenga ocho años voy a tener una espada, una afilada arma de guerra.
Hizo girar la daga como si fuera una espada larga. Entonces corrió y se sentó en una roca junto a Olaf.
- ¿Por qué es esta la roca de Aegir? - le preguntó.
- Ya sabes que Asgard está en el cielo -, dijo Olaf. - Es una ciudad maravillosa donde las casas de oro de los dioses están en medio de una arboleda de oro. Un alto muro corre a su alrededor. En la casa de Odín, el padre de todo, hay un gran salón de fiestas, mayor que toda la tierra. Su nombre es Valhalla. Dispone de quinientas puertas. Las vigas son lanzas. En el techo de paja cuelgan escudos. Hay armaduras en los bancos. En el trono se sienta Odin, un casco de oro en la cabeza, una lanza en la mano. Dos lobos se encuentran a sus pies. A su derecha y a su izquierda se sientan todos los dioses y diosas, y en todo el salón se sientan miles y miles de hombres, todos los valientes que han muerto.
"Es bueno estar en Valhalla, pues no hay aguamiel que los hombres puedan hacer mejor y nunca se agota. Y hay poetas que cantan canciones maravillosas que los hombres nunca han escuchado. Y ante las puertas del Valhalla hay un gran prado donde los guerreros luchan todos los días y reciben y provocan gloriosas y dulces heridas. Y pasan toda la noche de fiesta, y sus heridas se curan. Sin embargo, nadie puede ir al Valhalla, excepto los guerreros que han muerto valientemente en la batalla. Los hombres que mueren a causa de la enfermedad van con las mujeres, los niños y los cobardes a Niflheim. Allí Hela, que es la reina, siempre se burla de ellos, y un frío terrible se apodera de sus huesos, y se sientan y se congelan.
"Hace años Aegir era un gran guerrero. Aegir el de la gran mano, le llamaban. En más de una batalla su espada cantó y envió a muchos guerreros al Valhalla. Muchas espadas mordieron su carne y le dejaron cicatrices, pero ninguna le hirió de muerte. Así que encaneció y sus brazos se debilitaron. Hubo paz en aquel país y Aegir se lamentaba diciendo:
- Ya soy viejo. Las batallas han cesado. ¿Tengo que morir en la cama como una mujer? ¿No veré Valhalla?
Dijo Odin hace mucho tiempo:
"Si un hombre es viejo y se acerca a la muerte y no puede morir en la lucha, que halle la muerte de alguna manera valiente y estará conmigo en Valhalla”.
"Así que un día llegó Aegir a esta roca.
- ¡Una hazaña para ganar Valhalla! -exclamó.
"Entonces sacó su espada y la elevó sobre su cabeza y con el escudo en alto saltó y murió en las aguas del fiordo."
- ¡Oh! -exclamó Harald, poniéndose en pie. - Creo que Odin se puso de pie delante de su trono y le dio la bienvenida con alegría cuando entró por la puerta de Valhalla.
- Eso dicen las canciones -, dijo Olaf, - los poetas todavía cantan esa hazaña por toda Noruega.
Extraído del libro Viking Tales de Jennie Hall, publicado en 1902 por Rand McNally & Co. e ilustrado por Victor R. Lambdin. El libro está disponible para su descarga en The Project Gutenberg.
Traducción de Mayte Sánchez Sempere.
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