lunes, 16 de enero de 2012

El viento sopla


Matilde se despierta sobresaltada. ¿Qué ocurre? Debe de ha­ber sucedido algo horroroso. No, no ha pasado nada. Es el viento que sacude la casa y hace que rechinen los postigos, que golpee un trozo de hierro en el tejado, que se agiten los árboles y que tiemble la cama. Las hojas desprendidas pasan volando por delante de la ventana; y abajo, en la avenida, un periódico baila en el aire, como una cometa perdida, y al caer queda prendido en un pino. Hace frío. El verano ha termina­do. Ha empezado el otoño. Todo parece triste y feo. Los ca­rros pasan ruidosamente yendo de una parte a otra de la ca­lle; dos chinos caminan ligeros bajo su balancín de madera del que llevan colgados unos cestos llenos de verdura; sus tren­zas y sus blusas azules vuelan a los embates del viento; un perro blanco y negro pasa aullando por delante de la verja. ¡Todo ha terminado! ¿Qué es lo que ha terminado? ¡Todo! Y empieza a trenzarse el cabello con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar al espejo. Su madre está hablando con la abuela en el vestíbulo.

-Eres una estúpida. ¿A quién se le ocurre dejar la ropa tendida con un tiempo así...? Mi mejor mantel de bordado de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué olor es ese? ¡El potaje que se está quemando! ¡Oh, santo cielo, cuándo cesará este viento!

A las diez Matilde tiene clase de piano. Al acordarse de la lección, el tiempo en tono menor de la sonata de Beethoven empieza a sonar en su cerebro con sus trinos largos y sonoros que son como un redoble de pequeños tambores... Marie Swainson ha salido corriendo al jardín para coger los últimos crisantemos antes de que el viento los destroce. Su falda vuela y se le sube por encima de la cintura; ella trata de bajársela y se la recoge entre las piernas mientras se agacha, pero de nada le sirve, porque vuelve a levantársele. Los árboles y las matas se agitan vivamente a su alrededor. Ella corta las flores lo más aprisa que puede, pero está tan aturdida que no sabe lo que se hace; al tirar de los tallos los arranca de cuajo, los dobla y retuerce, mientras patalea y se desespera.

-¡Por Dios, cierra la puerta del jardín! Pasa por la otra -dice alguien.
Luego oye a Bogey gritar:
-¡Mamá, te llaman al teléfono! ¡Al teléfono, mamá! Es el carnicero.
«¡Qué horrible es la vida! ¡Un asco!», piensa Matilde.
Y ahora, para colmo de desdichas, se le ha roto la goma del sombrero. Claro, hoy no podía ser de otra manera. Se pondrá la boina vieja y saldrá por la puerta de atrás, pero su madre la ha visto.
-¡Matilde! ¡Matilde! ¡Vuelve in-me-dia-ta-men-te! ¿Qué demonios te has puesto en la cabeza? ¿Y qué significa ese mechón que te cae en la frente?
-No puedo entretenerme ahora, mamá. Llegaría tarde a la lección.
-¡Vuelve inmediatamente!
No quiere volver. No volverá. Detesta a su madre.
-¡Vete al cuerno! -le grita corriendo por la carretera.

En ondas, en nubes, en grandes remolinos, el polvo se levanta mezclado con briznas de paja, broza y basura. Desde los jardines llega el profundo rugido de los árboles y al termi­nar el camino, delante de la verja del señor Bullen, se oye sollozar al mar: ¡Ah...! ¡Ah...! ¡Ah...! Pero el salón del señor Bullen está silencioso como una cueva. Tiene las ventanas cerradas y las persianas levantadas solo a medias. No ha lle­gado tarde. La alumna que la precede ha empezado ahora a tocar A un iceberg de Mac Dowell. El señor Bullen, al ver entrar a Matilde, se ha vuelto sonriendo y le ha dicho:

-Siéntate, nena. Ahí, en el sofá del rincón.

¡Qué hombre tan extraño! No es que se burle..., pero lo parece... ¡Qué tranquila se está aquí! A Matilde le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos. Hay un jarrón lleno en la repisa de la chimenea, detrás del retrato de Rubinstein con la dedicatoria A mon ami Robert Bullen. Junto al piano negro y reluciente pende un cuadro titulado Soledad; representa a una mujer de cabello negro y aspecto trágico envuelta en un velo blanco, que está sentada en una roca con las piernas cruzadas y el rostro apoyado en las manos.

-¡No, no! -dice el señor Bullen que, detrás de la otra discípula, toca el pasaje aquel pasando sus brazos por los hombros de ella. ¡Qué tonta! ¡Pues no se ha puesto colorada! ¡Qué ridícula!

Por fin la muchacha se ha ido. La puerta se cierra de gol­pe. El señor Bullen vuelve y se pasea de un lado a otro de la habitación mientras ella se prepara. ¡Qué extraño! Le tiemblan los dedos al desatar el cordón de su carpeta de música. ¿Será por el viento...? Y el corazón le late con tal fuerza que hasta siente sus palpitaciones en la blusa. En el ajado taburete del piano caben dos personas. El señor Bullen se sienta a su lado.

-¿Empiezo por las escalas? -le pregunta Matilde estru­jándose las manos-. También he estudiado los arpegios.
El maestro no contesta: tal vez ni siquiera la ha oído... Pero de pronto su mano fresca luciendo un anillo se adelan­ta y abre el tomo de Beethoven.
-Vamos a tocar algo del viejo maestro -dice.

Pero ¿por qué le habla en ese tono tan afectuoso, como si se conocieran de toda la vida y lo supieran todo el uno del otro? Él vuelve la página despacio. Ella le mira la mano, esa agradable mano que parece siempre recién lavada.

-Ya llegamos a ese pasaje -dice el señor Bullen.
¡Qué dulce es esto! ¡Oh, este tono menor! Ahora viene el redoble de pequeños tambores...
-¿Repito?
-Sí, pequeña.
Su voz es demasiado cariñosa. Las corcheas y los trinos bailan en el pentagrama como los chiquillos en una cerca. ¿Por qué es tan...? ¡No quiere llorar...! ¿Y por qué ha de hacerlo?
-¿Qué te pasa, pequeña?
El señor Bullen le ha cogido las manos. Su hombro está allí junto a su cabeza. Y ella apoya un instante la mejilla en aquella tela esponjosa…
-La vida es horrible -dice ella muy bajo; pero en ese momento le parece que todo lo es. Él le habla de «esperar» y «marcar el tiempo» y de «ese ser delicado que es una mujer», pero la niña no lo oye. Se siente tan a gusto, que estaría así toda la vida.
De pronto se ha abierto la puerta y ha entrado Marie Swainson. Viene mucho antes de la hora.
-Ataca el allegretto un poco más deprisa -dice el señor Bullen. Luego se levanta y empieza otra vez a pasear.
-Siéntese en el sofá del rincón, señorita -le dice a Marie.

¡Oh, el viento! Da pánico cuando una está sola en su cuar­to. La cama, el espejo, el jarro blanco y la jofaina brillan como el cielo. Da miedo ver allí la cama tan quietecita, como dor­mida... ¿Acaso se figura su madre que va a zurcir todas las medias que hay encima de la colcha anudadas por pares como serpientes enroscadas? No, no las zurcirá... ¡No, mamá! ¿Por qué ha de zurcirlas...? ¡Oh, el viento, el viento! Un extraño olor a hollín baja de la chimenea. ¿Quién ha escrito poemas sobre el viento? «Traigo flores frescas a las hojas y traigo llu­via...» ¡Qué tontería!

-¿Estás ahí, Bogey?
-Sí, ven conmigo a dar un paseo por la explanada, Matilde. No aguanto esto por más tiempo.
-Voy enseguida. Me pondré la gabardina. ¡Qué día más espantoso!

La gabardina de Bogey es como la suya. Mientras se abro­cha el cuello se mira al espejo. Ve en él su cara pálida. Los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios ardientes. ¡Oh, qué bien les conoce el espejo a ambos! ¡Hasta pronto! ¡Vol­veremos enseguida!

-Qué bueno es esto, ¿verdad?
-Agárrate a mi brazo -le dice Bogey.

No pueden andar tan deprisa como quisieran. Con las cabezas inclinadas y las piernas tan juntas que casi se tocan, dan largos pasos como si fueran una sola persona que andu­viera anhelante por la ciudad y, saliendo a las afueras donde crece el hinojo, llegara por fin a la explanada. Está oscurecien­do. El viento es tan fuerte que tienen que luchar para volver, tambaleándose como dos borrachos. Todas las plantitas de pahutuakawas están agachadas.

-¡Vamos, vamos! Acerquémonos al mar.

Junto al rompeolas, el oleaje es muy fuerte. Los dos se quitan el sombrero. El cabello de ella impregnado de sal le golpea la boca. El mar está tan alborotado que las olas ni si­quiera se rompen al chocar contra la tosca pared de piedra, lamiendo con fuerza sus peldaños goteantes y llenos de algas. Una nube de espuma ligera viene rasando el agua y atraviesa la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas y sienten la boca húmeda y fría por dentro. La voz de Bogey está cambiando. Al hablar sube y baja de una nota a otra de la escala. Es divertido y, sin embargo, está a tono con el día. El viento se lleva sus voces. Las frases se escapan, volando como cintas estrechas.

-¡Más aprisa! ¡Más aprisa!
Ya es casi de noche. En la bahía las barcas de carbón tie­nen dos luces encendidas: una en lo alto del mástil y otra en la popa.
-¡Mira, Bogey! ¡Mira allí!

Un transatlántico negro despidiendo una larga tira de humo, con las ventanillas iluminadas y todas las luces encen­didas, está saliendo de la bahía. El viento no lo detiene; parte las olas y se abre paso entre los dos escollos que marcan el rumbo hacia... La luz da al barco un aspecto sublime y mis­terioso... Ellos se ven a bordo, apoyados en la barandilla y cogidos del brazo.

«¿Quiénes son?»
«... Hermano y hermana.»
-Mira, Bogey, la ciudad. ¡Qué pequeña parece! ¿Oyes el reloj de correos dando la hora por última vez para nosotros? Ahí está la explanada adonde fuimos aquel día de viento. ¿Te acuerdas? Esa mañana lloré durante la lección de piano. ¡Han pasado ya tantos años! ¡Adiós, isla nuestra, adiós...!

Ahora la oscuridad ha desplegado sus alas sobre el agua agitada. Ya no pueden verse las siluetas de los dos hermanos. Adiós, adiós. ¡No nos olvidéis...! Pero el barco ya se ha ido.

¡Oh, el viento, el viento!

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