lunes, 6 de febrero de 2012

Guapeza valenciana II - Vicente Blasco Ibáñez




Eran gente de buenas tragaderas, y pronto salió a luz el fondo de la sartén, viéndose, por los profundos agujeros que las cucharas de palo abrían en la masa de arroz, el meloso socarraet, el bocado más exquisito de la paella.

De vino, no digamos. A un lado estaba el pellejo vacío, exangüe, estremeciéndose con las convulsiones de la agonía, y las rondas eran interminables, pasando de mano en mano los enormes vasos, en cuyo negro contenido nadaban los trozos de limón para hacer más aromático el líquido.

A los postres, aquellas caras perdieron algo de su máscara feroz, se reía y bromeaba, con la pretina suelta para favorecer la digestión y lanzando poderosos regüeldos.

Salían a conversación todos los amigos que se hallaban ausentes por voluntad o por fuerza; el tío Tripa, que había muerto hecho un santo después de una vida de trueno; los Donsainers, huídos a Buenos Aires por unos golpes tan mal dados, que el asunto no se pudo arreglar ni aun mediando el mismo gobernador de la provincia; y la gente de menor cuantía que estaba en San Agustín o San Miguel de los Reyes, inocentones que se echaron a valientes, sin contra antes con bueno s protectores.

¡Cristo! Que era una lástima que hombres de tanto mérito hubieran muerto o se hallaran pudriendo en la cárcel o en el extranjero. Aquéllos eran valientes de verdad, no los de ahora, que son en su mayoría unos muertos de hambre, a quienes la miseria obliga a echárselas de guapo a falta de valor para pegarse un tiro.

Esto lo decía el Bandullo pequeño, aquel trastuelo que se había propuesto alterar la reunión, pinchando a Pepet, y a quien sus hermanos lanzaban severas miradas por su imprudencia. ¡ Criatura más comprometedora! Con chicos no puede irse a ninguna parte.

Pero el escuerzo ruin no se daba por enterado. Tenía mal vino y parecía haber ido a la paella por el solo gusto de insultar a Pepet.

Había que ver su cara enjuta, de una palidez lívida, con aquel lunar largo y retorcido, para convencerse de que le dominaba el afán de acometividad, el odio irreconciliable que lucía en sus ojos y hacía latir las venas de su frente.

Sí, señor; él no podía transigir con ciertos valientes que no tienen corazón, sino estómago hambriento; ruquerols que olían todavía al estiércol de la cuadra en que habían nacido y venían a estorbar a las personas decentes.

Si otros querían callar, que callasen. Él, no; y no pensaba parar hasta que se viera que toda la guapeza de esos tales era mentira, cortándoles la cara y lo de más allá.

Por fortuna, estaban presentes los Bandullos mayores, gente sesuda que no gustaba de compromisos más que cuando eran irremediables. Miraban a Pepet, que estaba pálido, mascando furiosamente su cigarro, y le decían al oído excusando la embriaguez del pequeño:

-No fases cas; está bufat.

Pero buena excusa era aquélla con un bicho tan rabioso. Se crecía ante el silencio e insultaba sin miedo alguno.

Lo que él decía allí lo repetía en todas partes. Había muchos embusteros. Valientes de mata-morta, como los melones malos. Él conocía un guapo que se creía una fiera porque le habían vestido de señor; mentira todo, mentira. El muy fachenda, hasta intentaba presumir y le hacía corrococos a María la Borriquera, la cordobesa que cantaba flamenco en el café de la Peña... ¡Ya voy! ... Ella se burlaba del muy bruto: tenía poco mérito para engañarla: la chica se reservaba para hombres de valía, para valientes de verdad; él, por ejemplo, que estaba cansado de acompañarla por las madrugadas cuando salía del café.

Ahora sí que no valieron las benévolas insinuaciones de los hermanos mayores. Pepet estaba magnífico, puesto en pie irguiendo su poderoso corpachón, con los ojos centelleantes bajo las espesas cejas y extendiendo aquel brazo musculoso y potente que era un verdadero ariete.

Respondía con palabras que la ira cortaba y hacía temblar.

-Aixó es mentira, ¡mocós!

Pero apenas había terminado, un vaso de vino le fué recto a los ojos, separándolo Pepet de una zarpada e hiriéndose el dorso de la mano con los vidrios rotos.

Buena se armó entonces... Las mujeres de la alquería huyeron adentro lanzando agudos chillidos; todo el honorable concurso saltó de sus silletas de cuerda, rascándose el cinto, y allí salió a relucir un verdadero arsenal: navajas de lengua de toro, cuchillos pesados y anchos como de carnicería, pistolas que se montaban con espeluznante ruido metálico.

La reunión dividióse inmediatamente en dos bandos. A un lado, los Bandullos, cuchillo en mano, pálidos por la emoción, pero torciendo el morro con desprecio ante aquellos mendigos que se atrevían a emanciparse; y al otro, rodeando a Pepet, todos,, absolutamente todos los convidados, gente que había sobrellevado con paciencia el despotismo de la familia bandullesca y que ahora veía ocasión para emanciparse.

Miráronse en silencio por algunos segundos, queriendo cada uno que los otros empezaran.

¡Vaya caballeros! La cosa no podía quedar así... Allí se había insultado a un hombre, y de hombre a hombre no va nada.

Al fin, el reñir es de hombres.

Era una lástima que la fiesta terminase mal; pero entre hombres, ya se sabe, hay que estar a todo. Dejar sitio y que se las arreglen los hombres como puedan.

Los amigos de Pepet, que estaban en sus glorias y se mostraban fieros por la superioridad del número, colocáronse ante los Bandullos mayores, cortándoles el paso con los cuchillos y sus palabras.

En ocasiones como aquélla había que demostrar la entraña de valiente. Nada importaba que fuese su hermano. Había insultado y debía probar sin ayuda ajena que tenía tanto de aquello como de lengua.

Pero las razones eran inútiles. Estaban frente a frente los dos enemigos a la puerta de la alquería, bajo aquella hermosa parra, por entre cuyos pámpanos se filtraban los rayos del sol dorando las telarañas que envolvían las uvas.

El pequeño, extendiendo la diestra armada de ancha faca y cubriéndose el pecho con el brazo izquierdo, saltaba como una mona, haciendo gala de la esgrima presidiaria aprendida en los corralones de la calle Cuarte.

Todos callaban. Oíase el zumbido de los moscardones en aquella tibia atmósfera de primavera, el susurrar de la vecina acequia, el murmullo del trigo agitando sus verdes espigas y el chirriar lejano de algún carro, junto con los gritos de los labradores que trabajaban en sus campos.

Iba a correr sangre y todos avanzaban el pescuezo con malsana curiosidad para dar faltas y buenas sobre el modo de reñir.

El bicho maldito no se quitaba y seguía insultando. ¡A ver! Que se atracara aquel guapo y vería cuán pronto le echaba la tanda al suelo.

Y vaya si se atracó. Pero con un valor primitivo, no con la arrogancia del león, sino con la acometividad del toro: bajando la dura testa, encorvando su musculoso pecho, con el impulso irresistible de una catapulta.

De una zarpada se llevó por delante tambaleando y desarmando al pequeño Bandullo, y antes que cayera al suelo le hundió el cuchillo en un costado de abajo arriba, con tal fuerza que casi lo levantó en el aire.

Cayó el chicuelo llevándose ambas manos al costado, a la desgarrada faja que rezumaba sangre, y hubo un momento de asombro casi semejante a un aplauso.

¡Buen pájaro era aquel Pepet! Cualquiera se metía con un bruto así.

Los Bandullos lanzáronse sobre su caído hermano, trémulos de coraje, y hubo de ellos quienes requirieron sus armas con desesperación, como dispuestos a cerrar con aquel numeroso grupo de enemigos y morir matando para desagravio de la familia, que no podía consentir tal deshonra.

Pero les contuvo un gesto imperioso del hermano mayor, Néstor de la familia, cuyas indicaciones seguían todos ciegamente. Aún no se había acabado el mundo. Lo que él aconsejaba y siempre salía bien: paciencia y mala intención.

El pequeño, pálido, casi exánime, echando sangre y más sangre por entre la faja, fué llevado por sus hermanos a la tartana, que aguardaba cerca de la alquería, que trajo por la mañana todo el arreglo de la paella.

-¡Arrea, tartanero! ... ¡ Al hospital! Donde van los hombres cuando están en desgracia.

Y la tartana se alejó dando tumbos que arrancaban al herido rugidos de dolor.

Pepet limpió el cuchillo con hojas de ensalada que había en el suelo, lo lavó en la acequia y volvió a guardarlo con tanto cariño como si fuese un hijo.

El ribereño había crecido desmesuradamente a los ojos de todos aquellos emancipados que le rodeaban, y de regreso a Valencia, por la polvorienta carretera, se quitaban la palabra unos a otros para darle consejos.

A la Policía no había que tenerle cuidado. Entre valientes era de rigor el silencio. El pequeño diría en el hospital que no conocía a quien le hirió, y si era tan ruin que intentara cantar, allí estarían sus hermanos para enseñarle la obligación.

A quien debía mirar de lejos era a los Bandullos que quedaban sanos. Eran gente de cuidado. Para ellos lo importante era pegar, y si no podían de frente, lo mismo les daba a traición. ¡Ojo, Pepet! Aquello no lo perdonarían, más que por el hermano, por el buen sentimiento de la familia.

Pero al valentón ribereño aún le duraba la excitación de la lucha y sonreía despreciativamente. Al fin, aquello tenía que ocurrir. Había venido a Valencia para pegarles a los Bandullos; donde estaba él no quería más guapos; ya había asegurado a uno; ahora que fuesen saliendo los otros, y a todos los arreglaría.

Y como prueba de que no tenía miedo, al pasar el puente de San José y meterse todos en la ciudad amenazó con un par de guantadas al que intentara acompañarle.

Quería ir solo por ver si así le salían al paso aquellos enemigos. Conque..., ¡largo y hasta la vista!

¡Qué hígados de hombre! Y la turba bravucona se disolvió, ansiosas de relatar en cafetines y timbas la caída de los Bandullos, añadiendo, con aire de importancia, que habían presenciado la terrible gabinetá de aquel valentón que juraba el exterminio de la familia.

Bien decía el ribereño que no tenía miedo ni le inquietaban los Bandullos. No había más que verle a las once de la noche marchando por la calles de las Barcas con desembarazada confianza.

Iba a la Peña a oír a su adorada novia la Borriquera.

¡Mala pécora! Si resultaba cierto lo que aquel chiquillo insultador le había dicho antes de recibir el golpe, a ella le cortaba la cara, y después no dejaba títere sano en todo el café.

Aún le duraba la excitación de la riña, aquella rabia destructora que le dominaba después de haber hecho sangre.

Ahora, antes que se enfriase, debieran salirle al encuentro los Bandullos, uno a uno o todos juntos. Se sentía con ánimos para de la primera rebanada partirlos en redondo.

Estaba ya en la subida de la Morera, cuando sonó un disparo y el valentón sintió el golpe en la espalda, al mismo tiempo que se nublaba su vista y le zumbaban los oídos.

¡Cristo! Eran ellos que acababan de herirle.

Y llevándose la mano al cinto tiró de su pistola del quince; pero antes que volviera la cara sonó otro disparo y Pepet cayó redondo.

Corría la gente, cerrábanse las puertas con estrépito, sonaban pitos y más pitos al extremo de la calle, sin que por esto se viese un quepis por parte alguna, y aprovechándose del pánico abandonaron los Bandullos la protectora esquina, avanzando cuchillo en mano hacia el inerte cuerpo, al que removieron de una patada como si fuese un talego de ropa.

Ben mort está.

Y para convencerse más, se inclinó uno de ellos sobre la cabeza del muerto, guardándose algo en el bolsillo.

Cuando llegaron los guardias y se amotinó la gente en tomo del Juzgado, vióse a la luz de algunos fósforos la cara moruna de Pepet el de la Ribera, con los ojos desmesurados y vidriosos, y junto a la sien derecha una desolladura roja que aún manaba sangre.

Le habían cortado una oreja como a los toros muertos con arte.


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