El entierro fué una manifestación de duelo.
Aún quedaba sangre de valientes: la raza no iba a terminar tan pronto como muchos creían.
Los amos de las casas de juego marchaban en primer término tras el ataúd, como afligidos protectores del muerto, y tras ellos, todos los matones de segunda fila y los aspirantes a la clase; morralla del Mercado y del Matadero que esperaban ocasión para revelarse, y hacía sus ensayos de guapeza yendo a pedir alguna peseta en los billares o timbas de calderilla.
Aquel cortejo de caras insolentes con gorillas ladeadas y tufos en las orejas hacía apartarse a los transeúntes, pensando en el gran golpe que se perdía la Guardia Civil.
¡Qué magnífica redada podía echarse!
Pero no; había que respetar el dolor sincero de aquella gente, que lloraba al muerto con toda su alma, con una ingenuidad jamás vista en los entierros.
¿Era así como se mataba a los hombres? ¡Cobardes! ¡Morrals! ¡Y después querían los Bandullos pasar por bravos! Santo y bueno que le hubiesen tirado el hígado al suelo riñendo cara a cara, pues a esto están expuestos los hombres que valen; pero matarlo por la espalda y con pistola para no acercarse mucho, era una canallada que merecía garrote. ¡Morir a manos de unos ruines un chico que tanto valía! Parecía imposible que la Prensa no protestase y que la ciudad entera no se sublevara contra los Bandullos. ¿Y lo de cortarle la oreja? Ambusteros, más que ambusteros. Eso está bien que se haga con uno a quien se mata de frente; en casos así hay que guardar un recuerdo; pero..., ¡vamos!, cuando no hay de qué y sólo tienen ciertas gentes motivos para avergonzarse, irrita que se pongan moños. Y lo más triste era que, muerto Pepet, el valiente de verdad, el guapo entre los guapos, los Bandullos camparían como únicos amos, y las personas decentes, que eran los demás, tendrían que juntarse para que les diesen las sobras y poder comer. ¡ Tan tranquilos que estaban amparados por aquel león de la Ribera que se había propuesto acabar con los Bandullos!...
Los que más irritados se mostraban eran los neófitos, los aprendices que no habían estrenado la tea que llevaban cruzada sobre los riñones; los que no tenían aún categoría para vivir de la tremenda, pero que sentían por Pepet la misma adoración de los salvajes ante un astro nuevo.
Y todos ellos, que pretendían meter miedo al mundo con sólo un gesto lloraban en el cementerio, en torno a la fo sa, al ver los húmedos terrones que caían sobre el ataúd.
¿Y un hombre así, más bien plantado que el que paró el Sol, se lo habían de comer la tierra y los gusanos?... ¡Retapones!, aquello partía el corazón.
La chavalería esperaba con ansiosa curiosidad las ceremonias de costumbre en tales casos; algo que demostrase al que se iba que aquí quedaba quien se acordaba de él.
Sonó un glu-glu de líquido cayendo sobre la rellena fo sa. Los compañeros de Pepet, foscos como sacerdotes de terrorífico culto, vaciaban botellas de vino sobre aquella tierra grasienta que parecía sudar la corrupción de la vida.
Y cuando se formó un charco rojizo y repugnante, toda aquella hermandad del valor malogrado tiró de las teas, y uno por uno fueron trazando en el barro furiosas cruces con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que mascullaban terribles palabras mirando a lo alto, como si por el aire fueran a llegar volando los odiados Bandullos.
Podía Pepet dormir tranquilo. Aquellos granujas recibirían las tomas..., si es que se empeñaban en comérselo todo y no hacer parte a las personas decentes. ¡Lo juraban!
Y al mismo tiempo que los cuchillos de la comitiva trazaban cruces en el cementerio, los Bandullos entraban en el hospital, graves, estirados, solemnes, como diplomáticos en importante misión.
El pequeño sacaba por entre las sábanas su rostro exangüe, tan pálido como el lienzo, y únicamente en su mirada había una chispa de vida al preguntar con mudo gesto a sus hermanos.
Debía de saber algo de lo de la noche anterior y quería convencerse.
Sí; era cierto. Se lo aseguraba su hermano mayor, el más sesudo de la familia. El que atacase a los Bandullos tenía pena a la vida. Mientras viviesen todos, cada uno de los hermanos tendría la espalda bien cubierta. ¿No le habían prometido venganza? Pues allí estaba.
Y desliando un trozo de periódico arrojó sobre las sábanas un muñón asqueroso cubierto de negros coágulos.
El pequeño lo alcanzó sacando de entre las sábanas sus brazos enflaquecidos, ahogando con penosos estertores el dolor que sentía en las llagadas entrañas al incorporarse.
- ¡ La orella! ... ¡ La orella d’eixe lladre!
Rechinaron los dientes con los dos fuertes mordiscos que dió al asqueroso cartílago, y sus hermanos, sonriendo complacidos al comprender hasta dónde llegaba la furia de su cachorro, tuvieron que arrebatarle la oreja de Pepet para que no la devorase.
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