miércoles, 22 de febrero de 2012

Otoño en el gran Oporto - Ramón Zarragoitia

Reflexiono sobre los Héroes: ¿nacen o se hacen?...

Ojos cerrados. Domingo. Estoy solo. Una penumbra apestosa a tabaco y heroína, una Gibson Les-Paul, el viejo Waldorf de San Francisco. Mike Bloomfield empeñado en demostrar que el cielo llora. No le creo. Razones: primera, la luz del Atlántico inunda el minúsculo apartamento aun a pesar de que acabemos de estrenar diciembre. Segunda, fundamental, esto es Maia: al norte del Gran Oporto. Bendito sofá. Acaricio la patricia cabeza alsaciana de Dax. Almorzaremos sin prisa cuando consiga vencer tanta pereza. Unos nudillos golpean de pronto la puerta. ¿Quién coño será? Puto portal, ¿estará abierto? El perro no ladra. Me mira con ternura. Su mensaje: «Vamos, Paulo, levántate y abre. Te agradará la visita». Obedezco. Tardo poco en atravesar la pieza; ni siquiera tengo ocasión de bajar el volumen del estéreo. Abro. Lo primero que veo es un inmenso paquete con el logo de la pastelería más prohibitiva del centro. Anillos. Unas manos de mujer lo sujetan casi a la altura de mis ojos. Cuando por fin se despeja el panorama, aparece la cara sonriente de... ¿Mónica? Sí, MÓNICA.

-Pero, tú... ¿qué haces aquí? ¿Y esto? -Me refiero a los dulces- ¿Por qué te has molestado? No hacía falta...

Lo digo avergonzado. Después me pierdo en la ridícula bruma del pasado, del pasado de hace apenas tres días. Travelling. Me observo regresando del solar que media entre la cercana estación de metro y el cementerio. Sujeto a Dax con la correa. Él trata de arrebatarme el grueso madero que nos sirve para jugar. Junto al acceso al doble andén, cerca del primer cruce de calles, distingo cuatro muchachos. Todos morenos, con pinta extranjera, jóvenes y bien vestidos. Uno de ellos se mueve. Surge una muchacha rubia en medio de la piña. Detecto el miedo en sus ojos claros. Incluso intuyo un cierto temblor en su cuerpo frágil. A todo lo largo de la acera, en paralelo a los raíles que se dirigen hacia la estación de Pessoa y el proyecto "Parque Industrial", no se ve un alma. Son las ocho. Noche cerrada. Avanzo (supuestamente distraído). Al llegar junto a ella se cuelga de mi hombro sin contemplaciones. Con un grito me suplica: Ayúdame. La abrazo. Logro separarla del grupo y noto los primeros síntomas de tensión. El cabecilla tiene apenas veinte años. Es el más alto, quizás el más curtido por la vida. Me insulta. Me pide explicaciones. Los demás lo secundan y forman un arco para rodearnos. Pero un segundo más tarde estamos en el portal. ¿Cómo habremos recorrido los ciento y pico metros de distancia? Cierro con llave. Los tres jadeamos. Feedback: Dax triturando el brazo del joven líder; la piel del cráneo de uno de sus acólitos revienta bajo nuestro garrote; mi pie impacta contra el pecho de otro, que no encuentra asidero y cae al suelo incrédulo; el cuarto joven huyendo. Nos calmamos. Acerco a la chica en mi coche. Me cuenta que ha venido de visita al barrio. No la interrumpo: necesita hablar y yo escuchar. Me invita a subir a su domicilio en la parte antigua de Oporto, muy cerca de la Torre de los Clérigos. Pretende que conozca a sus padres. Comienzo a agobiarme. Ni estoy acostumbrado a ejercer de salvavidas ni a tales agasajos. Declino con educación y me despido con una sugerencia: Pon una denuncia; si quieres te acompaño a la comisaría. Dice que lo pensará. Por fin su nombre: MÓNICA. Después, el barrio despejado.

Transcurren dos, casi tres, días de rutina. El sol de otoño y el solo de Bloomfield. Luego la puerta. Y mis reflexiones interrumpidas por una visita inesperada que, efectivamente, me agrada. Gracias, Dax. Mónica se queda a almorzar. «Trátala bien, Paulo: ahora es nuestra amiga y quizás...».

Reanudo mentalmente el viejo discurso metafísico: HÉROES, ¿NACEN O SE HACEN?...


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