lunes, 10 de septiembre de 2012

La casa de muñecas


Cuando la querida anciana señora Hay volvió a la ciudad, después de pasar una temporada con los Burnell, les envió a las niñas una casa de muñecas. Era tan grande que el carretero y Pat la descargaron en el patio, y allí se quedó, encima de dos cajones de madera, al lado de la puerta de la despensa. No podía pasarle nada; era verano. Y quizá se le habría ido el olor a pintura cuando tuvieran que meterla en casa. Porque la verdad es que el olor a pintura que despedía aquella casa de muñecas (“Un buen detalle, por supuesto, de la anciana señora Hay, tan amable y generosa”)…, pero aquel olor a pintura, según la opinión de la tía Beryl, bastaba para poner enfermo a cualquiera. Incluso antes de quitarle el envoltorio. Y aún después de quitárselo…

Allí estaba la casa de muñecas, de un oscuro y aceitoso verde espinaca, animado con toques amarillo chillón. Sus dos sólidas pequeñas chimeneas, pegadas al tejado, estaban pintadas de rojo y blanco, y la puerta, reluciente de barniz amarillo, parecía un trocito de caramelo. Las cuatro ventanas, verdaderas ventanas, estaban divididas en paneles por una ancha banda verde. Tenía también un porche diminuto, pintado de amarillo, con grandes goterones de pintura seca que colgaban por los bordes.

¡Pero era perfecta, perfecta la casita! ¿A quién podría importarle el olor? Era parte de la gracia, parte de la novedad.

-¡Rápido, que alguien la abra!

El gancho del lateral estaba agarrado fuertemente. Pat lo apalancó con su cortaplumas, y de pronto se abrió toda la fachada de la casa,  y… allí estabas mirando al mismo tiempo el salón y el comedor, la cocina y los dos dormitorios. ¡Esta es la manera de abrirse una casa! ¿Por qué no se abren así todas las casas? ¡Cuánto más emocionante que escudriñar por el resquicio de una puerta el interior de un vestíbulo pequeñajo con un perchero y dos paraguas! Esto es, ¿no es cierto?, lo que uno quiere ver de una casa en cuanto pone la mano en la aldaba. Quizá sea así cómo Dios abre las casas en la alta noche cuando pasea tranquilamente con un ángel…

-¡Oh, oh!-. Las niñas Burnell estaban deslumbradas. Era demasiado maravilloso; era demasiado para ellas. 

Nunca habían visto nada parecido en su vida. Todas las habitaciones estaban empapeladas. Había cuadros en las paredes, pintados sobre el papel, con auténticos marcos dorados. Una alfombra roja cubría todos los suelos, menos el de la cocina; había sillas de felpa roja en el salón; verdes en el comedor; mesas, camas con ropa de verdad, una cuna, una estufa, un aparador con platitos y una gran jarra. Pero lo que le gustaba más a Kezia, lo que le gustaba enormemente, era la lámpara. Estaba colocada, en el centro de la mesa del comedor, una exquisita lamparita color ámbar con un globo blanco. Incluso estaba preparada para ser encendida, aunque, por supuesto, no podías encenderla. Pero había algo dentro que parecía petróleo y que se movía cuando la agitabas.

Los muñecos papá y mamá, que estaban tendidos en el salón, muy tiesos, como si se hubieran desmayado, y sus dos niños pequeños que dormían arriba, eran realmente demasiado grandes para la casa de muñecas. Se diría que no pertenecían a ella. Pero la lámpara era perfecta. Parecía sonreírle a Kezia y decirle: “Yo vivo aquí.” La lámpara era real.

A la mañana siguiente, las niñas Burnell difícilmente podrían haber ido más deprisa al colegio. Ardían en deseos de contarlo a todo el mundo, de decir cómo era, en fin, de presumir de su casa de muñecas antes del toque de la campana.

-Yo lo contaré -dijo Isabel-, porque soy la mayor. Y vosotras dos podéis hacerlo después. Pero yo lo contaré primero.

No había nada más que decir. Isabel era mandona, pero siempre tenía razón, y Lottie y Kezia sabían muy bien los derechos que tenía por ser la mayor. Al pasar, rozaron los espesos ranúnculos del borde del camino y no dijeron nada.

-Y yo elegiré a quienes han de venir a verla primero. Mamá me dijo que podía.

Porque se había dispuesto que podrían invitar a sus compañeras de colegio a que vinieran, de dos en dos, para ver la casa de muñecas mientras estuviera en el patio. No para tomar el té, claro está, ni para andar por la casa. Pero sí para estarse quietas en el patio mientras Isabel les enseñaba tantas maravillas, y Lottie y Kezia miraban encantadas…

Pero por más que corrieron, cuando llegaron a la verja alquitranada del patio de los chicos, había empezado a sonar la campana. Sólo tuvieron tiempo de quitarse rápidamente los sombreros y ponerse en la fila antes de que pasaran lista. No importaba. Isabel trató de remediarlo haciéndose la importante y misteriosa, y, tapándose la boca con la mano, les susurró a las niñas que estaban cerca de ella:

-Tengo que contaros una cosa en el recreo. 

Llegó el recreo e Isabel fue rodeada. Sus compañeras casi se peleaban por abrazarla, por ir con ella, por halagarla, por ser su mejor amiga. Ella presidía su corte bajo los grandes pinos de un lado del patio. A codazos, riéndose tontamente todas juntas, las niñas se apretujaban alrededor. Y las dos únicas que estaban fuera del círculo eran las dos que estaban siempre fuera, las pequeñas Kelvey. Ellas sabían bien que no debían acercarse a las Burnell.

El caso era que el colegio al que iban las niñas Burnell no era el que sus padres hubieran elegido de haber podido hacerlo. Pero no había otro. Era el único colegio en muchas millas. Y, en consecuencia, todas las niñas de la vecindad, las chicas del juez, las hijas del médico, las niñas del tendero, del lechero, tenían que estar mezcladas todas juntas. Eso sin contar que había también igual número de chicos groseros y maleducados. Pero había que marcar un límite en algún lado. Y se marcó en las Kelvey. A muchas niñas, incluidas las Burnell, les habían prohibido hablarles. Pasaban junto a ellas con la cabeza alta y, como las Burnell marcaban las normas de conducta en el colegio, todas rechazaban a las Kelvey. Incluso la maestra adoptaba con ellas una voz especial y también una sonrisa especial para las demás cuando Lil Kelvey se acercaba a su mesa con un ramo de flores totalmente vulgar.

Eran las hijas de una pequeña lavandera, muy activa y trabajadora, que iba de casa en casa todos los días. Esto ya era bastante desagradable. Pero ¿en dónde estaba el señor Kelvey? Nadie lo sabía con certeza. Pero todo el mundo decía que estaba en la cárcel. De modo que eran las hijas de una lavandera y de un presidiario. ¡Bonita compañía para las otras niñas! Y se les notaba. Era difícil comprender por qué la señora Kelvey las llevaba tan ridículas. Lo cierto es que iban vestidas con lo que le daba la gente para la que trabajaba. Lil, por ejemplo, que era una niña regordeta y fea, con grandes pecas, iba al colegio con un vestido hecho de un mantel de sarga verde de los Burnell, con las mangas de felpa roja de unas cortinas de los Logan. El sombrero, colocado en lo alto de su ancha frente, era uno de señora que antes había sido de la señorita Lecky, la empleada de correos. Lo llevaba levantado por detrás y estaba adornado con una gran pluma roja. ¡Estaba hecha un mamarracho! Era imposible no reírse. Y su hermana pequeña, nuestra Else, llevaba un vestido blanco largo parecido a un camisón y un par de botas de niño. Pero, llevara lo que llevase, nuestra Else hubiera parecido extraña. Era una niña chiquita y huesuda con el pelo rapado y unos enormes ojos solemnes: una pequeña lechuza blanca. Jamás se la había visto sonreír; casi nunca hablaba. Iba por la vida agarrada de Lil, retorciendo en su mano un pedazo de la falda de su hermana. A donde iba Lil, Else la seguía. En el patio, por el camino de ida y vuelta al colegio, allí marchaba Lil delante y nuestra Else detrás, cogida de su falda. Sólo cuando quería algo o cuando se quedaba sin aliento, nuestra Else le daba a Lil un pequeño tirón y Lil se paraba y se daba la vuelta. Las Kelvey siempre se entendían.

Ahora aguardaban a un lado; no podía impedirse que escucharan. Cuando las niñas se volvieron y las miraron con desprecio, Lil, como de costumbre, les devolvió su tonta y vergonzosa sonrisa, pero nuestra Else sólo miraba.

Y la voz de Isabel, tan orgullosa, seguía contando. La alfombra causó gran sensación, pero también las camas con verdaderas sábanas y la cocina con una puerta de horno.

Cuando terminó, Kezia soltó:

-Te has olvidado de la lámpara, Isabel.
-Ah, sí -dijo Isabel-, y hay una lamparita, de vidrio amarillo con un globo blanco, que está sobre la mesa del comedor. No podrías decir que no es de verdad.
-La lámpara es lo mejor de todo -gritó Kezia.

Pensó que Isabel no le había dado suficiente importancia a la lamparita. Pero nadie le prestó atención. Isabel estaba eligiendo a las dos niñas que, esa tarde, volverían con ellas para ver la casita. Escogió a Emmie Cole y a Lena Logan. Pero cuando las demás supieron que todas tendrían su ocasión de verla, no pudieron estar más simpáticas con Isabel. Una a una rodearon con sus brazos la cintura de Isabel y se fueron con ella. Todas tenían algo que susurrarle, un secreto. “Isabel es mi amiga”.

Sólo las pequeñas Kelvey se apartaron, olvidadas; allí ya no tenían nada más que oír.
Fueron pasando los días y cuantas más niñas veían la casa de muñecas más se extendía su fama. Se convirtió en el único tema, la moda. La única pregunta era: “¿Has visto la casa de muñecas de las Burnell? ¿Oh, no te parece preciosa? ¿Que no la has visto? ¡Oh!, ¿no me digas?

Incluso a la hora de almorzar hablaban de ello. Las niñas se sentaban bajo los pinos a comer sus gruesos bocadillos de cordero y grandes trozos de torta untados con mantequilla. Y, también siempre, tan cerca como podían, se sentaban las Kelvey, nuestra Else agarrada de Lil, escuchando, mientras masticaban sus bocadillos de mermelada envueltos en papel de periódico pringado de grandes manchas rojas.

-Mamá -dijo Kezia-, ¿no puedo invitar a las Kelvey aunque sea sólo una vez?
-Por supuesto que no, Kezia.
-Pero ¿por qué no?
-Márchate, Kezia; bien sabes tú por qué no.

Al fin, todas la habían visto menos ellas. Ese día el tema perdió interés. Era la hora del almuerzo. Las niñas estaban reunidas bajo los pinos y, de pronto, al mirar a las Kelvey que comían de su papel de periódico, siempre solas, siempre escuchando, sintieron la necesidad de fastidiarlas. Emmie Cole empezó el cuchicheo.

-De mayor, Lil Kelvey será una criada.
-¡Oooh, qué horror! -dijo Isabel Burnell, y le hizo un guiño a Emmie.

Emmie tragó ostentosamente y miró a Isabel asintiendo con la cabeza, como le había visto hacer a su madre en ocasiones semejantes.

-Es verdad, es verdad, es verdad -dijo.

Entonces los ojillos de Lena Logan chispearon.

-¿Qué tal si se lo pregunto? - masculló.
-Apuesto a que no lo haces -dijo Jessie May.
-¡Bah!, no me da miedo -dijo Lena.

De pronto lanzó un pequeño chillido y se puso a bailar delante de las otras niñas.

-¡Mirad!, ¡miradme!, ¡miradme ahora! -exclamó. Y deslizándose, resbalando, arrastrando un pie y riéndose tontamente tras una mano, Lena se lanzó hacia las Kelvey.

Lil levantó los ojos de su comida. Apartó las sobras envolviéndolas rápidamente. Nuestra Else dejó de masticar. ¿Qué iba a ocurrir ahora?

-¿Es cierto que serás una criada cuando seas mayor, Lil Kelvey? -le gritó Lena.

Silencio mortal. Pero, en lugar de responder, Lil contestó sólo con su sonrisa tonta y vergonzosa. No pareció que la pregunta le molestara en absoluto. ¡Qué chasco para Lena! Las niñas empezaron con sus risitas.

Lena no pudo soportarlo. Puso las manos en las caderas; se lanzó directa. “Bah, vuestro padre está en la cárcel”, silbó con maldad.

Haber dicho esto fue tan maravilloso que las niñas echaron a correr todas a una, muy, muy alborotadas, locas de alegría. Una de ellas encontró una cuerda larga y empezaron a saltar. Y nunca habían saltado tan alto, ni entrado y salido tan rápidamente ni habían hecho cosas tan atrevidas como aquella mañana.
Por la tarde, Pat fue con la calesa a recoger a las Burnell y regresaron a casa. Había visitas. Isabel y Lottie, a las que les gustaban las visitas, subieron a cambiarse los mandilones. Pero Kezia se escapó a la parte de atrás. No había nadie. Empezó a columpiarse en las grandes verjas blancas del patio. Entonces, mirando a lo largo del camino, vio dos puntitos. Fueron aumentando, venían hacia ella. Ahora distinguía que uno iba delante y otro, muy cerca, detrás. Y ahora ya podía ver que eran las Kelvey. Kezia dejó de columpiarse. Se deslizó de la verja como si fuera a escaparse. Entonces dudó. Las Kelvey se acercaban, y a su lado caminaban sus sombras, muy alargadas, atravesándose en el camino con las cabezas en los ranúnculos. Kezia se volvió a encaramar en la verja; ya se había decidido; se columpió hacia fuera.

-Hola -les dijo a las Kelvey cuando pasaban.

Ellas se quedaron tan asombradas que se detuvieron. Lil sonrió con su sonrisa tonta. Nuestra Else la miró fijamente.

-Podéis venir a ver nuestra casa de muñecas, si queréis -dijo Kezia, mientras arrastraba la punta del pie por el suelo. Pero ante esto Lil se puso colorada y sacudió la cabeza rápidamente.
-¿Por qué no? -preguntó Kezia.

Lil contuvo el aliento, luego dijo:

-Vuestra madre le ha dicho a la nuestra que no debéis hablarnos.
-Ah, bueno -dijo Kezia. No sabía qué responder-. No importa. De todos modos, podéis venir a ver nuestra casa de muñecas. Vamos. No hay nadie mirando.

Pero Lil meneó la cabeza aún con más fuerza.

-¿No queréis venir? -preguntó Kezia.

De pronto se sintió una sacudida, un tirón de la falda de Lil. Se volvió. Nuestra Else la miraba con grandes e implorantes ojos; fruncía el ceño; ella quería ir. Por un momento Lil miró a nuestra Else muy dubitativa. Pero entonces nuestra Else tiró de nuevo de la falda y echó a andar hacia adelante. Kezia les mostraba el camino. Como dos gatitos callejeros la siguieron cruzando el patio hasta donde estaba situada la casa de muñecas.

-Ahí está -dijo Kezia.

Hubo una pausa. Lil respiraba fuertemente, casi resoplaba; nuestra Else se quedó de piedra.

-Os la abriré -dijo Kezia amablemente. Soltó el gancho y miraron dentro.
-Ahí está el salón y el comedor, y esa es la…
-¡Kezia!

¡Oh, qué susto se llevaron!

-¡Kezia!

Era la voz de tía Beryl. Se volvieron. En la puerta de atrás estaba tía Beryl, atónita, como si no pudiera creer lo que veía.

-¿Cómo te has atrevido a dejar entrar a las pequeñas Kelvey en el patio? -dijo su fría y furiosa voz-. Tú sabes tan bien como yo que no te está permitido hablarles. Marchaos, niñas, marchaos en seguida. Y no volváis nunca más -dijo tía Beryl. Y bajó al patio y las ahuyentó como si fueran gallinas.

-¡Fuera de aquí inmediatamente! -gritó fría y orgullosa.

No hizo falta que se lo repitieran. Abochornadas, apretujándose, Lil encorvada como su madre, nuestra Else aturdida, cruzaron como pudieron el gran patio y se escabulleron por la verja blanca.

-¡Niña mala y desobediente! -le dijo tía Beryl a Kezia con acritud y cerró de un golpe la casa de muñecas.

La tarde había sido horrible. Había recibido una carta de Willie Brent, una carta terrible y amenazante, en la que le decía que si no se encontraba con él aquella noche en Pulman’s Bush, ¡iría a la puerta de su casa y le preguntaría el motivo! Pero, ahora, que había espantado a esas ratitas de las Kelvey y que había echado una buena regañina a Kezia, sentía su corazón más ligero. Aquella horrible presión se le había ido. Volvió a la casa canturreando.

Cuando las Kelvey perdieron de vista la casa de los Burnell, se sentaron a descansar al borde del camino, sobre una gran tubería de desagüe de color rojo. Las mejillas de Lil aún ardían; se quitó el sombrero de la pluma y se lo puso sobre las rodillas. Soñadoramente, miraban por encima de los campos de heno, más allá del arroyo, hacia el grupo de zarzos en donde las vacas de Logan esperaban ser ordeñadas. ¿En qué estarían pensando?

Entonces nuestra Else se arrimó a su hermana, empujándola con el codo. Ya había olvidado a la señora enfadada. Sacó un dedo y sacudió la pluma de su hermana. Sonrió con su rara sonrisa.

-He visto la lamparita -dijo, suavemente.

Luego las dos quedaron en silencio una vez más.

1921
“The Doll's House”, The Nation & the Athenæum, 4 febrero 1922.
En The Dove's Nest and Other Stories, 1923.
Trad. Mª Teresa Díez Taboada, en VV.AA.: Cincuenta cuentos breves. Una antología comentada, ed. Miguel Díez R. y Paz Díez Taboada, Madrid, Cátedra, 2011, págs. 136-143.

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