lunes, 14 de noviembre de 2011

Los ojos negros IV - Pedro Antonio de Alarcón




Habían pasado otras quince noches.

Magno de Kimi pidió su arpa escandinava y cantó el siguiente romance a su aterrada esposa:

De rodillas en la tumba,
en la tumba de mi padre,
amor eterno
tú me juraste...
Si al juramento un día
faltas, cobarde...,
te lo ruego, amor mío,
¡no pases por la tumba de mi padre!

La voz de Magno retumbó como un trueno en las concavidades del castillo al repetir el último verso de su canción.

Volvióse luego el Conde a la angustiada jarlesa, y le preguntó sonriendo amargamente:

-¿Qué hacéis, Fœdora?

-¡Rezo por el alma de vuestro padre! -contestó ella, cerrando los ojos para no ver la sonrisa de su marido.

Magno pulsó de nuevo el arpa y prosiguió su romance:

Luz de los cielos,
flor de los valles,
aquí nacerán mis hijos,
aquí murieron mis padres.
Si, por tu desdicha,
mis hijos no nacen;
si es tu seno la tumba de mis hijos,
¡no pases por la tumba de mi padre!

El rosario de ámbar se desprendió de las manos de Fœdora y fue a caer sobre las brasas del hogar.

Allí se desgranaron sus cuentas, que al poco rato eran otras tantas ascuas.

Un delicioso aroma inundó la habitación.

-¿Cómo os sentís, señora? -preguntó el jarl, como si no hubiera visto nada.

-¡Bien, Magno! -respondió ella, que tampoco parecía haber reparado en aquel accidente de tan mal agüero.

-¿Tenéis todavíaduda acerca de vuestro estado?

-No, señor...

-¡Vais a ser madre!... ¡Oh ventura! ¡Ved cumplidos mis votos de tres años!

-¡Sí!... -murmuró mansamente la joven.

-¡Sí! -repitió el esposo con voz terrible-. Pero no olvides el otro cantar escandinavo...

Y, riéndose con satánica furia, cantó de este modo:

Cruza los montes
un extranjero,
negros los ojos,
negro el cabello...
¡Todos sus hijos
tendrán de cierto
negros los bucles,
los ojos negros!

- ¡Ah! ¡Callad!... -murmuró Fœdora arrodillándose.

-¿Conocisteis a vuestros abuelos? -exclamó Magno, levantando a su esposa con un rugido de fiera.

-¡Ah! Señor... -respondió la pobre mujer estrechando sus manos-. ¡Matadme de un solo golpe! ¡No prolonguéis mi agonía!

-¿De qué color tenían los ojos? ¡Responded!

-Ya lo sabéis... Los tenían azules...

-Y a mis abuelos, ¿los conocisteis?

-No, señor...

-¡Vais a conocerlos! -replicó el joven, cogiendo a su esposa de un brazo y arrastrándola hacia la galería próxima.

Había en ella una larga hilera de retratos alumbrados por lámparas colocadas de trecho en trecho. Los señores de Kimi parecían vivos dentro de los marcos que los encerraban...

-¡Éstos son mis antepasados! -exclamó el jarl-. ¡Vedlos, señora! ¡Todos tienen los ojos azules, como vos y como yo, como nuestros padres y abuelos, como todos los escandinavos! ¡Comprenderéis, en consecuencia, que nuestro hijo ha de tener también los ojos azules! ¡Ay de vos si los tiene negros como el español D. Alfonso de Haro!

Dijo, y se alejó riendo convulsivamente, mientras que la joven caía de rodillas sin voz ni aliento.

Así permaneció largas horas; y cuando ya todo era silencio en el castillo y las lámparas expiraban consumidas y la hoguera del próximo salón se apagaba también, levantóse quebrantada y moribunda, y tomó el camino de su aposento.

-Hijo mío... -murmuró allí con voz honda y sepulcral, apoyando ambas manos sobre su corazón, como si las pusiese sobre el del hijo que llevaba en su seno:-hijo mío, ¿por qué quieres ser el verdugo de tu madre?

Y echó una mirada sobre sí, y huyó con horror hacia otro lado de la estancia, tapándose el rostro con las manos.

Era la estatua del remordimiento maldiciéndose a sí misma.



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