jueves, 8 de diciembre de 2011

Un relato de Yago Arenas

Despierto, estoy desnudo.

Me levanto, reconozco la posición de la puerta y del pasillo. Avanzo. La oscuridad no impide que camine como si mi cuerpo supiese el destino y me lo estuviese ocultando. Entro en una habitación húmeda y cálida. Reconozco, pero no conozco.

Me meto en la bañera. Está fría. Me siento y coloco las manos juntas entre las piernas que mantengo dobladas, unidas y pegadas al pecho. Agacho la cabeza. Una tenue luz nace y me ilumina.

Alzo la cabeza y veo un espejo enfrente de mí. La luz se intensifica lo suficiente para ver mi más fiel reflejo. Tan fiel y verdadero que me aterra, me inunda de pavor. Me revuelvo, me resbalo y cuando intento salir de la bañera, choco.

Choco contra mí, contra mi reflejo.

Durante eternidades o segundos golpeo el espejo. Primero con mis pies desnudos, con los puños, los codos y las rodillas. Golpeo una y otra vez, con todas mis fuerzas, sin pensar absolutamente en nada, como si mi cuerpo pidiese y forzase la salida aun a costa de su integridad, como si esa nueva cárcel me hubiese alejado de toda idea que no fuese encaminada a salir de ella, como si el constante movimiento difuminase mi reflejo y eso lo hiciese más soportable.

Pero el tiempo va haciéndose poco a poco tácito y real y resignado, abrazo la ausencia del más mínimo rasguño, asumo que no siento el dolor que había de aparecer tras los golpes. La fuerza que ejerzo debería partirme las muñecas, pelar mis nudillos, hacerme sangrar. Debería tener todos los dedos de los pies rotos, los tobillos hinchados y las rodillas desencajadas. La impotencia y la rabia recién estrenadas se unen al pánico.Paro la media décima de segundo, que puede ser un siglo, suficiente para clavarme la mirada y estampar mi frente contra mi frente; doy de si las distancias para empujarme e intentar aplastarme la cabeza embestida tras embestida, lado tras lado, punto por punto.

Nada. No entiendo donde estoy, pero tampoco me lo pregunto y eso suma dos incógnitas, no sé de mi madre ni de mi hermana, ni de nadie; sólo siento su existencia lejana, pero en paz, no entiendo mis reacciones, ni el mecanismo de mis pensamientos, me son ajenas las ausencias, no entiendo de donde proviene el miedo, no entiendo. Cierro los ojos y me dejo caer en el fondo de la bañera.

Apenas abro el párpado y levanto la mirada medio palmo, distingo, aun sin verme, la cuádruple imagen de mi figura y bajo de nuevo a refugiarme, así, en esa posición recogida y encogida, el cuarto de mis reflejos me coge la espalda. Siento mi propia mirada juzgándome detrás de mí, impasible y fuerte como lo fuera yo en otro momento. El miedo, el pavor y la rabia mantienen su intensidad, pero no provocan reacciones, se ha forjado una impotencia con el mismo molde que los espejos, inmutables, irrompibles y fijos.


Texto e ilustración: Yago Arenas

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