lunes, 12 de diciembre de 2011

Los ojos negros VIII - Pedro Antonio de Alarcón





Era la brevísima noche del 25 de Abril.

La aurora boreal abrasaba con su misterioso incendio la lontananza del horizonte.

Hacía un frío espantoso.

En la isla de Langœ reinaba el silencio de las tumbas.

En una ensenada de su costa meridional estaban anclados el Thor, el bergantín de Magno de Kimi, y el Finisterre, la goleta de D. Alfonso de Haro.

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En lo más bravo y erizado de aquella costa levántase un dolmen colosal, resto de los altares malditos en que los escandinavos daban a Odín sangriento culto.

La luna, magnífica y resplandeciente en las regiones polares, donde el sol es tan pálido y melancólico asomó por el Sudeste su blanca faz, iluminando el ara abandonada.

A su fulgor viose a dos hombres, sentado el uno sobre el tronco de un pino roto por los hielos, y apoyado el otro en el antiguo dolmen.

Parecían dos blancos fantasmas, dos sombras de las víctimas inmoladas antiguamente sobre aquella peña.

El hombre sentado era el jarl Magno de Kimi.

El que permanecía de pie era D. Alfonso de Haro.

Los dos empuñaban corvo sable marino.

Su anhelosa respiración demostraba la violencia con que habían luchado...

Pero ambos estaban ilesos... No porque sus fuerzas o su habilidad hubieran resultado iguales, sino porque D. Alfonso, más diestro y ágil que el Conde, lo había desarmado ya tres veces, renunciando las tres a su derecho de matarlo.

El combate había sido furioso, tenaz, violentísimo.

-¡Mátame! -gritó Magno la segunda vez que el español hizo saltar de sus manos el sable.

-Yo no quiero que mueras -respondió don Alfonso-, sino regalarte cien veces la vida, para que me respondas en cambio de la de Fœdora, puesto que me has dicho que morirá si tú mueres...

-¡Luchemos otra vez! -replicó Magno.

Y el tercer combate había sido más terrible que los dos anteriores...

¡Pero también inútil! -El ímpetu del noruego siguió estrellándose en la serenidad y en la pericia del español; y cuando volvió a ser desarmado por éste era tal su fatiga, que se tambaleó como un abeto que se derrumba, y exclamó dolorosamente:

-¡Yo me mataré!... ¡Yo me mataré!... ¡¡Me sería insoportable una vida regalada por ti!!

Y fue a reclinarse en el tronco del pino caído, tal como lo hemos visto al salir la luna.

-Me dejaré matar por tu flaca mano, o me mataré yo ahora mismo -díjole a su vez don Alfonso-, si me juras no matar a Fœdora...

-Te juro lo contrario... -respondió el noruego-. ¡Te juro que Fœdora sucumbirá de todos modos! Si yo muero, nadie podrá socorrerla donde la he dejado, y perecerá de hambre. Si tu mueres, iré a matarla, como ya te he dicho... Mátame, pues... ¡Quítame la vida, como me has quitado la honra y la ventura!

-Yo no puedo matarte... -repuso el español-. ¡Pero ni tú matarás a Fœdora, ni Fœdora morirá donde la tienes encarcelada! Corro a mi barco, y con él apresaré el tuyo. Tus marineros me conducirán a precio de oro, o por no morir a manos de los míos, a la prisión de Fœdora, y la libertaré, y será mía para siempre.

-¡Acepto el duelo de tus españoles contra mis escandinavos, de mi raza contra la tuya, de mi bergantín contra tu goleta! -exclamó el jarl de Kimi, levantándose y cogiendo su sable-. Si el infierno te dio una destreza diabólica en el manejo de las armas; si mi corazón y mi brazo han sido impotentes contra tu satánica astucia, ¡no ocurrirá lo mismo en el nuevo combate a que me provocas!... ¡Al mar, Alfonso de Haro! ¡Al mar!

-¡Al mar! -contestó el español tomando el camino de la playa.


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