sábado, 24 de enero de 2009

EL OTRO


Un sobresalto, un postigo sacudido de repente por el viento. Despertar en medio de la noche, sacudirse las cenizas esparcidas sobre el pecho. Regreso a la ventana tornadiza. A lo lejos los rayos asaetean un cielo sin estrellas. Allí sigue el banco, descansando en la nocturnidad como un animal solitario. Dentro hace calor. Las sábanas húmedas disponen en desorden sus pliegues de rebeldía sobre la cama. Corro a estrenar el baño con la primera ducha fría. El agua me reanima
insólita, reconfortante como nunca. Pero sin duda contribuye a despertarme sin remedio. De poco sirve volver a la cama, donde las inquietudes del desvelado se hacen más insoportables, así que lo mejor sería aprovechar estas horas de excitación para ir vaciando las cajas.
Escudriño la pared camino del interruptor, chisporrotea un poco el hilo de wolframio antes de dispararse la llama eléctrica que invade la desnudez del cuarto y allí estoy, duplicado con claridad en el espejo, extraño ser despierto detrás de la bombilla zarandeada, pienso en los títulos de los cuadros de Magritte, pienso en Alicia un momento después de cruzar al otro lado, en la metaliteratura que subyace a todo esto, sí, sonriente escritor de poca monta que allá se manifiesta, donde el plano no me ve. Me pregunto cuál será la realidad y cuál su imagen: caras de una misma moneda.
Poso mi mano derecha sobre la superficie bruñida. Frío, pálido objeto de increíble profundidad oculta. Vaticino, diría que con gran probabilidad va a producirse una nueva sustracción del realismo. Nada como percibir las estructuras. El otro ha extendido en paralelo su mano izquierda sobre la superficie bruñida. Sonreímos al unísono. Somos tan recalcitrantes que abordamos sin dudarlo la famosa secuencia del espejo de los hermanos Marx. Quién será el auténtico yo, quién prefiere el papel de Groucho. Ambos pugnamos, divertidos, en esta lucha sorda por ser el primero en romper el esquema previsto con alguna contradicción. Recorremos nuestros respectivos espacios con el rabillo del ojo siempre atento a la más mínima variable, practicamos un baile, una especie de ritual frenético cuyo objetivo fundamental se nos escapa. Todo parece absurdo en esta cacería del error inversa. Como saltimbanquis, como monos de feria practicamos las posturas más extravagantes. Los dos tenemos la facultad de tocarnos la nariz con la punta de la lengua, de hacer el pino de cabeza, de simular caídas estrambóticas o destrozarnos los abductores imitando la apertura de piernas de Van Damme. Pero en vano pretendemos desenmascararnos. Incluso los timbres coinciden en su insistencia, a la que acudimos prestos hacia la puerta para excusarnos, más allá de la vista, ante los rostros malhumorados de los vecinos que, a cada lado, protestan por nuestro bullicio intempestivo. Al volver a la habitación algo cansados, nos sentamos al borde de la cama, donde las sábanas húmedas disponen en desorden sus pliegues de rebeldía. Un tanto contrariados, nos observamos un instante. El sudor transita nuestras frentes con el ánimo de gotas de cristal. ¿Se acaba el juego?, preguntámonos. Y
por toda respuesta un parece que sí, una cabeza que desciende con levedad en el ademán, como los párpados y los cerrojos.
Así que levantamos de nuevo el vuelo, nos sonreímos con esa camaradería de los enemigos que, separados por una fina franja de tierra, comparten el lodo y los meses de trincheras. Pero de pronto sucede, cuando por accidente, al acercarnos en el hasta luego a un palmo de la superficie bruñida hay algo que rompe el círculo inamovible. Porque mientras el otro vuelve a extender su mano derecha hasta posarla sobre el plano, porque mientras yo mismo repito el ademán que lo mimetiza desde el lado contrario me sobreviene un repentino estornudo y mi mano izquierda se detiene en otro punto, a medio camino del lugar estipulado. Entonces el otro, sorprendido por el gesto, recula sobre sus pasos, mientras yo permanezco, como si en mi lado al fin el tiempo se hubiera detenido. Qué momento, qué segundos de vacilación indescriptible. Ambos volvemos a mirarnos, asustados. ¿He vencido? El otro cree que ha vencido. Pero, ¿cómo puede saberse eso? ¿Es acaso mi gesto el que rompe la continuidad o lo es el suyo? Dime qué fue antes, el huevo o la gallina. Aún queda algo, una estrategia desesperada, un mecanismo individual que disuelva el supuesto empate técnico.
Lo sé, lo vaticino, lo siento. Por eso no me sorprende que el otro, en un alarde de reflejos, se abalance sobre el interruptor y acabe con la luz de ambos espacios. Pero nada como la primera oscuridad. La penumbra no me inquieta, al contrario, es un caldo de cultivo perfecto para proyectar cualquier sentido a las sombras. Al otro lado de su respiración, mi silueta, semilla que se infiltra en el silencio. Algo se mueve borroso, reflejado en el filo, irreconocible. Pero ya es demasiado tarde. Con movimiento felino descuelgo a tientas el espejo, sorteo el mar de cajas, abandono el cuarto, traspaso la puerta con mi carga, desciendo los cuatro pisos de escaleras y salgo a la noche donde cicatean, en el límite oriental del cielo, los primeros indicios de la mañana. El aire de la calle me reafirma. Doy la vuelta a la manzana, atravieso con descuido los cruces, eludo la valla de protección y deposito el espejo sin mirarlo en el fondo del contenedor donde lo hallé, un par de horas antes. Sacudo el polvo de escombro adherido a la pernera de mis pantalones y me giro vencedor. No me quedan cigarrillos. Al otro lado de la calle relumbra dudoso el verde neón del cartel de la Farmacia



Luis Morales
http://luigidante.blogspot.com/



1 comentario:

Miguel Ángel García González dijo...

Qué confusión, y si nosotros fuéramos el espejo? jeje