viernes, 2 de enero de 2009

Filosofía

Lo que más me impresionó de la muerte de mi tío César. Las sábanas revueltas. El silencio en su habitación. Le habían sacado en mitad de la noche de aquella cama. A la hora a la que se reparten los periódicos y los panaderos amasan el pan. Y riegan las calles los barrenderos. A esa hora. Aún oscuro. Frío. Húmedo. Y silencioso. Sacaron el cadáver de mi tío. No hubo tiempo de ordenar la estancia. Ni de recoger sus zapatos de piel negra y meterlos en el armario. Uno en cada esquina. Ni de hacer la cama. Y luego las palabras de mi madre. Cuando yo volvía del cole con ganas de comerme una magdalena. Empapada en colacao. Vamos a visitar a la tía Vicen. Sin motivo aparente. Un miércoles que estaba nublado y amenazaba llover. Como siempre.

Y luego toda la familia reunida en el salón de la tía Vicen. Y las sábanas aún revueltas. Gente que no veía desde hacía mil años. O dos mil. Gente que me besaba las mejillas con cariño fingido. Mucha gente. Este niño siempre fue tan callado. Y tan formal. Les veía en bodas, bautizos y comuniones. Me explica mamá que tengo que quererlos. Porque son mi familia. Por eso. Son los que me apoyarán cuando esté viejo. Y triste. Y solo. Quien estará a mi lado. Quien poblará mi casa el día que me muera. Ellos o sus hijos. Verán mis sábanas revueltas. Mis zapatos perdidos. O no. Aquella gente en aquel salón lleno de fotos de bodas. De bautizos. De comuniones. Fotos de gente sonriente, que veo cada mil años. O dos mil. Y la tía Vicen apareciendo una hora después y forzando una sonrisa como la que muestras cuando te hacen una foto. No como la que pones tras la muerte de tu marido. Y has estado un rato antes agarrando la mano de un cadáver entubado con el que una vez te casaste. Vestida de rojo. Que trataba de decir adiós. O algo parecido. Y que no volverá a agonizar en el sofá delante de la tele. Viendo telebasura. Y yo leyendo una revista de baloncesto americano hundido en uno de aquellos sillones marrones. Donde una vez mi tío me enseñó tres dedos de una de sus manos peludas. Y después me explicó lo que significaba la palabra Filosofía. Y no entendía nada. Pero me hacía gracia. Y lo recuerdo. Cuando el cáncer ya le había mordido la mayor parte del pulmón. Y tenía el pelo ya blanco y los huesos asomando. Y me daba cien pesetas por visitarle, rebuscadas en un monedero de cuero negro. Y respiraba suave. Como un peluche. Y cada vez hablaba más flojo.

Sergio C. Fanjul. (txe)
http://planetaimaginario.blogspot.com/

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