Y luego toda la familia reunida en el salón de la tía Vicen. Y las sábanas aún revueltas. Gente que no veía desde hacía mil años. O dos mil. Gente que me besaba las mejillas con cariño fingido. Mucha gente. Este niño siempre fue tan callado. Y tan formal. Les veía en bodas, bautizos y comuniones. Me explica mamá que tengo que quererlos. Porque son mi familia. Por eso. Son los que me apoyarán cuando esté viejo. Y triste. Y solo. Quien estará a mi lado. Quien poblará mi casa el día que me muera. Ellos o sus hijos. Verán mis sábanas revueltas. Mis zapatos perdidos. O no. Aquella gente en aquel salón lleno de fotos de bodas. De bautizos. De comuniones. Fotos de gente sonriente, que veo cada mil años. O dos mil. Y la tía Vicen apareciendo una hora después y forzando una sonrisa como la que muestras cuando te hacen una foto. No como la que pones tras la muerte de tu marido. Y has estado un rato antes agarrando la mano de un cadáver entubado con el que una vez te casaste. Vestida de rojo. Que trataba de decir adiós. O algo parecido. Y que no volverá a agonizar en el sofá delante de la tele. Viendo telebasura. Y yo leyendo una revista de baloncesto americano hundido en uno de aquellos sillones marrones. Donde una vez mi tío me enseñó tres dedos de una de sus manos peludas. Y después me explicó lo que significaba la palabra Filosofía. Y no entendía nada. Pero me hacía gracia. Y lo recuerdo. Cuando el cáncer ya le había mordido la mayor parte del pulmón. Y tenía el pelo ya blanco y los huesos asomando. Y me daba cien pesetas por visitarle, rebuscadas en un monedero de cuero negro. Y respiraba suave. Como un peluche. Y cada vez hablaba más flojo.
Sergio C. Fanjul. (txe)
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