martes, 30 de diciembre de 2008

Hacía tiempo ya que no nevaba. Pero las calles aún estaban húmedas, con su empedrado resbaladizo, como siempre. Allí todo era húmedo: el aire, la gente, los humores, la nostalgia de otros tiempos. Húmedo, y como tal, pegajoso, inoportuno, insistente. Jamás terminas de acostumbrarte.

El sol salía esa mañana rabioso, contestando a diciembre, cabreado con la navidad y el desprecio del que era objeto aquel lugar tan privilegiado como olvidado. Quizá algún día los recalificadores de terrenos no tuvieran más espacio en que plantar sus monstruos clónicos de ventanas y escaleras, ascensores y vitrocerámicas, y se vieran obligados a recurrir, qué remedio, a aquel reducto anacrónico, pero, de momento, seguía resistiéndose. Aún era temprano, y el frío, tan severo que cortaba.

Su pecho se movía acompasado, tranquilo, ajeno a todo lo que pudiera ocurrir afuera. La respiración profunda, el cuerpo laxo. Nadie sabía que mentía, que esperaba. Sólo él. Se empezaban a oír ruidos en la casa: la señora Manuela, calzándose las zapatillas y arrastrando los pies hacia el aseo contiguo, el perro, que al oírla arañaba la puerta trasera, la del patio, esperando algunas sobras de la noche anterior, o del inminente desayuno(“qué perro más feo”, dijo Fermín nada más verlo, “este es pá mi”, con su risa chillona de medio lado y su ojo a la virulé, “pá mi los feos”. Y se lo llevó a Manuela, para que lo engordara porque estaba enclenque, el pobre, cuando lo encontró. Aunque más lleno, seguía feo, el chucho, y le quedaba el ansia por la comida, “pero si esa la tienen tó los perros, si solo viven pá comer” solía intervenir Don Luis. “Uy, qué va” contestaba Manuela, “pero éste más, se lo digo yo”). Escuchaba atentamente, tanto, que le pareció oír el tiempo pasar en torno suyo.

Era el silencio lo que más le conmovía. No se dio cuenta del poco silencio que había en su vida hasta que aterrizó allí, intentando perderse, de nuevo, a ver si olvidaba el camino de regreso, pero nada, ni modo, él siempre lo recordaba, o su cuerpo, que se negaba a no regresar de donde fuera, que siempre conseguía volver a lo mismo de siempre. Álida solía decirle que uno no puede huir de sí mismo, y él pensaba que eso eran gilipolleces de críos que le oyen a sus padres cuando ya están tan hasta el cuello que no les es posible escapar de la rutina, y se la tienen que justificar de alguna forma, porque si no se asfixian de pensar en lo que les espera. Se puede, se puede huir de uno mismo. A Ángel le da por colocarse, con lo que sea, le da lo mismo, y Álida, su hermana, se pone a estudiar como una histérica para no pensar en nada más que en los apuntes que tiene frente a las narices. Al Roto y a Eva les va más follar hasta que pierden el sentido. Y a María le gusta plantarse frente a la tele y cederle amablemente su cerebro. Él solía emborracharse. Pero ahora ya no se acuerda bien. Incluso a todos ellos, al Roto, con su porra torcida, las minitetas de María, la ironía de Eva, la rigidez de Álida… le cuesta recordarles, se le van desdibujando lentamente, con la humedad, es todo culpa de la humedad. Pero se está distrayendo, y eso no puede ser. Tiene que afinar el oído. Y tiene que seguir mintiendo. Y esperando.

El sol iba ganando terreno, apoderándose de los objetos, dándoles nombre. Las escasas viviendas, el monte, el verde lúgubre que ahora, de su mano, se mostraba casi brillante, quizá lograra llegar a estrepitoso, ya se vería. Empezó a colarse también en su dormitorio. Le iluminó ligeramente el rostro, el pelo desordenado, la mentira. La casa surgía también bajo aquel influjo. Así surgía todas las mañanas, así pero menos viva, porque no era normal que el sol saliera sin tapujos. Por eso allí no había persianas. Por eso o vete tú a saber, porque tampoco había muchas cosas qué él daba por hecho en el lugar de donde venía, y que había descubierto que no eran tan necesarias como pensaba. Menos la música. Eso sí lo echaba dolorosamente de menos, ya que tenía la curiosa propiedad de activarle la mente, de mover conexiones neuronales y relacionarle los pensamientos, “¡es como si bailaran!” intentaba explicarle a Álida, que nunca lo entendía, porque los pensamientos de Álida eran completamente arrítmicos. El perro y Manuela estaban absortos con los cambios que operaba la nueva iluminación en su entorno, ella, pasmada con un pedazo de pan mojado en la mano, el bicho con el rabo estático, sorprendentemente.

Aún era pronto, pero empezaba a ser tarde, y él comenzó a ponerse nervioso. No había abierto los ojos, ni por un instante, no había podido percibir la novedad del día, pero intuía algo. Y fue cuando la duda se escurría ya pared abajo, a punto de alcanzar su almohada, cuando ocurrió. Era extraño, porque por mucha atención que ponía y por mucho interés en averiguar que tenía, no había podido conseguir ni un solo indicio de la existencia de alguien en aquel lugar más que los pocos que ya conocía. Ni en aquella casa. La había peinado, de arriba abajo, meticulosamente. Y nada. Sin embargo cada mañana, cuando aún era pronto para ser tarde pero ya era tarde para ser muy pronto, sin previo aviso, sin ruidos precedentes, la puerta se abría sigilosa, y un cuerpo menudo y cálido se aproximaba a su cama, se le metía bajo las mantas y le llevaba la mano al pecho. Su tacto era suave. Y su aroma no era parecido a ningún otro. Lo habría podido distinguir perfectamente, por eso sabía que nunca lo había tenido de frente con los ojos abiertos. Al fin. Su cuerpo apretado contra el suyo, suavemente, como sin querer molestarle. Sus respiraciones estorbándose o confundiéndose. Se quedaba un rato, escuchándole latir el pecho, observándole, memorizándole, quizá, y luego, al menor movimiento de él, se desvanecía, con la misma prudencia con que llegaba, pero con más premura. Y él cada día alargaba un poco más el momento.

Fuera hacía frío, tanto que cortaba. Pero aún el sol permanecía inmune echándole un pulso a la tradición del tiempo y del lugar. Y logró estallar al fin en su cara, él lo notó, notó una calidez desconocida en aquel contexto. Una ínfima sonrisa se le escabulló entre la comisura de los labios. La mentira quedó al descubierto, por un momento el cuerpo adosado dejó de respirar, se quedó muy quieto, él tuvo miedo de que se marchase, pero decidió esperar, esperó a que él terminara su mentira de cada día. Se le quedó esperando.


Isabel García Mellado

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