Hace un segundo estaba dormido y sin embargo tengo la certeza de que la conciencia de su cuerpo estaba tan presente en mí como ahora. Estoy pegado a ella, a su costado y la siento ocupar la cama como un territorio, un poco extendida en diagonal, yaciendo en ella como si fuera su madriguera. Cuando se mueve en sueños se arrastra sobre la sábana produciendo vibraciones en el colchón y me empuja despacio con su cadera. Abro los ojos y dejo deslizar la mirada por la firme columna de su cuello perfecto, me complazco al alcanzar la loma de su hombro delicadamente moteado de pecas, veo en la penumbra cómo la humedad imperceptible de su piel dibuja el contorno de sus pechos y sigo la línea de ese dibujo que sube en una curva leve para formar ese monte coronado en su cima con el fruto rosado de su pezón.
Me dejo ir en el placer de contemplarla en silencio mientras la luz empieza a entrar en el cuarto, me abandono en esa degustación. Me parece que sólo yo entiendo ese refinamiento de las formas, esa composición de planos y volúmenes, esa armonía de curvas y elipses, esa contundencia amable en su manera de ocupar el espacio. Hay en su sueño una entrega y al mismo tiempo una seguridad que envidio y amo.
Extiendo la mirada por el declive que baja de su seno, adivino la tenue presión de sus costillas haciendo sitio para el aire nuevo en el calor de su tórax y me elevo en el médano de su cadera. Casi puedo sentir en mi lengua el sabor agridulce de su piel en este límite, en el borde sinuoso que establece dos comarcas, dos reinos. De un lado la perfecta y blanca redondez de una de sus nalgas, la plenitud oronda de sí de una forma que se sabe impecable, cubierta de una levísima pelusa dorada que tiembla apenas en la vibración del aire. Del otro su contraforma, el descenso de una concavidad en ciernes, una parábola de ola en formación, una promesa de vértigo que se desliza hacia una mata de sombra, el montículo de venus, el breve bosque cálido que guarda y contiene todos los secretos, todos los dulzores y los apetitos, esa otra boca suya que sabe gritar en silencio, que se abre al más allá, que conoce el significado de lo que no se puede nombrar, lo que está antes de lo dicho. Me deleito en la inefable fragancia primordial que emana, en el misterioso halo que la circunda como una atmósfera privada. Recorro con mi mirada los pliegues, las cambios de color y de tono, las tenues humedades, la textura y la porosidad casi táctil. Parece haber ahí otra respiración, otro palpitar, una segunda vía de vida. Me cuesta alejarme de este centro magnético pero la dirección que marca su cuerpo me lleva a sus muslos y es entonces que ella cambia de posición, se contonea y recoge un poco sus piernas. Admiro la fuerza elegante, la maciza redondez que es capaz de sostener toda su belleza, la manera sutil en que se afina hacia abajo para confluir en el hueco de la rodilla, la magnífica resolución de esa forma que sintetiza armonía y eficacia y que se prolonga y se resuelve en los gemelos, en la delicadeza del tobillo, en la definición de unos pies deliciosos.
Entonces el colchón vibra de nuevo, ella se mueve un poco más decidida, se pone boca arriba, se estira y se despereza, arquea su espalda y levanta un poco los hombros, gira la cabeza y me mira sonriendo, se sienta en la cama, se pone de pie, comienza a caminar despacio hacia la cocina. Yo me incorporo y voy detrás de ella viendo cómo abre el aire a su paso mientras me dice “Vení monono, vamos a desayunar”. Le adivino los movimientos, la veo —antes de que lo haga— inclinarse al lado de la mesada para servirme el alimento balanceado, para verificar si tengo agua fresca.
texto Carlos Ardohain
imagen by Cristina del Barco
Me dejo ir en el placer de contemplarla en silencio mientras la luz empieza a entrar en el cuarto, me abandono en esa degustación. Me parece que sólo yo entiendo ese refinamiento de las formas, esa composición de planos y volúmenes, esa armonía de curvas y elipses, esa contundencia amable en su manera de ocupar el espacio. Hay en su sueño una entrega y al mismo tiempo una seguridad que envidio y amo.
Extiendo la mirada por el declive que baja de su seno, adivino la tenue presión de sus costillas haciendo sitio para el aire nuevo en el calor de su tórax y me elevo en el médano de su cadera. Casi puedo sentir en mi lengua el sabor agridulce de su piel en este límite, en el borde sinuoso que establece dos comarcas, dos reinos. De un lado la perfecta y blanca redondez de una de sus nalgas, la plenitud oronda de sí de una forma que se sabe impecable, cubierta de una levísima pelusa dorada que tiembla apenas en la vibración del aire. Del otro su contraforma, el descenso de una concavidad en ciernes, una parábola de ola en formación, una promesa de vértigo que se desliza hacia una mata de sombra, el montículo de venus, el breve bosque cálido que guarda y contiene todos los secretos, todos los dulzores y los apetitos, esa otra boca suya que sabe gritar en silencio, que se abre al más allá, que conoce el significado de lo que no se puede nombrar, lo que está antes de lo dicho. Me deleito en la inefable fragancia primordial que emana, en el misterioso halo que la circunda como una atmósfera privada. Recorro con mi mirada los pliegues, las cambios de color y de tono, las tenues humedades, la textura y la porosidad casi táctil. Parece haber ahí otra respiración, otro palpitar, una segunda vía de vida. Me cuesta alejarme de este centro magnético pero la dirección que marca su cuerpo me lleva a sus muslos y es entonces que ella cambia de posición, se contonea y recoge un poco sus piernas. Admiro la fuerza elegante, la maciza redondez que es capaz de sostener toda su belleza, la manera sutil en que se afina hacia abajo para confluir en el hueco de la rodilla, la magnífica resolución de esa forma que sintetiza armonía y eficacia y que se prolonga y se resuelve en los gemelos, en la delicadeza del tobillo, en la definición de unos pies deliciosos.
Entonces el colchón vibra de nuevo, ella se mueve un poco más decidida, se pone boca arriba, se estira y se despereza, arquea su espalda y levanta un poco los hombros, gira la cabeza y me mira sonriendo, se sienta en la cama, se pone de pie, comienza a caminar despacio hacia la cocina. Yo me incorporo y voy detrás de ella viendo cómo abre el aire a su paso mientras me dice “Vení monono, vamos a desayunar”. Le adivino los movimientos, la veo —antes de que lo haga— inclinarse al lado de la mesada para servirme el alimento balanceado, para verificar si tengo agua fresca.
texto Carlos Ardohain
imagen by Cristina del Barco
2 comentarios:
Una descripción realmente emotiva y preciosa.
Saludos.
Ardohain logra siempre sorprenderme. Durante la narración te lleva, te conmueve, te atrapa, te ries y sobre todo: nunca sabes a donde llegarás. Pero una y otra vez, no te decepciona.
Gracias Carlos
Mirtha
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