Los zopilotes, abrumados por el calor canicular, han sofrenado su vuelo, su vuelo pausado y solemne. Los zopilotes se han detenido, jadeantes, y escalonándose de una manera simétrica en las ramas del viejo carao, se dejan vencer por el sopor que flota en la atmósfera.
Los zopilotes, ya acomodados en las ramas del viejo carao, doblan el cuello, zambullen la cabeza bajo las alas medio desplumadas y se quedan inmóviles.
Los zopilotes dormitan.
Y las manchas negras de su plumaje, las manchas intensas y uniformes, se destacan, netas, sobre el fondo de índigo del cielo diáfano y transparente.
Al carao en que los zopilotes se refugian, los años han ido, despiadados, despojándole de todas sus hojas, hasta dejarlo mondo. Y es así que sus ramas se extienden retorcidas, atormentadas, coronando el tronco rugoso, como los ocho tentáculos de un pulpo.
Los zopilotes dormitan.
Mientras tanto, el sol cae a plomo sobre el cantizal.
Cae a plomo, y hiere las aristas de los cantos, los filos de los guijarros rodantes, arrancándoles cegadores destellos. Cae, y reverbera en la arena como sobre una lámina de antimonio.
A la vera del cantizal, que es el antiguo cauce labrado por las correntadas que bajan del Volcán; a la vera del cantizal, siguiendo sus quiebres, calcando todas sus curvas y todas sus irregularidades, corre el cerco de piña. El cerco está enrarecido. Las pencas han perdido su prístino barniz. Deslustradas por la costra del polvo recalcitrante, se yerguen, como maraña de lanzas oxidadas, y no sienten, como los cercos montañeros, ceñida a su desnudez, la gaya caricia de las enredaderas. No son más que guarida de lagartijas y garrobos; y es muy raro que de entre de ellas irrumpa algún pájaro. Ingrato es el sitio, en el que apenas por toda la vegetación, se agarran a las laderas calichosas, entre los peñascos arenosos, unas cuantas matas de izotes, unas cuantas higueras silvestres, resecas, telarañosas, y en las que los frutos se enraciman cual piña de pequeños erizos en los extremos de las ramas, nudosas como cañutos.
Por entre los ramajes deshojados, cubiertos de polvo, salpicados por las manchas de las defecaciones de los zopilotes, se columbran las paredes lechosas, los techos plomizos del Rastro. Y en medio del ardor canicular , el olfato percibe, como un sahumerio, un acre olor de sangre.
En el entretanto, los zopilotes dormitan.
Los zopilotes, ya acomodados en las ramas del viejo carao, doblan el cuello, zambullen la cabeza bajo las alas medio desplumadas y se quedan inmóviles.
Los zopilotes dormitan.
Y las manchas negras de su plumaje, las manchas intensas y uniformes, se destacan, netas, sobre el fondo de índigo del cielo diáfano y transparente.
Al carao en que los zopilotes se refugian, los años han ido, despiadados, despojándole de todas sus hojas, hasta dejarlo mondo. Y es así que sus ramas se extienden retorcidas, atormentadas, coronando el tronco rugoso, como los ocho tentáculos de un pulpo.
Los zopilotes dormitan.
Mientras tanto, el sol cae a plomo sobre el cantizal.
Cae a plomo, y hiere las aristas de los cantos, los filos de los guijarros rodantes, arrancándoles cegadores destellos. Cae, y reverbera en la arena como sobre una lámina de antimonio.
A la vera del cantizal, que es el antiguo cauce labrado por las correntadas que bajan del Volcán; a la vera del cantizal, siguiendo sus quiebres, calcando todas sus curvas y todas sus irregularidades, corre el cerco de piña. El cerco está enrarecido. Las pencas han perdido su prístino barniz. Deslustradas por la costra del polvo recalcitrante, se yerguen, como maraña de lanzas oxidadas, y no sienten, como los cercos montañeros, ceñida a su desnudez, la gaya caricia de las enredaderas. No son más que guarida de lagartijas y garrobos; y es muy raro que de entre de ellas irrumpa algún pájaro. Ingrato es el sitio, en el que apenas por toda la vegetación, se agarran a las laderas calichosas, entre los peñascos arenosos, unas cuantas matas de izotes, unas cuantas higueras silvestres, resecas, telarañosas, y en las que los frutos se enraciman cual piña de pequeños erizos en los extremos de las ramas, nudosas como cañutos.
Por entre los ramajes deshojados, cubiertos de polvo, salpicados por las manchas de las defecaciones de los zopilotes, se columbran las paredes lechosas, los techos plomizos del Rastro. Y en medio del ardor canicular , el olfato percibe, como un sahumerio, un acre olor de sangre.
En el entretanto, los zopilotes dormitan.
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